Nosotros también seremos dignos de estos bienes si siempre seguimos a nuestro Salvador, y, si no solamente en esta Pascua nos purificásemos, sino toda nuestra vida la juzgásemos como una solemnidad, y siempre unidos a Él y nunca apartados le dijésemos: “Tú tienes palabras de vida eterna, ¿adónde iremos?” Y si alguna vez nos hemos apartado, volvamos por la confesión de nuestras trasgresiones, no guardando rencor contra nadie, sino mortifiquemos con el espíritu los actos del cuerpo.
San Atanasio, cart. 10.
"¿También vosotros queréis marcharos?" (Jn 6, 67). Esta pregunta provocadora no se dirige sólo a los que entonces escuchaban sino que alcanza a todos nosotros, a los hombres de todas las épocas. Muchos se escandalizan hoy ante la paradoja de la fe cristiana. La enseñanza de Jesús parece dura, demasiado difícil de acoger y de practicar. ¿Rechazar y abandonar a Cristo? Hay quien, por la dificultas, el esnobismo o un afán de protagonismo, trata de adaptar su palabra, "La Palabra" a las cambiantes modas desvirtuando así su sentido y su valor. Entonces el detrimento de una vivencia radicaliza en el seguimiento del Maestro se transforma en el seguimiento de nosotros mismos y hemos abandonado el escandaloso seguimiento de Cristo, nos hemos marchado de su lado.
"¿También vosotros queréis marcharos?". Esta inquietante provocación resuena en el corazón y espera de cada uno una respuesta personal. Jesús, de hecho, no se contenta con una pertenencia superficial y formal, no le basta una primera adhesión entusiasta; es necesario, por el contrario, participar durante toda la vida en su pensar y querer. Seguir a Jesús ha de llenar el corazón de alegría y dar un sentido pleno a nuestra existencia, pero comporta dificultades y renuncias, pues con mucha frecuencia hay que ir contra la corriente de un mundo demasiado acomodado.
A la pregunta de Jesús, Pedro responde en nombre de los apóstoles: "Señor, ¿donde quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios" (vv. 68-69).
También nosotros podemos repetir la respuesta de Pedro, (diría Benedicto XVI) conscientes ciertamente de nuestra fragilidad humana, pero confiando en la potencia del Espíritu Santo, que se expresa y se manifiesta en la comunión con Jesús. La fe es don de Dios al hombre y es, al mismo tiempo, entrega libre y total del hombre a Dios; la fe es dócil escucha de la Palabra del Señor, que es lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro camino. Si abrimos con confianza el corazón a Cristo, si nos dejamos conquistar por Él, podemos experimentar también nosotros, que nuestra única felicidad consiste en amar a Dios y saber que Él nos ama.
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