James Doyle Penrose - El último capítulo |
El martes, antes de la fiesta de la Ascensión, la enfermedad de Beda se agravó; su respiración era fatigosa y los pies se le hinchaban. Sin embargo, durante todo aquel día siguió sus lecciones y el dictado de sus escritos con ánimo alegre. Dijo, entre otras cosas:
«Aprended de prisa porque no sé cuánto tiempo viviré aún, ni si el Creador me llevará consigo en seguida».
Nosotros teníamos la impresión de que tenía noticia clara de su muerte; prueba de ello es que se pasó toda la noche velando y en acción de gracias. Al amanecer del miércoles, nos mandó que escribiéramos lo que teníamos comenzado; lo hicimos hasta la hora de Tercia. A la hora de Tercia tuvimos la procesión con las reliquias de los santos, como es costumbre ese día. Uno de los nuestros, que estaba con Beda, le dijo:
«Maestro, falta aún un capítulo del libro que últimamente dictabas; ¿Te resultaría muy difícil seguir contestando a nuestras preguntas?».
A lo que respondió:
«No hay dificultad. Toma la pluma y ponte a escribir en seguida».
Así lo hizo él. Pero a la hora de Nona me dijo:
«Tengo en mi baúl unos cuantos objetos de cierto valor, a saber, pimienta, pañuelos e incienso; ve corriendo y avisa a los presbíteros del monasterio para repartir entre ellos estos regalos que Dios me ha hecho».
Ellos vinieron, y Beda les dirigió la palabra, rogando a todos y cada uno que celebraran misas por él y recitaran oraciones por su alma, lo que prometieron todos de buena gana. Se les caían las lágrimas, sobre todo cuando Beda dijo que ya no verían por más tiempo su rostro en este mundo. Pero se alegraron cuando dijo:
«Hora es ya de que vuelva a mi Creador (si así le agrada), a quien me creó cuando yo no era y me formó de la nada. He vivido mucho tiempo, y el piadoso juez ha tenido especial providencia de mi vida; es inminente el momento de mi partida, pues deseo partir para estar con Cristo; mi alma desea ver en todo su esplendor a mi rey, Cristo».
Y dijo más cosas edificantes, continuando con su alegría de siempre hasta el atardecer. Wiberto, de quien ya hemos hablado, se atrevió aún a decirle:
«Querido maestro, queda aún por escribir una frase». Contestó Beda:
«Pues escribe en seguida».
Al poco tiempo dijo el muchacho:
«Ya está».
Y Beda contestó de nuevo:
«Bien dices, está cumplido. Ahora haz el favor de colocarme la cabeza de manera que pueda sentarme mirando a la capilla en que solía orar; pues también ahora quiero invocar a mi Padre».
Y así, tendido sobre el suelo de su celda, comenzó a recitar:
«Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo».
Al nombrar al Espíritu Santo exhaló el último suspiro, y, sin duda, emigró a las delicias del cielo, como merecía, por su constancia en las alabanzas divinas.
Cutberto
Carta sobre la muerte de san Beda el Venerable (4-6: PL 90, 64-66)
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