Todos estamos llamados a la conversión, tanto los que hemos hecho un opción de vida religiosa como los que viven su vocacion de laicos cristianos. Todos hemos sido bautizados y aspiramos a un encuentro, tras esta peregrinación terrena, con Dios nuestro Señor.
El papa, Benedicto XVI nos exortaba, en la audiencia general del miércoles de ceniza de hace un par de años, y nos nos llamaba a la conversión como forma de adherirnos plenamente a Cristo.
Con la conversión, aspiramos a la medida alta de la vida cristiana, nos adherimos al Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. La meta final y el sentido profundo de la conversión es su persona, él es la senda por la que todos están llamados a caminar en la vida, dejándose iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos. De este modo la conversión manifiesta su rostro más espléndido y fascinante: no es una simple decisión moral, que rectifica nuestra conducta de vida, sino una elección de fe, que nos implica totalmente en la comunión íntima con la persona viva y concreta de Jesús.
La conversión es el “sí” total de quien entrega su existencia al Evangelio, respondiendo libremente a Cristo, que antes se ha ofrecido al hombre como camino, verdad y vida, como el único que lo libera y lo salva. Este es precisamente el sentido de las primeras palabras con las que, según el evangelista san Marcos, Jesús inicia la predicación del “Evangelio de Dios”: “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15
Papa Benedicto XVI
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