Es muy común en nuestros días ver los programas de formación de nuestros Monasterios repletos de materias de carácter psicológico, en detrimento de otros más acordes con la Tradición monástica. En gran medida se debe a la convicción de que, no sólo para la vida monástica es necesario un cierto equilibrio personal, lo cual es perfectamente asumible, sino que el fin del monje consistiría en lograr una paz y un equilibrio, al que se podría llegar por un puro equilibrio emocional y de comunicación.
Las ciencias humanas ayudan, sin duda alguna, a lograr una mejora de la persona. Pero no se debe olvidar que los monjes somos, ante todo, creyentes, lo cual significa aludir a criterios que no son puramente humanos sino sobrenaturales. La finalidad del monje cristiano no es la de llegar a ser una persona perfectamente equilibrada, comunicativa y sociable, sino la de alcanzar a Dios, la de unirse al bien supremo que Cristo nos ha traído a nuestra historia. Y los medios, en consecuencia, no son puramente humanos sino, sobre todo, espirituales.
Relegar la oración, la celebración de los sacramentos (en especial el de la reconciliación) y la práctica heroica de las virtudes cristianas, en pro de terapias, sesiones de autoayuda y comunicación, contribuye poco a descubrir la centralidad de Cristo, que no llamó a personas perfectas sino, por el contrario, a discípulos cargados de limitaciones, no sólo intelectuales sino emocionales. Es más, de lo que hablamos es de si creemos en el poder de la gracia, o si lo dejamos todo a un simple proceso de perfección humana.
La Tradición monástica nos habla mucho más de una sabiduría escondida, que el Espíritu Santo revela a los que perseveran en el silencio, en la oración y en la caridad. Tal vez puedan parecernos criterios obsoletos en nuestro mundo tan desarrollado, pero son la roca firme que nos anclan en la sabiduría que nuestros padres en la vida monástica lograron sin ayuda de terapias y psicologías; es más, que les condujo a nuestro verdadero fin, que no es la perfección de nuestro yo, sino la participación en la santidad y en el amor de Dios.
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