En cierto modo está el monje, y con él también todos los bautizados, llamado a permanecer junto a María al pie de la Cruz del Señor, no sólo para lamentarse por la suerte del Amado, ni sólo para confortarlo en sus sufrimientos (si es que tal tortura pudo admitir consuelo alguno), sino para suplicar al Creador que se compadezca de todo ser humano, por cuyos pecados sufre el único inocente, el único santo, el único perfecto.
El monje ha de permanecer, pues, a pie firme al pie de la Cruz. Su puesto está junto a María, intercediendo por sus hermanos, suplicando al artífice de la misericordia que, a pesar de nuestra indignidad, nos acoja en el regazo de su amor y nos limpie de nuestra suciedad con el agua y la sangre que brotó de su costado abierto.
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