El furor de los bárbaros traspasó con la espada el códice de los santos Evangelios, y cuando llegó al pecho del mártir pudo matarlo, pero no vencerlo. Aleluya.
Esta es la antífona que la liturgia destina para la memoria de uno de los grandes monjes benedictinos: san Bonifacio, el apóstol de los germanos. Inglés de nacimiento, vivió entre los años 673 a 755. Evangelizó los pueblos situados en la orilla del Rhin que no había sido romanizada, organizando la Iglesia y fundando monasterios, entre ellos, el célebre de Fulda, centro del cristianismo alemán. La muerte le llegó en forma de martirio cuando estaba evangelizando a los frisones, en el actual Flandes, cerca de Dunkerke.
La vida de san Bonifacio nos muestra las posibilidades evangelizadoras que sigue ofreciendo hoy el monacato cristiano, como una forma de vida cristiana en medio de una sociedad crecientemente pagana, a través de la oración, la paz, la concordia y la estima de cuanto de bueno y de bello es capaz de generar el hombre, rompiendo la esclavitud del tener y del placer que tiende a ahogarnos actualmente.
En su Catequesis de 11 de marzo de 2009, el papa Benedicto XVI hizo la siguiente valoración del significado para la Iglesia de san Bonifacio.
A distancia de siglos, ¿qué mensaje podemos recoger de la enseñanza y de la prodigiosa actividad de este gran misionero y mártir? Una primera evidencia se impone a quien se acerca a san Bonifacio: la centralidad de la Palabra de Dios, vivida e interpretada en la fe de la Iglesia, Palabra que él vivió, predicó, testimonió hasta el don supremo de sí mismo en el martirio. Era tan ardiente su celo por la Palabra de Dios que sentía la urgencia y el deber de llevarla a los demás, incluso con riesgo personal suyo. En ella apoyaba la fe a cuya difusión se había comprometido solemnemente en el momento de su consagración episcopal: "Profeso íntegramente la pureza de la santa fe católica y con la ayuda de Dios quiero permanecer en la unidad de esta fe, en la que sin duda alguna está toda la salvación de los cristianos" (Epist. 12, en S. Bonifatii Epistolae, ed. cit., p. 29).
La segunda evidencia, muy importante, que emerge de la vida de san Bonifacio es su fiel comunión con la Sede apostólica, que era un punto firme y central de su trabajo misionero; siempre conservó esta comunión como norma de su misión y la dejó casi como su testamento. En una carta al Papa Zacarías afirma: "Yo no dejo nunca de invitar y de someter a la obediencia de la Sede apostólica a aquellos que quieren permanecer en la fe católica y en la unidad de la Iglesia romana, y a todos aquellos que en esta misión Dios me da como oyentes y discípulos" (Epist. 50: en ib. p. 81). Fruto de este empeño fue el firme espíritu de cohesión en torno al Sucesor de Pedro que san Bonifacio transmitió a las Iglesias en su territorio de misión, uniendo a Inglaterra, Alemania y Francia con Roma, y contribuyendo así de modo decisivo a poner las raíces cristianas de Europa que habrían de producir frutos fecundos en los siglos sucesivos.
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