Zurbarán - San Hugo en el refectorio de los cartujos |
Con frecuencia solemos pensar en estructuras, actividades y formas de gobierno cuando nos referimos a la renovación de la vida monástica, y nos olvidamos que ésta sólo puede venir de la renovación de la vida monástica que debemos realizar en nuestro propio corazón, que con tanta facilidad de acomoda a situaciones fáciles y agradables.
Cada uno de nosotros, monjes, debemos tratar de renovar nuestra propia vida monástica, y debemos mirar mucho más al interior de nosotros mismos, que a las estructuras que nos circundan. Es más, cada uno de nosotros, monjes, con la ayuda del Espíritu Santo, podemos y debemos ser los reformadores de nuestra propia vida monástica.
¿Qué criterios nos deben guiar en esta reforma? Ante todo, aquellos que nos conducen a una mayor intimidad de vida con Jesucristo, y a una mayor decisión de entregar nuestra existencia terrena para poder así compartir la eternidad de amor de la Trinidad, hasta el derramamiento de nuestra sangre si fuera preciso.
Es admirable leer en los impresionantes testimonios que hemos conservado de los mártires benedictinos de Barbastro, cómo cuando fueron a buscarlos para asesinarlos, uno de los monjes más jóvenes pretendió defenderse con las armas, lo que moralmente no hubiera sido reprochable en otro cristiano. Pero el prior le recordó que, desde el momento en que había hecho la profesión monástica, había entregado al Señor no sólo su persona sino también su entera vida.
El verbo "acomodarse" expresa muy bien los peligros que, tal vez después de muchos años de vida monástica, corremos los monjes: buscar la comodidad, evitar lo arduo y refugiarnos en una mediocridad dorada. San Benito, recogiendo una riquísima tradición monástica, hablaba de la tibieza del corazón. En el Apocalipsis, el Señor amenaza con escupir de su boca a los tibios, que ni son fríos ni calientes. Renovarnos como monjes implica volver a recuperar el ardor del ideal por el que lo dejamos todo, y eso solo se consigue recuperando la intensan amistad con Jesucristo, que nos ha llamado a participar con él de la gloria eterna.
Sin duda que muchos de nuestros Monasterios necesitan hoy de reforma, y que son ejemplares los nuevos modelos de vida monástica con los que el Espíritu Santo mantiene vivo el ardor de la tradición de los padres; pero más que envidiar obras admirables en sí mismas, podemos comenzar por reformarnos a nosotros mismos, insistiendo en la oración, en el ayuno, en las vigilias, y en la práctica de la misericordia.
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