lunes, 24 de octubre de 2016

En la Memoria de San Antonio María Claret. Nos apremia el amor de Cristo


Inflamados por el fuego del Espíritu Santo, los misioneros apostólicos han llegado, llegan y llegarán hasta los confines del mundo, desde uno y otro polo, para anunciar la palabra divina; de modo que pueden decirse con razón a sí mismos las palabras del apóstol san Pablo: Nos apremia el amor de Cristo.

El amor de Cristo nos estimula y apremia a correr y volar con las alas del santo celo. El verdadero amante ama a Dios y a su prójimo; el verdadero celador es el mismo amante, pero en grado superior, según los grados de amor; de modo que, cuanto más amor tiene, por tanto, mayor celo es compelido. Y si uno no tiene celo, es señal cierta que tiene apagado en su corazón el fuego del amor, la caridad. Aquel que tiene celo desea y procura, por todos los medios posibles, que Dios sea siempre más conocido, amado y servido en esta vida y en la otra, puesto que este sagrado amor no tiene ningún límite.

Lo mismo practica con su prójimo, deseando y procurando que todos estén contentos en este mundo y sean felices y bienaventurados en el otro; que todos se salven, que ninguno se pierda eternamente, que nadie ofenda a Dios y que ninguno, finalmente, se encuentre un solo momento en pecado. Así como lo vemos en los santos apóstoles y en cualquiera que esté dotado de espíritu apostólico.

Yo me digo a mí mismo: Un hijo del Inmaculado Corazón de María es un hombre que arde en caridad y que abrasa por donde pasa; que desea eficazmente y procura, por todos los medios, encender a todo el mundo en el fuego del divino amor. Nada le arredra, se goza en las privaciones, aborda los trabajos, abraza los sacrificios, se complace en las calumnias y se alegra en los tormentos. No piensa sino cómo seguirá e imitará a Jesucristo en trabajar, sufrir y en procurar siempre y únicamente la mayor gloria de Dios y la salvación de las almas.

San Antonio María Claret
(L 'egoismo vinto, Roma 1869; Autobiografía, cap 34)

domingo, 23 de octubre de 2016

San Juan de Capistrano


Nacido en Capistrano, en la diócesis de Sulmona, Italia, en 1385; murió en 1456. Su padre había venido a Nápoles en el séquito de Luis de Anjou, de ahí que se suponga que tenía sangre francesa. En 1416 estalló la guerra entre Perugia y los Malatesta. Juan fue enviado como embajador a proponer la paz a los Malatesta, que sin embargo lo metieron en prisión. Fue durante este encarcelamiento cuando empezó a pensar más seriamente sobre su alma. Finalmente decidió renunciar al mundo y hacerse fraile franciscano, debido a un sueño que tuvo en el que vio a San Francisco y fue advertido por el santo de que entrara en la Orden Franciscana. Juan se había casado con una rica dama de Perugia inmediatamente antes de que estallara la guerra, pero el matrimonio no se consumó y obtuvo una dispensa para entrar en religión, en 1416.

Estuvo bajo la influencia de San Bernardino de Siena, que le enseñó teología. Acompañó a San Bernardino en sus giras de predicación para estudiar sus métodos, y en 1420, mientras aún era diácono, se le permitió predicar. Pero su vida apostólica comenzó en 1425, después de que recibió el sacerdocio. Desde este momento hasta su muerte trabajó incesantemente por la salvación de las almas. Atravesó toda Italia; y las multitudes que venían a escucharle eran tan grandes que a menudo tenía que predicar en plazas públicas. Como San Bernardino de Siena, había propagado mucho la devoción al Santo Nombre de Jesús, y, junto con ese santo, fue acusado de herejía por esta devoción. Mientras estaba así llevando a cabo su labor apostólica, se implicó activamente en ayudar a San Bernardino en la reforma de la Orden Franciscana.

Tras esto, el Papa Martín V concibió la idea de unir a los Frailes menores conventuales y a los observantes, y un capítulo general de ambas ramas de franciscanos fue convocado en Asís en 1430. Se realizó la unión, pero no duró mucho. Al año siguiente los observantes celebraron un capítulo en Bolonia, en el que Juan fue la figura más destacada.

En 1454 fue convocado a la Dieta de Francfort, para asistir a esa asamblea en su deliberación respecto a una cruzada contra los turcos en socorro de Hungría; y, aquí también, fue la figura más destacada. Cuando la cruzada estuvo efectivamente en marcha Juan acompañó al famoso Hunyady en toda la campaña: estuvo presente en la batalla de Belgrado, y dirigió el ala derecha del ejército cristiano contra los turcos. Fue beatificado en 1694, y canonizado en 1724.

sábado, 22 de octubre de 2016

Santas Nunilo y Alodia

Altar de las santas Nunilo y Alodia en el Monasterio de Leyre

El Monasterio de Leyre, en la archidiócesis de Pamplona, celebra hoy la fiesta de las santas mártires Nunilo y Alodia. Hermanas nacidas en Adahuesca (provincia de Huesca) en la primera mitad del siglo IX. Eran hijas de padre musulmán y madre cristiana y su familia poseía abundantes bienes. A pesar de que la ley les obligaba a seguir la religión de su padre, su madre las educó en la fe cristiana. Sus familiares las denunciaron ante el gobernador musulmán de Huesca, quien intentó obtener su abjuración mediante promesas, halagos o castigos, pero prefirieron permanecer fieles a la religión cristiana y por ello fueron degolladas. Los testimonios sobre la fecha de su martirio son contradictorios y, aunque la más probable es el 21 de octubre del 851, no cabe excluir totalmente ese mismo día del 846. La primera fuente histórica que habla de ellas es el libro II del Memorial de los Santos, compuesto por San Eulogio de Córdoba pocos años después del martirio y con noticias facilitadas por el obispo Venerio de Alcalá.


En fecha imprecisa de la segunda mitad del siglo IX los restos de las mártires fueron trasladados al monasterio de Leire, desde donde se propagó su culto. La fiesta litúrgica de la traslación se celebra el 18 de abril. Hacia el año 923 se fundó en las proximidades de Nájera un monasterio femenino bajo la advocación de las santas. Quizás ya en el siglo XI los monjes de Leire depositaron sus reliquias en la conocida arqueta de marfil de estilo califal, elaborada en Córdoba en 1005. El culto a las santas fue creciendo desde época medieval y alcanzó su mayor esplendor durante el siglo XVII. Su principal manifestación era la romería del 18 de abril. A resultas de la milagrosa intercesión de las santas en el remedio de una grave sequía, los devotos costearon un bello retablo (1638), que todavía se conserva en Leire. Tras largas gestiones, el pueblo de Adahuesca consiguió parte de las reliquias en 1672 y, aprovechando la exclaustración de 1820, logró la totalidad (1821), pero tuvo que devolverlas en 1826. Con la última desamortización (1836), fueron trasladadas a la parroquia de Santiago de Sangüesa; y en 1862 Adahuesca las obtuvo del obispo de Pamplona, aunque el ayuntamiento de Sangüesa se negó a entregar la arqueta califal, conservada hoy en el Museo de Navarra.

viernes, 21 de octubre de 2016

La Gran Cartuja en 1964

La Gran Cartuja, ubicada en los Alpes, cerca de Grenoble, ha sido la cuna del monacato cartujo, una reforma monástica medieval que procuró combinar la esencia del eremitismo antiguo con la vida comunitaria benedictina. No abundan los reportajes sobre esta forma de vida monástica tan alejada del mundo. Hemos encontrado un interesante video, hablado en francés, que nos muestra la Gran Cartuja en el año 1964. Aunque la imagen es un tanto deficiente, parece un documento muy interesante.

jueves, 20 de octubre de 2016

Una día en la vida de la Madre Teodosia

En la página oficial del Patriarcado de Moscú encontramos esta hermosa colección de fotos de una monja ortodoxa, que muestran la vida cotidiana de una monja, entregada al trabajo y a la oración.










lunes, 17 de octubre de 2016

Benedicto XVI sobre san Ignacio de Antioquía


San Ignacio era obispo de Antioquía, que hoy se encuentra en Turquía. Allí, en Antioquía, como sabemos por los Hechos de los Apóstoles, surgió una comunidad cristiana floreciente:  su primer obispo fue el apóstol san Pedro —así nos lo dice la tradición— y allí "por primera vez los discípulos recibieron el nombre de cristianos" (Hch 11, 26). Eusebio de Cesarea, un historiador del siglo IV, dedica un capítulo entero de su Historia eclesiástica a la vida y a la obra literaria de san Ignacio (III, 3). "Desde Siria —escribe— Ignacio fue enviado a Roma para ser arrojado como alimento a las fieras, a causa del testimonio que dio de Cristo. Al realizar su viaje por Asia, bajo la custodia severa de los guardias" (que él, en su Carta a los Romanos, V, 1, llama "diez leopardos"), "en cada una de las ciudades por donde pasaba, con predicaciones y exhortaciones, iba consolidando las Iglesias; sobre todo exhortaba, con gran ardor, a guardarse de las herejías que ya entonces comenzaban a pulular, y les recomendaba que no se apartaran de la tradición apostólica".

La primera etapa del viaje de san Ignacio hacia el martirio fue la ciudad de Esmirna, donde era obispo san Policarpo, discípulo de san Juan. Allí san Ignacio escribió cuatro cartas, respectivamente, a las Iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. "Habiendo partido de Esmirna —prosigue Eusebio— Ignacio fue a Tróada, y desde allí envió otras cartas":  dos a las Iglesias de Filadelfia y Esmirna, y una al obispo Policarpo. Eusebio completa así la lista de las cartas, que han llegado hasta nosotros como un valioso tesoro de la Iglesia del siglo I. Leyendo esos textos se percibe la lozanía de la fe de la generación que conoció a los Apóstoles. En esas cartas se percibe también el amor ardiente de un santo. Por último, desde Tróada el mártir llegó a Roma, donde, en el anfiteatro Flavio, fue dado como alimento a las bestias feroces.

Ningún Padre de la Iglesia expresó con la intensidad de san Ignacio el deseo de unión con Cristo y de vida en él. Por eso, hemos leído el pasaje evangélico de la vid, que según el Evangelio de san Juan, es Jesús. En realidad, confluyen en san Ignacio dos "corrientes" espirituales:  la de san Pablo, orientada totalmente a la unión con Cristo, y la de san Juan, concentrada en la vida en él. A su vez, estas dos corrientes desembocan en la imitación de Cristo, al que san Ignacio proclama muchas veces como "mi Dios" o "nuestro Dios".

Así, san Ignacio suplica a los cristianos de Roma que no impidan su martirio, porque está impaciente por "unirse a Jesucristo". Y explica:  "Para mí es mejor morir en (eis) Jesucristo, que ser rey de los términos de la tierra. Quiero a Aquel que murió por nosotros; quiero a Aquel que resucitó por nosotros... Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios" (Carta a los Romanos, VI:  Padres Apostólicos, BAC, Madrid 1993, p. 478). En esas expresiones ardientes de amor se puede percibir el notable "realismo" cristológico típico de la Iglesia de Antioquía, muy atento a la encarnación del Hijo de Dios y a su humanidad verdadera y concreta:  Jesucristo —escribe san Ignacio a los cristianos de Esmirna (I, 1)— "es realmente del linaje de David", "realmente nació de una virgen", "realmente fue clavado en la cruz por nosotros".