Un don que el Señor concede al monje es la compunción. Se trata de un movimiento dolorido del alma, que sabe que no ha respondido fielmente al inmenso caudal de amor que Dios ha derramado sobre ella; es más, podríamos decir de la incapacidad para responder a tanto amor, que se traduce en faltas y pecados que se cometen cada día, o en grandes infidelidades, de las cuales está llena la vida humana.
Sin embargo, no es un dolor desesperado sino, por el contrario, lleno de esperanza. San Bernardo, en su antológico comentario al Cantar de los Cantares, dice:
¿Qué hay tan mortífero que no haya sido destruido por la muerte de Cristo? Por esto, si me acuerdo que tengo a mano un remedio tan poderoso y eficaz, ya no me atemoriza ninguna dolencia, por maligna que sea.
La compunción no es un ensimismamiento, sino que brota de la contemplación agradecida de cuanto Dios ha hecho por nosotros en Jesucristo, especialmente los dolores de su Pasión y Muerte. De esa contemplación, y en contraste con nuestra debilidad, brota un dolorido deseo, que por un don especial del Espíritu Santo, llega a las mismas lágrimas que derramó san Pedro la noche de su traición, cuando el gallo le recordó las amorosas palabras de Jesús. Al final, el perdón del Señor vence nuestro pecado.
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