Es evidente que el testimonio personal del predicador y la ejemplaridad de la comunidad cristiana condicionan la eficacia de la predicación. Desde este punto de vista es significativo un pasaje de las Confesiones de san Agustín, el cual había ido a Milán como profesor de retórica; era escéptico, no cristiano. Estaba buscando, pero no era capaz de encontrar realmente la verdad cristiana. Lo que movió el corazón del joven retórico africano, escéptico y desesperado, y lo que lo impulsó definitivamente a la conversión, no fueron las hermosas homilías de san Ambrosio (a pesar de que las apreciaba mucho), sino más bien el testimonio del Obispo y de su Iglesia milanesa, que oraba y cantaba, compacta como un solo cuerpo. Una Iglesia capaz de resistir a la prepotencia del emperador y de su madre, que en los primeros días del año 386 habían vuelto a exigir la expropiación de un edificio de culto para las ceremonias de los arrianos. En el edificio que debía ser expropiado, cuenta san Agustín, el pueblo devoto velaba, dispuesto a morir con su obispo. Este testimonio de las Confesiones es admirable, pues muestra que algo se estaba moviendo en lo más íntimo de san Agustín, el cual prosigue: Nosotros mismos, aunque insensibles a la calidez de vuestro espíritu, compartíamos la emoción y la consternación de la ciudad (Confesiones 9, 7).
De la vida y del ejemplo del obispo san Ambrosio, san Agustín aprendió a creer y a predicar. Podemos referir un pasaje de un célebre sermón del Africano, que mereció ser citado muchos siglos después en la constitución conciliar Dei Verbum: Todos los clérigos —dice la Dei Verbum en el número 25—, especialmente los sacerdotes, diáconos y catequistas dedicados por oficio al ministerio de la palabra, han de leer y estudiar asiduamente la Escritura para no volverse —aquí viene la cita de san Agustín— predicadores vacíos de la Palabra, que no la escuchan en su interior. Precisamente de san Ambrosio había aprendido esta escucha en su interior, esta asiduidad en la lectura de la sagrada Escritura, con actitud de oración, para acoger realmente en el corazón y asimilar la palabra de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, quisiera presentaros una especie de icono patrístico que, interpretado a la luz de lo que hemos dicho, representa eficazmente "el corazón" de la doctrina de san Ambrosio. En el sexto libro de las Confesiones, san Agustín narra su encuentro con san Ambrosio, ciertamente un encuentro de gran importancia en la historia de la Iglesia. Escribe textualmente que, cuando visitaba al Obispo de Milán, siempre lo veía rodeado de numerosas personas llenas de problemas, por quienes se desvivía para atender sus necesidades. Siempre había una larga fila que esperaba hablar con san Ambrosio para encontrar en él consuelo y esperanza. Cuando san Ambrosio no estaba con ellos, con la gente (y esto sucedía en pocos momentos de la jornada), era porque estaba alimentando el cuerpo con la comida necesaria o el espíritu con las lecturas.
Aquí san Agustín expresa su admiración porque san Ambrosio leía las escrituras con la boca cerrada, sólo con los ojos. De hecho, en los primeros siglos cristianos la lectura sólo se concebía con vistas a la proclamación, y leer en voz alta facilitaba también la comprensión a quien leía. El hecho de que san Ambrosio pudiera repasar las páginas sólo con los ojos era para el admirado san Agustín una capacidad singular de lectura y de familiaridad con las Escrituras. Pues bien, en esa lectura a flor de labios, en la que el corazón se esfuerza por alcanzar la comprensión de la palabra de Dios —este es el "icono" del que hablamos—, se puede entrever el método de la catequesis de san Ambrosio: la Escritura misma, íntimamente asimilada, sugiere los contenidos que hay que anunciar para llevar a los corazones a la conversión.
Así, según el magisterio de san Ambrosio y san Agustín, la catequesis es inseparable del testimonio de vida. Puede servir también para el catequista lo que escribí en la Introducción al cristianismo con respecto al teólogo. Quien educa en la fe no puede correr el riesgo de presentarse como una especie de payaso, que recita un papel por oficio. Más bien, con una imagen de Orígenes, escritor particularmente apreciado por san Ambrosio, debe ser como el discípulo amado, que apoyó la cabeza sobre el corazón del Maestro, y allí aprendió su manera de pensar, de hablar, de actuar. En definitiva, el verdadero discípulo es el que anuncia el Evangelio de la manera más creíble y eficaz.
Al igual que el apóstol san Juan, el obispo san Ambrosio —que nunca se cansaba de repetir: Omnia Christus est nobis, Cristo lo es todo para nosotros— es un auténtico testigo del Señor. Con sus mismas palabras, llenas de amor a Jesús, concluimos así nuestra catequesis: Cristo lo es todo para nosotros. Si quieres curar una herida, él es el médico; si estás ardiendo de fiebre, él es la fuente; si estás oprimido por la injusticia, él es la justicia; si tienes necesidad de ayuda, él es la fuerza; si tienes miedo a la muerte, él es la vida; si deseas el cielo, él es el camino; si estás en las tinieblas, él es la luz. (...) Gustad y ved qué bueno es el Señor. Bienaventurado el hombre que espera en él. También nosotros esperamos en Cristo. Así seremos bienaventurados y viviremos en la paz.
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