Yo fui y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse, mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo, hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas.
Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser desde luego y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?
Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase.
No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.
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