Aunque la práctica del silencio es tan necesaria al monje cristiano, sin embargo, la práctica de la vida monástica nos enseña que, en realidad, poco tiempo estamos callados, pues gran parte del día la consagramos a la recitación de los salmos y de los demás textos sagrados. En realidad, el silencio del monje cristiano no es un vacío, al estilo de las tradiciones monásticas orientales, sino una inserción en un abigarrado mundo, en el que Dios habla a los hombres, y éstos le responden a lo largo de los siglos.
Con todo, el monje también busca momentos de solitaria contemplación, de silencio no sólo externo sin también interno, en los que poder escuchar la voz del Señor, en los que dejarse interpelar por su amor, en los que responder no con palabras sino con los afectos del corazón.
Entre las ruinas del abandonado Monasterio de San Pedro de los Montes, existe un pequeño relieve de San Benito orando ante un Crucifijo, que siempre me ha llamado la atención. Está el santo monje silencioso, abstraído en la contemplación del misterio de la Cruz, del Señor por él crucificado, y es fácil adivinar el torrente de afecto que entre ambos personajes intentan reflejar el artista en su escultura.
En la vida del monje, este silencio es muy necesario. Son los momentos en los que interioriza todo cuanto ha leído y escuchado a lo largo de la jornada, en los que hace propio en un fecundo diálogo con el Espíritu Santo cuanto ha sido proclamado y celebrado en la liturgia. el silencio externo ayuda a insertar la propia existencia en el torrente de gracia que ha hecho de la historia humana una historia de la Salvación.
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