Por supuesto, el diseño de los templos ha estado en función de las gustos cambiantes de cada época, y de las posibilidades económicas de cada comunidad. Pero, cuando hoy nos preguntamos cómo diseñar un oratorio monástico, en realidad nos estamos preguntando cómo es nuestra vida espiritual.
Ante todo, el oratorio de una comunidad monástica no es un sitio para decir misa. Lamentablemente, la evolución litúrgica ha tendido, especialmente durante los últimos años, a reducir la riqueza litúrgica de la Iglesia al acto de celebrar la Eucaristía. Sin negar la centralidad del sacramento, tal vez se ha olvidado en exceso la veneración eucarística, que trasciende el puro momento de la celebración del sacramento (contagio sin duda de origen protestante, que reduce la presencia real al momento de la celebración), al tiempo que se ha desplazado la centralidad del altar como lugar privilegiado y único del Monasterio, sobre el que se hace el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor, quedando reducido a su significado de mesa sobre la que celebrar el banquete del Señor.
Los monjes nos pasamos la mayor parte del tiempo que estamos en la Iglesia rezando o cantando los salmos, o leyendo los textos de la Sagrada Escritura o de los Padres. Es decir, apenas levantamos la mirada de nuestros libros. Esta realidad cronológica significa que no simplemente vamos a la iglesia a celebrar la Eucaristía, sino sobre todo a hacer oración comunitaria en presencia del Señor Todopoderoso. De ahí que el altar no simplemente debiera servir a la funcionalidad de celebrar la Eucaristía, sino que debiera ser el verdadero eje axial de la geografía monástica. La tradición, por eso, levantaba baldaquinos sobre los altares, significando de esta forma la multiforme presencia del Espíritu Santo, especialmente en el sitio sobre el que se realiza el Memorial del Misterio Pascual.
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