Nos recuerda hoy el Martirologio romano la santidad de Sofronio, el que fuera Patriarca de Jerusalén en el siglo VII. Nació en Damasco, hacia el año 560. Abrazó joven la vida monástica, pasando veinte años bajo la dirección experta de Juan Mosco. Juntos visitaron varios monasterios de Egipto, con el propósito de pasar a Roma. Una vez en la Ciudad Eterna, el año 619 murió Juan Mosco. Entonces, San Sofronio decidió regresar a Palestina. En el año 633 o 634 fue elegido Patriarca de Jerusalén.
Su maestro Juan Mosco nos han dejado una obra muy interesante, el Prado Espiritual, que consiste en una colección de ejemplos de los santos monjes, a partir de cuyas páginas podemos descubrir cómo era el ambiente del movimiento monástico en Oriente en aquellos momentos, todavía, de esplendor. De la traducción barroca que a comienzos del siglo XVII hizo Juan Basilio Santoro, hemos escogido un pequeño ejemplo, referido a una penitente llamada María:
Dos Padres de los ancianos del Yermo iban de la ciudad de Egas a Tarso; y entraron en una posada para descansar, porque era en el estío; hallaron dentro tres mancebos, que tenían consigo una mala mujer. Los padres ancianos se sentaron aparte, y uno de ellos sacó el santo Evangelio y comenzó a leer en él. La mujer, que sintió que el viejo leía, llegóse y sentóse junto a él. El viejo, como la vio tan cercana, la echó de sí y le dijo: O mujer, cuán desdichada eres, que nos has tenido vergüenza de llegarte a nosotros y sentarte. Dijo ella: Ruegote, padre, que no me deseches, ni me digas mal, porque aunque yo estoy llena de todo pecado, no por eso Cristo Dios, nuestro Señor y Salvador, de todos desechó a la pecadora, que fue para él. Dijo el padre que bien está, mas aquella no permaneció en ser pecadora. Dijo ella entonces: Esperanza tengo en el Hijo de Dios vivo, que tampoco yo desde hoy en adelante permaneceré en este pecado. Y, en diciendo esto, dejó los mancebos y todos sus bienes, y se fue con aquellos padres, los cuales la enviaron a un monasterio, que está junto a la ciudad de Egas. Y yo vi a este mujer ya vieja y de gran prudencia, y díjome cuando la visité que se llamaba María.
Su maestro Juan Mosco nos han dejado una obra muy interesante, el Prado Espiritual, que consiste en una colección de ejemplos de los santos monjes, a partir de cuyas páginas podemos descubrir cómo era el ambiente del movimiento monástico en Oriente en aquellos momentos, todavía, de esplendor. De la traducción barroca que a comienzos del siglo XVII hizo Juan Basilio Santoro, hemos escogido un pequeño ejemplo, referido a una penitente llamada María:
Dos Padres de los ancianos del Yermo iban de la ciudad de Egas a Tarso; y entraron en una posada para descansar, porque era en el estío; hallaron dentro tres mancebos, que tenían consigo una mala mujer. Los padres ancianos se sentaron aparte, y uno de ellos sacó el santo Evangelio y comenzó a leer en él. La mujer, que sintió que el viejo leía, llegóse y sentóse junto a él. El viejo, como la vio tan cercana, la echó de sí y le dijo: O mujer, cuán desdichada eres, que nos has tenido vergüenza de llegarte a nosotros y sentarte. Dijo ella: Ruegote, padre, que no me deseches, ni me digas mal, porque aunque yo estoy llena de todo pecado, no por eso Cristo Dios, nuestro Señor y Salvador, de todos desechó a la pecadora, que fue para él. Dijo el padre que bien está, mas aquella no permaneció en ser pecadora. Dijo ella entonces: Esperanza tengo en el Hijo de Dios vivo, que tampoco yo desde hoy en adelante permaneceré en este pecado. Y, en diciendo esto, dejó los mancebos y todos sus bienes, y se fue con aquellos padres, los cuales la enviaron a un monasterio, que está junto a la ciudad de Egas. Y yo vi a este mujer ya vieja y de gran prudencia, y díjome cuando la visité que se llamaba María.
No hay comentarios:
Publicar un comentario