En estos días la Iglesia ortodoxa rusa festeja el sexto centenario de la muerte de san Sergio de Radoneż, considerado gran maestro de la vida monástica rusa y protector de Rusia. Además de trabajar por la difusión del monaquismo y de la santidad en la vida monástica, se convirtió en heraldo de los valores cristianos en ese país, amenazado entonces por discordias internas y peligros externos.
Compartimos el gozo de esa amada Iglesia, que recuerda a un gran santo, que ha revestido tanta importancia en su historia. Nacido en torno al año 1314, san Sergio, a la edad de veinte años, siguiendo el ejemplo de los santos padres del desierto, sintió el deseo de llevar una vida solitaria y se refugió en un bosque cerca de Radoneż, el pueblo donde nació. Sus largas horas dedicadas a la oración, sus victorias en los combates espirituales, así como su austeridad de vida, le hicieron adquirir una madurez espiritual, de la que tuvo noticia la población de aquellos lugares, que acudía en gran número y desde diversas partes para vivir con él la vida monástica, en la total renuncio a los bienes materiales, siguiendo al Señor que, de rico que era, se hizo pobre para enriquecer a todos con su pobreza.
Como san Francisco de Asís, santo al que muchos hagiógrafos lo han comparado y cuya fiesta celebramos hoy, san Sergio trabajaba con empeño no sólo al servicio de la Iglesia, sino también al de la sociedad, oponiéndose al egoísmo y a los intereses privados y difundiendo la paz y el amor de Cristo.
Sus restos mortales se veneran en la iglesia de la Santísima Trinidad, lugar en que comenzó su itinerario de fe. A lo largo de los siglos ese lugar ha sido y sigue siendo un importante centro de la espiritualidad rusa. En los últimos decenios su importancia ha aumentado gracias a la presencia de un seminario y una facultad teológica de la Iglesia ortodoxa rusa.
Oremos para que todos los cristianos de Rusia, hermanos en Cristo, también por intercesión de san Sergio, contribuyan al progreso espiritual de la sociedad en que están llamados a testimoniar el evangelio de la salvación.
San Juan Pablo II
Ángelus de 4 de octubre de 1992
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