miércoles, 4 de octubre de 2017

Benedicto XVI. La vocación de san Francisco

Claudio Coello - San Francisco de Asís

Nacióle un sol al mundo. Con estas palabras, el sumo poeta italiano Dante Alighieri alude en la Divina Comedia al nacimiento de Francisco, que tuvo lugar a finales de 1181 o a principios de 1182, en Asís. Francisco pertenecía a una familia rica —su padre era comerciante de telas— y vivió una adolescencia y una juventud despreocupadas, cultivando los ideales caballerescos de su tiempo. A los veinte años tomó parte en una campaña militar y lo hicieron prisionero. Enfermó y fue liberado. A su regreso a Asís, comenzó en él un lento proceso de conversión espiritual que lo llevó a abandonar gradualmente el estilo de vida mundano que había practicado hasta entonces.

Se remontan a este período los célebres episodios del encuentro con el leproso, al cual Francisco, bajando de su caballo, dio el beso de la paz, y del mensaje del Crucifijo en la iglesita de San Damián. Cristo en la cruz tomó vida en tres ocasiones y le dijo: Ve, Francisco, y repara mi Iglesia en ruinas. Este simple acontecimiento de escuchar la Palabra del Señor en la iglesia de san Damián esconde un simbolismo profundo. En su sentido inmediato san Francisco es llamado a reparar esta iglesita, pero el estado ruinoso de este edificio es símbolo de la situación dramática e inquietante de la Iglesia en aquel tiempo, con una fe superficial que no conforma y no transforma la vida, con un clero poco celoso, con el enfriamiento del amor; una destrucción interior de la Iglesia que conlleva también una descomposición de la unidad, con el nacimiento de movimientos heréticos. Sin embargo, en el centro de esta Iglesia en ruinas está el Crucifijo y habla: llama a la renovación, llama a Francisco a un trabajo manual para reparar concretamente la iglesita de san Damián, símbolo de la llamada más profunda a renovar la Iglesia de Cristo, con su radicalidad de fe y con su entusiasmo de amor a Cristo. Este acontecimiento, que probablemente tuvo lugar en 1205, recuerda otro acontecimiento parecido que sucedió en 1207: el sueño del Papa Inocencio III, quien en sueños ve que la basílica de San Juan de Letrán, la iglesia madre de todas las iglesias, se está derrumbando y un religioso pequeño e insignificante sostiene con sus hombros la iglesia para que no se derrumbe.

Es interesante observar, por una parte, que no es el Papa quien ayuda para que la iglesia no se derrumbe, sino un pequeño e insignificante religioso, que el Papa reconoce en Francisco cuando este lo visita. Inocencio III era un Papa poderoso, de gran cultura teológica y gran poder político; sin embargo, no es él quien renueva la Iglesia, sino el pequeño e insignificante religioso: es san Francisco, llamado por Dios. Pero, por otra parte, es importante observar que san Francisco no renueva la Iglesia sin el Papa o en contra de él, sino sólo en comunión con él. Las dos realidades van juntas: el Sucesor de Pedro, los obispos, la Iglesia fundada en la sucesión de los Apóstoles y el carisma nuevo que el Espíritu Santo crea en ese momento para renovar la Iglesia. En la unidad crece la verdadera renovación.

Benedicto XVI
Audicencia General. Miércoles 27 de enero de 2010

martes, 3 de octubre de 2017

San Virila de Leyre


El Monasterio de Leyre recuerda hoy a san Virila. Según la tradición, estaba un día rezando junto a la comunidad las Vigilias; al terminar, salió del templo y se puso bajo un árbol a meditar el texto del salmo que acaba de rezar: Mil años en tu presencia son como un ayer que pasó. Meditaba estas palabras cuando, absorto, se quedó escuchando un pajarillo que cantaba al amanecer sobre una rama. Cuando volvió en sí, se dirigió al Monasterio pero, aunque encontró el edificio, no reconoció a los monjes, pues en verdad habían pasado muchos años en un momento, tal como el salmo cuenta.

Los rasgos legendarios de san Virila nos hablan de un monje entregado por completo a la oración y a la contemplación del misterio del Dios revelado en Jesucristo para nuestra salvación. El tiempo presente, tal como experimentó san Virila, no sería más que una preparación que se nos concede para la eternidad. En la oración y en la contemplación de la Palabra de Dios encontramos el camino seguro para alcanzar la gozosa meta para la que hemos sido creados.

lunes, 2 de octubre de 2017

Que te guarden en tus caminos

Domenichino - El ángel de la guarda

A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Den gracias al Señor por su misericordia, por las maravillas que hace con los hombres. Den gracias y digan ;entre los gentiles: «El Señor ha estado grande con ellos». Señor, ¿qué es el hombre para que le des importancia, para que te ocupes de él? Porque te ocupas ciertamente de él, demuestras tu solicitud y tu interés para con él. Llegas hasta enviarle tu Hijo único, le infundes tu Espíritu, incluso le prometes la visión de tu rostro. Y, para que ninguno de los seres celestiales deje de tomar parte en esta solicitud por nosotros, envías a los espíritus bienaventurados para que nos sirvan y nos ayuden, los constituyes nuestros guardianes, mandas que sean nuestros ayos.

A sus ángeles ha dado órdenes para que te guarden en tus caminos. Estas palabras deben inspirarte una gran reverencia, deben infundirte una gran devoción y conferirte una gran confianza. Reverencia por la presencia de los ángeles, devoción por su benevolencia, confianza por su custodia. Porque ellos están presentes junto a ti, y lo están para tu bien. Están presentes para protegerte, lo están en beneficio tuyo. Y, aunque lo están porque Dios les ha dado esta orden, no por ello debemos dejar de estarles agradecidos, pues que cumplen con tanto amor esta orden y nos ayudan en nuestras necesidades, que son tan grandes.

Seamos, pues, devotos y agradecidos a unos guardianes tan eximios; correspondamos a su amor, honrémoslos cuanto podamos y según debemos. Sin embargo, no olvidemos que todo nuestro amor y honor ha de tener por objeto a aquel de quien procede todo, tanto para ellos como para nosotros, gracias al cual podemos amar y honrar, ser amados y honrados.

En él, hermanos, amemos con verdadero afecto a sus ángeles, pensando que un día hemos de participar con ellos de la misma herencia y que, mientras llega este día, el Padre los ha puesto junto a nosotros, a manera de tutores y administradores. En efecto, ahora somos ya hijos de Dios, aunque ello no es aún visible, ya que, por ser todavía menores de edad, estamos bajo tutores y administradores, como si en nada nos distinguiéramos de los esclavos.

Por lo demás, aunque somos menores de edad y aunque nos queda por recorrer un camino tan largo y tan peligroso, nada debemos temer bajo la custodia de unos guardianes tan eximios. Ellos, los que nos guardan en nuestros caminos, no pueden ser vencidos ni engañados, y menos aún pueden engañarnos. Son fieles, son prudentes, son poderosos: ¿por qué espantarnos? Basta con que los sigamos, con que estemos unidos a ellos, y viviremos así a la sombra del Omnipotente.

San Bernardo de Claraval
Sermón 12 sobre el salmo 90 :3, 6-8

domingo, 1 de octubre de 2017

Benedicto XVI. Semblanza biográfica de Santa Teresita


Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, una ciudad de Normandía, en Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, beatificados juntos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, cuatro de los cuales murieron en edad temprana. Quedaron las cinco hijas, que se hicieron todas religiosas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre.


El padre, junto con las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrollaría toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, atacada por una grave enfermedad nerviosa, se curó por una gracia divina, que ella misma definió como «la sonrisa de la Virgen». Recibió la primera Comunión, vivida intensamente, y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.

La «Gracia de Navidad» de 1886 marca un giro de 180 grados, que ella llama su «completa conversión». De hecho, se cura totalmente de su hipersensibilidad infantil e inicia una «carrera de gigante».


A la edad de 14 años, Teresa se acerca cada vez más, con gran fe, a Jesús crucificado, y se toma muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente. «Quería a toda costa impedirle que cayera en el infierno», escribe la santa, con la certeza de que su oración lo pondría en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: «Tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús», escribe. Con María santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con «un corazón de madre».


En noviembre de 1887, Teresa va en peregrinación a Roma junto a su padre y su hermana Celina. Para ella, el momento culminante es la audiencia del Papa León XIII, al que pide permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realiza: se hace carmelita, «para salvar las almas y rezar por los sacerdotes». Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del rostro de Jesús en su Pasión. De esta manera, su nombre de religiosa —sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz— expresa el programa de toda su vida, en la comunión con los misterios centrales de la Encarnación y la Redención.


Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en la «pequeñez» del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: «¡Qué fiesta tan hermosa la de la Natividad de María para convertirme en esposa de Jesús!» —escribe—. Era la Virgencita recién nacida quien presentaba su florecita al Niño Jesús». Para Teresa, ser religiosa significa ser esposa de Jesús y madre de las almas. Ese mismo día, la santa escribe una oración que indica toda la orientación de su vida: pide a Jesús el don de su Amor infinito, el don de ser la más pequeña, y sobre todo pide la salvación de todos los hombres: «Que hoy no se condene ni una sola alma». Es de gran importancia su Ofrenda al Amor misericordioso, que hizo en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1895: una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus hermanas, siendo ya vice-maestra de novicias.


Diez años después de la «Gracia de Navidad», en 1896, llega la «Gracia de Pascua», que abre el último período de la vida de Teresa, con el inicio de su pasión en profunda unión a la Pasión de Jesús; se trata de la pasión del cuerpo, con la enfermedad que la llevaría a la muerte en medio de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión del alma, con una dolorosísima prueba de la fe. Con María al pie de la cruz de Jesús, Teresa vive entonces la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La carmelita es consciente de vivir esta gran prueba por la salvación de todos los ateos del mundo moderno, a los que llama «hermanos». Vive, entonces, más intensamente el amor fraterno: hacia las hermanas de su comunidad, hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los sacerdotes y hacia todos los hombres, especialmente los más alejados. Se convierte realmente en una «hermana universal». Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: «Jesús, mi alegría es amarte a ti». En este contexto de sufrimiento, viviendo el amor más grande en las cosas más pequeñas de la vida diaria, la santa realiza en plenitud su vocación de ser el Amor en el corazón de la Iglesia.


Teresa muere la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: «¡Dios mío, os amo!», mirando el crucifijo que apretaba entre sus manos. Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la respiración continua de su alma, como el latido de su corazón. Las sencillas palabras «Jesús, te amo» están en el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la sumerge en la Santísima Trinidad. Ella escribe: «Lo sabes, Jesús mío. Yo te amo. Me abrasa con su fuego tu Espíritu de Amor. Amándote yo a ti, atraigo al Padre».