miércoles, 30 de septiembre de 2015

San Jerónimo. Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo


Cumplo con mi deber obedeciendo los preceptos de Cristo, que dice: Estudiad las Escrituras, y también: Buscad, y encontraréis, para que no tenga que decirme, como a los judíos: Estáis muy equivocados, porque no comprendéis las Escrituras ni el poder de Dios. Pues si, como dice el apóstol Pablo, Cristo es el poder de Dios y la sabiduría de Dios, y el que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría, de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo.

Por esto, quiero imitar al padre de familia que del arca va sacando lo nuevo y lo antiguo, y a la esposa que dice en el Cantar de los cantares: He guardado para ti, mi amado, lo nuevo y lo antiguo; y, así, expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él no sólo al profeta, sino también al evangelista y apóstol. El, en efecto, refiriéndose a sí mismo y a los demás evangelistas, dice: ¡Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva! Y Dios le habla como a un apóstol, cuando dice: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá a ese pueblo? Y él responde: Aquí estoy, mándame.

Nadie piense que yo quiero resumir en pocas palabras el contenido de este libro, ya que él abarca todos los misterios del Señor: predice, en efecto, al Emmanuel que nacerá de la Virgen, que realizará obras y signos admirables, que morirá, será sepultado y resucitará del país de los muertos, y será el Salvador de todos los hombres.

¿Para qué voy a hablar de física, de ética, de lógica? Este libro es como un compendio de todas las Escrituras y encierra en sí cuanto es capaz de pronunciar la lengua humana y sentir el hombre mortal. El mismo libro contiene unas palabras que atestiguan su carácter misterioso y profundo: Cualquier visión se os volverá —dice— como el texto de un libro sellado: se lo dan a uno que sabe leer, diciéndole: «Por favor, lee esto», Y él responde: «No puedo, porque está sellado». Y se lo dan a uno que no sabe leer, diciéndole: «Por favor, lee esto». Y él responde: «No sé leer».

Y si a alguno le parece débil esta argumentación, que oiga lo que dice el Apóstol: De los profetas, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras está sentado, recibiera una revelación, que se calle el de antes. ¿Qué razón tienen los profetas para silenciar su boca, para callar o hablar, si el Espíritu es quien habla por boca de ellos? Por consiguiente, si recibían del Espíritu lo que decían, las cosas que comunicaban estaban llenas de sabiduría y de sentido. Lo que llegaba a oídos de los profetas no era el sonido de una voz material, sino que era Dios quien hablaba en su interior, como dice uno de ellos: El ángel que hablaba en mí, y también: Que clama en nuestros corazones: «¡Abbá! (Padre)», y asimismo: Voy a escuchar lo que dice el Señor.

San Jerónimo
Prólogo al Comentario sobre el libro del profeta Isaías (1.2: CCL 73, 1-3)

martes, 29 de septiembre de 2015

Ricardo de san Víctor. El servicio que nos prestan los ángeles no es sólo temporal, sino eterno


Dios esconde a sus elegidos en la Iglesia, los protege en su tienda el día del peligro, los defiende con la protección de los ángeles. Pone, a disposición de los suyos, ángeles en calidad de servidores y mensajeros, para que les ayuden a conseguir la salvación, le den cuenta de sus necesidades y le presenten sus peticiones. Y aun cuando Dios mismo vea y conozca la situación de cada uno, quiere no obstante que se la expongan los ángeles, para demostrar así su caridad y su condescendencia para con los hombres, y, en atención a unos mensajeros tan dignos y tan queridos, atenderlos más cumplidamente.

Nada tiene de extraño que ponga a disposición de los elegidos, en calidad de ministros, a sus propios ángeles cuando lo hace él mismo. El es, en efecto, el ángel del gran consejo, o sea, de nuestra redención y salvación, salvación que fue enviado a realizar en medio de la tierra. El nos sirve realmente con su vida y su humildad, ofreciéndonos en sí mismo un ejemplo de cómo ha de vivirse, haciéndose pequeño en medio de sus discípulos, para que también nosotros nos hagamos pequeños como él.

Nos sirvió hasta con su propia muerte, en la cual sufrió para que nosotros no tuviéramos que sufrir, y padeció la muerte temporal para librarnos a nosotros de la muerte eterna. Así pues, el Señor se puso a nuestro servicio en esta vida, y, de ésta, pasará a servirnos en aquel banquete, cuya dulzura será por partida doble: nos alimentará con la leche de su humanidad y con la miel de la divinidad. Incluso el ministerio que los ángeles nos prestan, es no sólo temporal, sino también eterno, pues mediante su ayuda actual conseguiremos la herencia y la salvación eternas y participaremos, en su compañía, de su gozo sin fin.

¿Y cómo hacernos una idea de lo que desean ellos nuestra salvación y hasta qué punto anhelan tenernos por compañeros? ¿Cómo calibrar la caridad y solicitud con que velan sobre quienes les han sido confiados? ¡Cómo estimulan a los perezosos y cómo animan a los diligentes y fervorosos para que progresen más y más! ¡Cómo, por una parte, saben excusar el mal cometido y, por otra, ponderar las obras buenas ante el divino acatamiento! ¡Cómo defienden y cómo saben impetrar la gracia! Y cuando ven un alma inflamada por un gran deseo y que suspira por Dios con pureza de intención ¿podemos nosotros imaginarnos cuánto la aman, cómo se congratulan con ella, con qué frecuencia la visitan y cómo median solícitos entre el alma y Dios? Como son los amigos del Esposo, ellos escuchan su voz y la hacen llegar al Esposo; sus voces son sus deseos: éstos son los que resuenan con vehemencia en los oídos del Esposo, éstos son los que escuchan los amigos, es decir, los ángeles; en ellos se deleitan, éstos son los que le anuncian. Ellos invitan al alma para que venga, la consuelan, la exhortan a buscar y a llamar, para que buscando encuentre y, llamando, se le abra.

Mientras tanto, los ángeles frecuentan y visitan al alma fervorosa, hasta que llegue el Esposo y, con un suplemento de gracia, preparan más a fondo al alma para la llegada del Esposo. Inducen su inteligencia a una mejor comprensión de su presencia y al conocimiento experimental de un trato familiar con ellos, para que, con esta experiencia, crezca y aumente la familiaridad con Dios. Yendo, pues, el alma en busca de Dios, es encontrada por los guardias que rondan la ciudad; y después de recorrer la ciudad, después de la búsqueda, tiene bien merecida la llegada de los santos ángeles, se da cuenta de ella y es recibida por los ángeles. Estos, en efecto, preceden al Esposo, manifiestan su propia presencia, se revelan: y como son ángeles de la luz, vienen con la Luz. Difundida esta luz, el alma es simultáneamente iluminada y como tocada, de manera que pueda advertir su llegada y sentir su presencia.

Ricardo de san Víctor
Comentario sobre el Cantar de los cantares (Cap 4: PL 196, 417-418)

domingo, 27 de septiembre de 2015

Sed imitadores de Dios, como hijos queridos

Cuando en este mundo un alma ha sido consumida por el fuego divino, ablandada hasta la médula y plenamente licuada, ¿qué otra cosa queda por hacer sino proponerle lo que es la voluntad de Dios, lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto como una fórmula de virtud a la que totalmente se atenga? Así como un metal licuado fácilmente se desliza a niveles inferiores hacia los que halla una vía expedita, así también el alma, en semejante estado, espontáneamente se somete a todo tipo de obediencia y gustosamente se inclina ante cualquier humillación acatando el orden de la divina dispensación.

Así pues, en este estado del alma se le propone el mismo modelo de humildad de Cristo. Por eso se le dice: Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. Él, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, sino que se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de cruz. Este es el modelo de la humildad de Cristo al que debe conformarse todo el que quiera alcanzar el grado supremo de la caridad consumada, ya que nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.

Por tanto, escalaron las someras cimas de la caridad y se encuentran instalados ya en el cuarto grado de la caridad quienes están dispuestos a dar la vida por los amigos y están en situación de cumplir aquello del Apóstol: Sed imitadores de Dios, como hijos queridos.

En el tercer grado el alma se gloría en Dios, en el cuarto se humilla por Dios. En el tercer grado se configura según el modelo de la caridad divina, en el cuarto en cambio se configura según el modelo de la humildad cristiana. En el tercer grado en cierto modo muere en Dios, en el cuarto es como si resucitase en Cristo. Por eso, quien se encuentra en el cuarto grado puede decir con verdad: Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí. Este tal se convierte en una criatura nueva: Lo antiguo ha pasado, lo nuevo ha comenzado. Quien ha muerto a sí mismo en el tercer grado es como si en el cuarto resucitase de entre los muertos y ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre él, porque su vivir es un vivir para Dios.

Así que, en este grado, el alma se hace en cierto modo inmortal e impasible. ¿Cómo va a ser mortal si no puede morir? O ¿cómo puede morir si no es capaz de separarse de quien es la vida? De sobra sabemos de quién es esta afirmación: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. ¿Cómo, pues, va a morir el que es incapaz de separarse de él? ¿No da la impresión de ser en cierto modo impasible aquel que se muestra insensible a los daños que le causan, que se alegra ante cualquier injuria y acepta como un honor lo que se le hace con ánimo de fastidiarle, según aquella sentencia del Apóstol: Muy a gusto —dice— presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo? Permanece en cierto modo impasible quien se complace en los sufrimientos y los ultrajes que se le infieren por causa de Cristo.

Ricardo de San Víctor
Tratado sobre los cuatro grados de la caridad violenta (42-45)

sábado, 26 de septiembre de 2015

San Agustín de Hipona en la memoria de los santos mártires Cosme y Damián


Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda nfecundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

San Agustín de Hipona
Sermón 329, en el natalicio de los mártires (1-2: PL 38, 1454-1455)

viernes, 25 de septiembre de 2015

San Nicolás de Flüe


Celebra hoy la iglesia de Suiza y del sur de Alemania la memoria de san Nicolás de Flüe (1417-1487). Nacido en el cantón de Obwalden, era hijo de ricos campesinos, distinguiéndose como soldado en acción contra el cantón de Zúrich, que se había rebelado contra la confederación. Cuando tenía alrededor de 30 años se casó con Dorothy Wiss, hija de un agricultor. Cultivaron la tierra en el municipio de Flüeli en las colinas alpinas, encima de Sachseln sobre el lago de Sarnen. Continuaría en el ejército con 37 años, alcanzando el grado de capitán, según se dice luchando con la espada en una mano y un rosario en la otra. Tras servir en el ejército, llegó a ser concejal y juez de su cantón en 1459, ejerciendo como juez durante nueve años. Declinaría la oportunidad de servir como Landamman (gobernador) de su cantón.


Tras recibir una visión mística de un lirio comido por un caballo, que reconoció como indicativo de que el cuidado de su mundanal vida (el caballo de tiro arrastrando un arado) se estaba tragando su vida espiritual (el lirio, un símbolo de pureza), decidió dedicarse completamente a la vida contemplativa. En 1467, abandonó a su esposa y a sus diez hijos con su consentimiento, estableciéndose como un ermitaño en el valle de Ranft en Suiza, erigiendo una ermita para un sacerdote de sus propios fondos, de modo que pudiera asistir a misa diariamente. Según la leyenda, sobrevivió durante diecinueve años sin alimento a excepción de la eucaristía. La reputación de su sabiduría y su piedad era tal que figuras de toda Europa vinieron a buscar consejo, y era conocido por todos como el Hermano Klaus.


En 1470, el Papa Paulo II concedió su primera indulgencia al santuario en Ranft convirtiéndose en un lugar de peregrinación, puesto que se sitúa en el Camino de Santiago. Su consejo impidió una guerra civil entre los cantones en la reunión de la Dieta Federal de Stans en 1481 cuando su antagonismo creció. El consejo que les dio sigue siendo un secreto hasta el día de hoy. A pesar de ser analfabeto y tener limitada la experiencia con el mundo, es honrado tanto por los Protestantes como por Católicos con la unidad nacional permanente de Suiza. Aún se conservan cartas de agradecimiento de Berna y Soleura. Cuando murió, lo acompañaron su esposa y sus hijos.


Fue beatificado en 1669. Tras su beatificación, el municipio de Sachseln construyó una iglesia en su honor donde fue enterrado. Fue canonizado en 1947 por el Papa Pío XII. Su día de fiesta en la Iglesia Católica Romana es el 21 de marzo, excepto en Suiza y Alemania, que es el 25 de septiembre.

jueves, 24 de septiembre de 2015

La Orden de la Merced


La Orden de la Merced se fundó en la catedral románica de Barcelona, el 10 de agosto de 1218. Su fundador, san Pedro Nolasco, con un grupo de laicos catalanes, y con el apoyo del joven Rey Jaime I, y del Arzobispo Berenguer de Palou, llevó a cabo la creación de una Orden Laical para la redención de cautivos cristianos. Gregorio IX, desde Perusa, confirmó solemnemente la Orden de la Merced el 17 de enero de 1235. Tuvo Constituciones propias de una Orden Laical, y siguió la Regla de San Agustín.

En Asamblea electiva, los 259 frailes mercedarios -laicos y clérigos- manifiestan su deseo mayoritario en elegir a un General clérigo, en 1317, un siglo después de la fundación. Raimundo Albert, nuevo General, mandó redactar nuevas Constituciones (1327). Desde entonces, la Merced es canónicamente Orden clerical, aunque admita "Hermanos seglares como Religiosos", en igualdad fraterna.

Se calcula que la Orden de la Merced, hasta vísperas de la Revolución Francesa, redimió unos 70.000 cautivos. Los bienes que poseía eran, en realidad, bienes para la redención. En virtud de su "cuarto voto", cada mercedario profesaba "quedar en rehenes, si fuere preciso, en lugar de un cautivo, sobre todo si su fe peligraba". Hoy sigue vigente este cuarto voto.


Actualmente, en las llamadas "nuevas formas de cautividad", sigue ocupándose, sigue ocupándose, preferencialmente, de los Refugiados, exiliados, inmigrantes, prisioneros, "Meninos de rua" (Brasil), y de aquellos que están faltos de libertad, o cuyos derechos fundamentales son conculcados.

Ya desde el segundo viaje colombino, iba, al menos, un mercedario -según Mártir de Anglería- como Capellán del Almirante. Desde 1514 existe un convento en santo Domingo. Después se crean ya Cuatro Provincias que, a su vez, se organizan en Doctrinas. Dos características propias:
1) La Merced colaboró, con la plata que llegaba de América, a la redención de cautivos.
2) Logró que arraigase profundamente la devoción a María de la Merced.

En cuanto a su vida cultural, baste decir que, históricamente, la Merced tuvo catedráticos en las más célebres Universidades de España, Francia y América. Entre los personajes más destacados figura el famoso dramaturgo Tirso de Molina (Fray Gabriel Téllez).

miércoles, 23 de septiembre de 2015

Homilía de San Juan Pablo II en la Canonización del Padre Pío (16 de junio de 2002)


1. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mateo 11, 30).

Las palabras de Jesús a los discípulos, que acabamos de escuchar, nos ayudan a comprender el mensaje más importante de esta celebración. Podemos, de hecho, considerarlas en un cierto sentido como una magnífica síntesis de toda la existencia del padre Pío de Pietrelcina, hoy proclamado santo.

La imagen evangélica del «yugo» evoca las muchas pruebas que el humilde capuchino de San Giovanni Rotondo tuvo que afrontar. Hoy contemplamos en él cuán dulce es el «yugo» de Cristo y cuán ligera es su carga, cuando se lleva con amor fiel. La vida y la misión del padre Pío testimonian que las dificultades y los dolores, si se aceptan por amor, se transforman en un camino privilegiado de santidad, que se adentra en perspectivas de un bien más grande, solamente conocido por el Señor.


2. «En cuanto a mí... ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gálatas 6, 14).

¿No es quizá precisamente la «gloria de la Cruz» la que más resplandece en el padre Pío? ¡Qué actual es la espiritualidad de la Cruz vivida por el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para abrir el corazón a la esperanza. En toda su existencia, buscó siempre una mayor conformidad con el Crucificado, teniendo una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de manera peculiar con la obra de la redención. Sin esta referencia constante a la Cruz, no se puede comprender su santidad.

En el plan de Dios, la Cruz constituye el auténtico instrumento de salvación para toda la humanidad y el camino explícitamente propuesto por el Señor a cuantos quieren seguirle (Cf. Marcos 16, 24). Lo comprendió bien el santo fraile de Gargano, quien, en la fiesta de la Asunción de 1914, escribía: «Para alcanzar nuestro último fin hay que seguir al divino Jefe, quien quiere llevar al alma elegida por un solo camino, el camino que él siguió, el de la abnegación y la Cruz» («Epistolario» II, p. 155).


3. «Yo soy el Señor que actúa con misericordia» (Jeremías 9, 23).

El padre Pío ha sido generoso dispensador de la misericordia divina, ofreciendo su disponibilidad a todos, a través de la acogida, la dirección espiritual, y especialmente a través de la administración del sacramento de la Penitencia. El ministerio del confesionario, que constituye uno de los rasgos característicos de su apostolado, atraía innumerables muchedumbres de fieles al Convento de San Giovanni Rotondo. Incluso cuando el singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, éstos, una vez tomada conciencia de la gravedad del pecado, y sinceramente arrepentidos, casi siempre regresaban para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental.

Que su ejemplo anime a los sacerdotes a cumplir con alegría y asiduidad este ministerio, tan importante hoy, como he querido confirmar en la Carta a los Sacerdotes con motivo del pasado Jueves Santo.


4. «Tú eres, Señor, mi único bien».

Es lo que hemos cantado en el Salmo Responsorial. Con estas palabras, el nuevo santo nos invita a poner a Dios por encima de todo, a considerarlo como nuestro sumo y único bien.

En efecto, la razón última de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz profunda de tanta fecundidad espiritual, se encuentra en esa íntima y constante unión con Dios que testimoniaban elocuentemente las largas horas transcurridas en oración. Le gustaba repetir: «Soy un pobre fraile que reza», convencido de que «la oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el Corazón de Dios». Esta característica fundamental de su espiritualidad continua en los «Grupos de Oración» que él fundo, y que ofrecen a la Iglesia y a la sociedad la formidable contribución de una oración incesante y confiada. El padre Pío unía a la oración una intensa actividad caritativa de la que es expresión extraordinaria la «Casa de Alivio del Sufrimiento». Oración y caridad, esta es una síntesis sumamente concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy vuelve a proponerse a todos.

5. «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque... estas cosas... las has revelado a los pequeños» (Mateo 11, 25).

Qué apropiadas parecen estas palabras de Jesús, cuando se te aplican a ti, humilde y amado, padre Pío.

Enséñanos también a nosotros, te pedimos, la humildad del corazón para formar parte de los pequeños del Evangelio, a quienes el Padre les ha prometido revelar los misterios de su Reino.

Ayúdanos a rezar sin cansarnos nunca, seguros de que Dios conoce lo que necesitamos, antes de que se lo pidamos.

Danos una mirada de fe capaz de capaz de reconocer con prontitud en los pobres y en los que sufren el rostro mismo de Jesús.

Apóyanos en la hora del combate y de la prueba y, si caemos, haz que experimentemos la alegría del sacramento del perdón.

Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y nuestra.

Acompáñanos en la peregrinación terrena hacia la patria bienaventurada, donde esperamos llegar también nosotros para contemplar para siempre la Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

martes, 22 de septiembre de 2015

Monasterio Alaverdi, en Georgia

Alaverdi es un monasterio en Kakheti, situado a 20 km de Telavi en el este de Georgia. Construido en el siglo XI, durante el período de la unificación y la creación de un estado feudal fuerte, fue el templo más importante de la región de Kakheti.

El monje José, uno de 13 padres sirios construyó una iglesia dedicada a San Gregorio. A principios del siglo XI el rey Kwirike III construyó un monasterio junto a esta pequeña iglesia. El conjunto arquitectónico está compuesto por varios edificios, palacio episcopal, refectorio y campanario. El complejo está rodeado por muros, con la catedral en el centro. El gran edificio sobrevivió hasta nuestros días, pero en una forma modificada.

lunes, 21 de septiembre de 2015

Comentario de Beda el Venerable sobre la conversión de san Mateo


Jesús vio a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano y, porque lo amó, lo eligió, y lé dijo: Sígueme, que quiere decir: «Imítame». Le dijo: Sígueme, más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que permanece en Cristo debe vivir corno vivió él.

El —continúa el texto sagrado— se levantó y lo siguió. No hay que extrañarse del hecho de que aquel recaudador de impuestos, a la primera indicación imperativa del Señor, abandonase su preocupación por las ganancias terrenas y, dejando de lado todas sus riquezas, se adhiriese al grupo que acompañaba a aquel que él veía carecer en absoluto de bienes. Es que el Señor, que lo llamaba por fuera con su voz, lo iluminaba de un modo interior e invisible para que lo siguiera, infundiendo en su mente la luz de la gracia espiritual, para que comprendiese que aquel que aquí en la tierra lo invitaba a dejar sus negocios temporales era capaz de darle en el cielo un tesoro incorruptible.

Y estando en la mesa en casa de Mateo, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaron con Jesús y sus discípulos. La conversión de un solo publicano fue una muestra de penitencia y de perdón para muchos otros publicanos y pecadores. Ello fue un hermoso y verdadero presagio, ya que Mateo, que estaba destinado a ser apóstol y maestro de los gentiles, en su primer trato con el Señor arrastró en pos de sí por el camino de la salvación a un considerable grupo de pecadores. De este modo, ya en los inicios de su fe, comienza su ministerio de evangelizador que luego, llegado a la madurez en la virtud, había de desempeñar. Pero, si deseamos penetrar más profundamente el significado de estos hechos, debemos observar que Mateo no sólo ofreció al Señor un banquete corporal en su casa terrena, sino que le preparó, por su fe y por su amor, otro banquete mucho más grato en la casa de su interior, según aquellas palabras del Apocalipsis: Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos.

Nosotros escuchamos su voz, le abrimos la puerta y lo recibimos en nuestra casa, cuando de buen grado prestamos nuestro asentimiento a sus advertencias, ya vengan desde fuera, ya desde dentro, y ponemos por obra lo que conocemos que es voluntad suya. El entra para comer con nosotros, y nosotros con él, porque, por el don de su amor, habita en el corazón de los elegidos, para saciarlos con la luz de su continua presencia, haciendo que sus deseos tiendan cada vez más hacia las cosas celestiales Y deleitándose él mismo en estos deseos como en un manjar sabrosísimo.

San Beda el Venerable
Homilía 21 (CCL 122, 149-151)

domingo, 20 de septiembre de 2015

San Máximo de Turín. Por la humildad se llega al reino; por la sencillez se entra en el cielo

Esteban Jordán - Llanto sobre Cristo muerto

Si habéis escuchado con atención la lectura evangélica habréis podido comprender el respeto que se debe a los ministros y sacerdotes de Dios y la humildad con que los mismos clérigos deben prevenirse unos a otros. En efecto, preguntado el Señor por sus discípulos quién de ellos sería el más grande en el reino de los cielos, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos. De donde deducimos que por la humildad se llega al reino, por la sencillez se entra en el cielo.

Por tanto, quien desee escalar la cima de la divinidad esfuércese por conseguir los abismos de la humildad; quien desee preceder a su hermano en el reino debe antes anticipársele en el amor, como dice el Apóstol: Estimando a los demás más que a uno mismo. Supérele en obsequiosidad, para poder vencerle en santidad. Pues si el hermano no te ha ofendido es acreedor al don de tu amor; y si te hubiere tal vez ofendido, es mayormente acreedor al regalo de tu superación. Esta es efectivamente la quintaesencia del cristianismo: devolver amor por amor y responder con la paciencia a quien nos ofende.

Así pues, quien más paciente fuere en soportar las injurias, más potente será en el reino. Porque al imperio de los cielos no se llega mediante una brillante ejecutoria avalada por la fastuosidad de las riquezas, sino mediante la humildad, la pobreza, la mansedumbre. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! En consecuencia, quien estuviere hinchado de honores y cargado de oro, cual jumento sobrecargado, no conseguirá pasar por el angosto camino del reino. Y en el preciso momento en que crea haber llegado, la puerta estrecha, al no dar cabida a su carga, le impedirá entrar y le obligará a retroceder. La puerta del cielo le resulta al rico tan angosta como estrecha le es al camello el ojo de una aguja. Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos.

San Máximo de Turín
Sermón 48 (1-2: CCL 23, 187-188)

sábado, 19 de septiembre de 2015

San Alonso de Orozco

Celebramos hoy la memoria de san Alonso de Orozco. Nació en Oropesa, donde su padre era gobernador del castillo local. Cursó los primeros estudios en la vecina Talavera de la Reina. A la edad de 14 años fue enviado por sus padres a la Universidad de Salamanca, donde ya estudiaba uno de sus hermanos.  Los sermones de la cuaresma de 1520 predicados en la catedral por el profesor agustino Tomás de Villanueva sobre el salmo In exitu Israel de Egypto maduraron su vocación a la vida consagrada y, poco más tarde, atraído por el ambiente de santidad del convento de San Agustín, entró en él, emitiendo en 1523 la profesión religiosa en manos de Santo Tomás de Villanueva. 

Una vez ordenado sacerdote en 1527, los superiores vieron en Alonso tan profunda espiritualidad y tal capacidad para anunciar la Palabra de Dios que muy pronto lo destinaron al ministerio de la predicación. Ya desde los 30 años ocupó también diversos cargos, pero a pesar de su austeridad de vida, en el modo de gobernar se mostró lleno de comprensión. Impulsado por el deseo del martirio, en 1549 se embarcó para México como misionero, pero durante la travesía hacia las Islas Canarias padeció un grave ataque de artritis y los médicos, temiendo por su vida, le impidieron la prosecución del viaje. 

En 1554, siendo prior del convento de Valladolid, ciudad desde decenios atrás residencia de la Corte, fue nombrado predicador real por el emperador Carlos V y, al trasladarse la Corte a Madrid en 1561, también él tuvo que pasar a la nueva capital del Reino, fijando su residencia en el convento de San Felipe el Real. 

No obstante a ejercer un cargo que estaba exento de la jurisdicción directa de sus superiores religiosos y dotado de renta, renunciando a privilegios, quiso vivir como un fraile más, en pobreza y bajo la inmediata obediencia de sus superiores. Solamente hacía una comida, dormía a lo sumo tres horas, porque decía que le bastaban para emprender el nuevo día, y en una tabla por cama, con sarmientos por colchón. En su celda no había más que una silla, un candil, una escoba y unos libros. La eligió cerca de la puerta para atender mejor a los pobres que hasta allí se acercaban a suplicarle ayuda. Sin que la cotidiana asistencia al coro le resultara de obstáculo, además de cumplir con sus obligaciones como predicador regio, visitaba los enfermos en los hospitales, a los encarcelados en las prisiones y a los pobres en las calles y en sus casas. El resto del tiempo lo pasaba en oración, en la composición de sus libros, y preparando sus sermones. Predicaba con gran sinceridad de palabras, pero con mucha hondura espiritual, fervor y afecto, a veces, con lágrimas en los ojos, expresando la ternura de Dios hasta en el tono de la voz, igual en el palacio ante el Rey y la Corte que en las iglesias a las que era llamado. 

Gozó de gran popularidad entre los más diversos ambientes sociales. Personajes de la sociedad y de la cultura testificaron en su proceso de canonización, tales como la infanta Isabel Clara Eugenia, los duques de Alba y de Lerma, los literatos Lope de Vega, Francisco de Quevedo y Gil González Dávila. El trato con las clases elevadas no le desvió de su sencillo estilo de vida. Su fama se extendió por toda Madrid. El pueblo que le llamab a, muy a pesar suyo, el santo de San Felipe, lo amó apreciando en él su exquisita sensibilidad en el acercarse a todos sin distinción. 

Compuso numerosas obras tanto en latín como en castellano. La simplicidad de los títulos indican la intención pastoral del autor: Regla de vida cristiana (1542), Vergel de oración y monte de contemplación (1544), Memorial de amor santo (1545), Desposorio espiritual (1551), Bonum certamen (1562), Arte de amar a Dios y al prójimo (1567), Libro de la suavidad de Dios (1576), Tratado de la corona de Nuestra Señora (1588), Guarda de la lengua (1590). Como su acción, los escritos nacieron de su espíritu contemplativo y de la lectura de la Sagrada Escritura. Devoto de María, estaba convencido de escribir por mandato suyo. 

En agosto de 1591 cayó enfermo con fiebre, sin faltar por eso ningún día a la celebración de la Misa, puesto que nunca, ni siquiera en el transcurso de sus diversas enfermedades, había dejado de celebrar el santo sacrificio, ya que repetía con cierto gracejo que Dios no hace mal a nadie. Durante su enfermedad, fue visitado por el rey Felipe II, el príncipe heredero Felipe con la infanta Isabel, y el cardenal arzobispo de Toledo, Gaspar de Quiroga, quien le dio de comer de su mano y le pidió la bendición. 

La noticia de la muerte, acaecida el 19 de septiembre de 1591 en el Colegio de la Encarnación que había fundado dos años antes conmocionó la ciudad. Por la capilla ardiente pasó el pueblo de Madrid, que, como refiere Quevedo, se agolpó ante la iglesia del Colegio hasta derribar las puertas, pues todos deseaban hacerse con reliquias, astillas de la cama, fragmentos de sus ropas, zapatos y cilicios.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Restauración de la vida monástica en Oseira


Cerca de un siglo llevó abandonado el monasterio, habiendo llegado los edificios al borde de una ruina inminente. Sin duda hubieran desaparecido para siempre, si Dios no dispone los acontecimiento de manera que encontrara un corazón generoso que se interesara por salvarle. Merece grabarse con letras de oro en la historia de la abadía el nombre de don Florencio Cerviño González, obispo de Orense (1922-1941), quien a poco de tomar posesión de la diócesis y visitar el monasterio, partido de angustia el corazón ante aquel atentado contra el arte y la fe de nuestros mayores, concibió la idea de devolverle a la vida, no parando hasta lograr instalar en él un grupo de monjes cistercienses el 15 de octubre de 1929. 


A pesar de que los primeros años fueron muy duros para la pequeña comunidad, por carecer de medios de vida, y verse rodeados de ruinas por todas partes, se mantuvieron fieles al carisma fundacional, soportando tantas contrariedades como les salieron al paso. Poco pudieron hacer por la restauración del edificio, por la falta de medios. No obstante, hasta 1966 no se comenzaron en serio las obras de restauración, seguidas día a día, bajo la dirección de los propios monjes, que las han llevado a cabo con la perfección que todos pueden ver. Tan llamativa ha sido la labor realizada, que la propia Diputación de Orense, que es la que más ha ayudado a la obra restauradora, otorgó en 1990 la Medalla de Oro a los monjes, al par que ella misma se ocupó de presentar al consejo internacional la obra llevada a cabo con el fin de optar al Premio Europa Nostra, que suele conceder ese organismo a los edificios bien restaurados o recuperados. Fue otorgado, en efecto, en el mismo año 1990, habiéndose desplazado desde Madrid para otorgarlo la reina doña Sofía de Grecia.


Al par que la obra restauradora, se ha enriquecido el monasterio con una notable biblioteca y un pequeño archivo, que están prestando señalados servicios a la cultura, volviendo a recuperar el monasterio el distintivo característico de los monjes antiguos, que fueron los mejores transmisores de la cultura.

Fray Damián Yañez Neira
http://www.mosteirodeoseira.org/monasterio/resena.html

jueves, 17 de septiembre de 2015

Benedicto XVI. Santa Hildegarda


Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: expresándose con las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba las Sagradas Escrituras a la luz de Dios, aplicándolas a las distintas circunstancias de la vida. Así, todos los que la escuchaban se sentían exhortados a practicar un estilo de vida cristiana coherente y comprometido. En una carta a san Bernardo, la mística renana confiesa: «La visión impregna todo mi ser: no veo con los ojos del cuerpo, sino que se me aparece en el espíritu de los misterios… Conozco el significado profundo de lo que está expuesto en el Salterio, en los Evangelios y en otros libros, que se me muestran en la visión. Esta arde como una llama en mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto».

Las visiones místicas de Hildegarda son ricas en contenidos teológicos. Hacen referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación, y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su obra más famosa, titulada Scivias, es decir, «Conoce los caminos», resume en treinta y cinco visiones los acontecimientos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo hasta el fin de los tiempos. Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, precisamente en la sección central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la cruz se llevan a cabo las nupcias del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, colmada de gracias y capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo.

Ya por estas breves alusiones vemos cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su peculiar inteligencia y sensibilidad. Por eso, aliento a todas aquellas que desempeñan este servicio a llevarlo a cabo con un profundo espíritu eclesial, alimentando su reflexión con la oración y mirando a la gran riqueza, todavía en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo a la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.

La mística renana también es autora de otros escritos, dos de los cuales particularmente importantes porque refieren, como el Scivias, sus visiones místicas: son el Liber vitae meritorum (Libro de los méritos de la vida) y el Liber divinorum operum (Libro de las obras divinas), también denominado De operatione Dei. En el primero se describe una única y poderosa visión de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz. Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios, y nos recuerda que toda la creación, cuyo vértice es el hombre, recibe vida de la Trinidad. El escrito se centra en la relación entre virtudes y vicios, por lo que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de los vicios, que lo alejan en el camino hacia Dios, y las virtudes, que lo favorecen. La invitación es a alejarse del mal para glorificar a Dios y para entrar, después de una existencia virtuosa, en una vida «toda llena de alegría». En la segunda obra, que muchos consideran su obra maestra, describe también la creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, manifestando un fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta cinco visiones inspiradas en el prólogo del Evangelio de san Juan, refiere las palabras que el Hijo dirige al Padre: «Toda la obra que tú has querido y que me has confiado, yo la he llevado a buen fin; yo estoy en ti, y tú en mí, y somos uno».

En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta la versatilidad de intereses y la vivacidad cultural de los monasterios femeninos de la Edad Media, contrariamente a los prejuicios que todavía pesan sobre aquella época. Hildegarda se ocupó de medicina y de ciencias naturales, así como de música, al estar dotada de talento artístico. Compuso también himnos, antífonas y cantos, recogidos bajo el título Symphonia Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la armonía de las revelaciones celestiales), que se ejecutaban con gran alegría en sus monasterios, difundiendo un clima de serenidad, y que han llegado hasta nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo, que en sí mismo es alegría y júbilo.

La popularidad que rodeaba a Hildegarda impulsaba a muchas personas a interpelarla. Por este motivo, disponemos de numerosas cartas suyas. A ella se dirigían comunidades monásticas masculinas y femeninas, obispos y abades. Muchas respuestas siguen siendo válidas también para nosotros. Por ejemplo, a una comunidad religiosa femenina Hildegarda escribía así: «La vida espiritual debe cuidarse con gran esmero. Al inicio implica duro esfuerzo, pues exige la renuncia a los caprichos, al placer de la carne y a otras cosas semejantes. Pero si se deja fascinar por la santidad, un alma santa encontrará dulce y amoroso incluso el desprecio del mundo. Sólo es preciso prestar inteligentemente atención a que el alma no se marchite». Y cuando el emperador Federico Barbarroja causó un cisma eclesial oponiendo nada menos que tres antipapas al Papa legítimo Alejandro III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle que también él, el emperador, estaba sujeto al juicio de Dios. Con la audacia que caracteriza a todo profeta, ella escribió al emperador estas palabras de parte de Dios: «¡Ay de esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha, oh rey, si quieres vivir! De lo contrario, mi espada te traspasará» .

Con su autoridad espiritual, en los últimos años de su vida Hildegarda viajó, pese a su avanzada edad y a las condiciones difíciles de los desplazamientos, para hablar de Dios a la gente. Todos la escuchaban de buen grado, incluso cuando usaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a una vida conforme a su vocación. En particular, Hildegarda contrastó el movimiento de los cátaros alemanes. Estos —cátaros literalmente significa «puros»— propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los abusos del clero. Ella les reprochó duramente que quisieran subvertir la naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación de la comunidad eclesial no se obtiene con el cambio de las estructuras, sino con un sincero espíritu de penitencia y un camino activo de conversión. Este es un mensaje que no deberíamos olvidar nunca. Invoquemos siempre al Espíritu Santo, a fin de que suscite en la Iglesia mujeres santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que, valorizando los dones recibidos de Dios, den su valiosa y peculiar contribución al crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro tiempo.

Benedicto XVI
Audiencia General - 8 de septiembre de 2010

martes, 15 de septiembre de 2015

San Bernardo de Claraval. La Madre estaba junto a la cruz

Fresco en Santa Maria Antiqua, mediados del siglo VIII.

El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. Este —dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús— está puesto como una bandera discutida; y a ti —añade, dirigiéndose a María— una espada te traspasará el alma.

En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús —que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo— hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal.

¿Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas?

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores.

Pero quizá alguien dirá: «¿Es que María no sabía que su Hijo había de morir?» Sí, y con toda certeza. ¿«Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?» Sí, y con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante.

San Bernardo de Claraval
Sermón en el domingo infraoctava de la Asunción

lunes, 14 de septiembre de 2015

San Agustín. Para sanar del pecado, miremos a Cristo crucificado


Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre, que está en el cielo. Así pues, Cristo estaba en la tierra y estaba a la vez en el cielo: aquí estaba con la carne, allí estaba con la divinidad, mejor dicho, con la divinidad estaba en todas partes. Nacido de madre, no se apartó del Padre. Sabido es que en Cristo se dan dos nacimientos: uno divino, humano el otro; uno por el que nos creó y otro por el que nos recreó. Ambos nacimientos son admirables: aquél sin madre, éste sin padre. Y puesto que había recibido un cuerpo de Adán —ya que María había recibido un cuerpo de Adán, pues María desciende de Adán— y este cuerpo él habría de resucitarlo, se refirió a la realidad terrena cuando dijo: Destruid este templo y en tres días lo levantaré. Pero se refirió a la realidad ' celeste, al decir: El que no nazca de agua y de Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. ¡Animo, hermanos! Dios ha querido ser Hijo del hombre y ha querido que los hombres sean hijos de Dios. El bajó por nosotros; subamos nosotros por él.

Efectivamente, bajó y murió, y su muerte nos libró de la muerte. La muerte lo mató y él mató a la muerte. Y ya lo sabéis, hermanos: por envidia del diablo entró esta muerte en el mundo. Dios no hizo la muerte: es la Escritura la que habla; ni se recrea —insiste— en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera. Pero, ¿qué es lo que dice poco después? Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo. El hombre no se hubiera acercado, coaccionado, a la muerte con que el diablo le brindaba: el diablo no tiene efectivamente poder coactivo, pero sí astucia persuasiva. Sí no hubieses consentido, nada te hubiera hecho el diablo: tu consentimiento, oh hombre, te condujo a la muerte. De un mortal nacimos mortales: de inmortales nos hicimos mortales. Todos los hombres nacidos de Adán son mortales: y Jesús, Hijo de Dios, Verbo de Dios, por quien todo fue hecho, Unigénito igual al Padre, se hizo mortal: pues la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros.

Asumió, pues, la muerte y la suspendió en la cruz, librando así a los mortales de esa misma muerte. Lo que en figura sucedió a los antiguos, lo recuerda el Señor: Lo mismo que Moisés —dice— elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Gran misterio éste, ya conocido por quienes han leído la Escritura. Oiganlo también los que no la han leído y los que, habiéndola leído o escuchado, la han olvidado. Estaba siendo diezmado el pueblo de Israel en el desierto a causa de las mordeduras de las serpientes, y la muerte hacía verdaderos estragos: era castigo de Dios, que corrige y flagela para instruir. Con aquel misterioso signo se prefiguraba lo que iba a suceder en el futuro. Lo afirma el mismo Señor en este pasaje, a fin de que nadie pueda interpretarlo de modo diverso al que nos indica la misma Verdad, refiriéndolo a sí mismo en persona. En efecto, el Señor ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce, la colocara en un estandarte en medio del desierto, y advirtiera al pueblo de Israel que si alguno era mordido por una serpiente, mirara a la serpiente alzada en el madero.

¿Qué representa la serpiente levantada en alto? La muerte del Señor en la cruz. Por la efigie de una serpiente era representada la muerte, precisamente porque de la serpiente provenía la muerte. La mordedura de la serpiente es mortal; la muerte del Señor es vital. ¿No es Cristo la vida? Y, sin embargo, Cristo murió. Pero en la muerte de Cristo encontró la muerte su muerte. Si, muriendo, la Vida mató la muerte, la plenitud de la vida se tragó la muerte; la muerte fue absorbida en el cuerpo de Cristo. Lo mismo diremos nosotros en la resurrección, cuando cantemos ya triunfalmente: ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?

Mientras tanto, hermanos, miremos a Cristo crucificado para sanar de nuestro pecado.

San Agustín de Hipona
Tratado 12 sobre el evangelio de san Juan