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martes, 16 de abril de 2019

La glorificación del Hijo


Con razón se pregunta cómo el Hijo glorificará al Padre, siendo así que la gloria sempiterna del Padre ni puede disminuirse en la forma humana, ni aumentarse en su perfección divina; pero entre los hombres era menor cuando tan sólo en Judea era Dios conocido; y como el Evangelio de Cristo, por el hecho de ser predicado en todas las naciones, había de dar a conocer al Padre, de aquí que el Padre fuera glorificado por el Hijo. Dice, pues: Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Como si dijera: Resucítame, para que por mí te hagas patente a todo el mundo. Declara a continuación más y más, cómo el Hijo glorifica al Padre, diciendo: Así como le diste poder sobre toda carne, a fin de que todo lo que le concediste a El, les dé a ellos vida eterna. Llamó toda carne a todos los hombres, demostrando el todo por la parte. Pero este poder dado por el Padre a Cristo sobre toda carne, debe entenderse en cuanto hombre.

San Agustín de Hipona


Comentarios sobre san Juan 105

martes, 22 de enero de 2019

San Agustín: Vicente venció en aquel por quien había sido vencido el mundo

Urbano Fos - San Vicente mártir
A vosotros se os ha concedido la gracia —dice el Apóstol— de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él.

Una y otra gracia había recibido el diácono Vicente; las había recibido y, por esto, las tenía. Si no las hubiese recibido, ¿cómo hubiera podido tenerlas? En sus palabras tenía la fe, en sus sufrimientos la paciencia.

Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios y, si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo.

Recordad qué advertencias da a los suyos Cristo, el Señor, en el Evangelio; recordad que el Rey de los mártires es quien equipa a sus huestes con las armas espirituales, quien les enseña el modo de luchar, quien les suministra su ayuda, quien les promete el remedio, quien, habiendo dicho a sus discípulos: En el mundo tendréis luchas, añade inmediatamente, para consolarlos y ayudarlos a vencer el temor: Pero tened valor: yo he vencido al mundo.

¿Por qué admirarnos, pues, amadísimos hermanos, de que Vicente venciera en aquel por quien había sido vencido el mundo? En el mundo —dice— tendréis luchas; se lo dice para que estas luchas no los abrumen, para que en el combate no sean vencidos. De dos maneras ataca el mundo a los soldados de Cristo: los halaga para seducirlos, los atemoriza para doblegarlos. No dejemos que nos domine el propio placer, no dejemos que nos atemorice la ajena crueldad, y habremos vencido al mundo.

En uno y otro ataque sale al encuentro Cristo, para que el cristiano no sea vencido. La constancia en el sufrimiento que contemplamos en el martirio que hoy conmemoramos es humanamente incomprensible, pero la vemos como algo natural si en este martirio reconocemos el poder divino.

Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que sufría el tormento.

Es que, en realidad, hermanos, así era: era otro el que hablaba. Así lo había prometido Cristo a sus testigos, en el Evangelio, al prepararlos para semejante lucha. Había dicho, en efecto: No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.

Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu quien hablaba, y, por estas palabras del Espíritu, no sólo era redargüida la impiedad, sino también confortada la debilidad.

San Agustín de Hipona
Sermón 276 (1-2: PL 38, 1256)

jueves, 17 de enero de 2019

San Antonio Abad y la conversión de san Agustín


Yo fui y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse, mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo, hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas.

Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser desde luego y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?

Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase.

Giovanni di Nicola da Pisa - San Antonio Abad

Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y después ven y síguemeél las había entendido como si hablaran con él determinadamente y, obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo.

No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.

jueves, 2 de noviembre de 2017

San Agustín. La resurrección de los muertos


No guardes silencio, Señor, sobre la resurrección de la carne, no sea que los hombres no crean en ella, y nosotros de predicadores nos convirtamos en razonadores.

Porque igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Entiendan los que oyen, crean para que entiendan, obedezcan para que vivan. Escuchen todavía otro texto, para que no piensen que aquí se acaba la resurrección. Y le ha dado potestad para juzgar. ¿Quién? El Padre. ¿A quién se lo dio? Al Hijo. Pues al que le dio poder disponer de la vida, le dio asimismo potestad para juzgar. Porque es el Hijo del hombre. Cristo, en efecto, es Hijo de Dios e Hijo del hombre. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Mira cómo le dio poder disponer de la vida. Pero como la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, hecho hombre de María Virgen, es Hijo del hombre. ¿Y qué es lo que recibió por ser Hijo del hombre? Potestad para juzgar. ¿En qué juicio? En el juicio final; entonces tendrá lugar la resurrección de los muertos, pero sólo de los cuerpos, pues las almas las resucita Dios por medio de Cristo, Hijo de Dios. Los cuerpos los resucita Dios, por el mismo Cristo, Hijo del hombre. Le ha dado potestad. No tendría esta potestad de no haberla recibido, y sería un hombre sin potestad. Pero el Hijo del hombre es al mismo tiempo Hijo de Dios.

A propósito de la resurrección de los cuerpos, escuchad ahora no a mí, sino al Señor, que nos va a hablar con ocasión de los que resucitaron surgiendo de la muerte, adhiriéndose a la vida. ¿A qué vida? A la vida que no conoce la muerte. ¿Por qué no conoce la muerte? Porque dispone de la vida. Y le ha dado potestad para juzgar, porque es el Hijo del hombre. ¿Con qué tipo de juicio? No os sorprenda esto, porque ha dicho: le ha dado potestad para juzgar. Porque viene la hora. No añadió: y ya está aquí, pues quiere insinuar una hora cualquiera al final de los tiempos. Ahora es el momento de resucitar los muertos, la hora del fin del mundo es el momento de resucitar los muertos: pero que ahora resuciten en el espíritu, entonces en la carne; resuciten ahora en el espíritu por medio del Verbo de Dios, Hijo de Dios; resuciten entonces en la carne por medio del Verbo de Dios hecho carne, Hijo del hombre.

El Padre no vendrá para juzgar a vivos y muertos, y sin embargo el Padre no se separa del Hijo. ¿En qué sentido no vendrá, pues? Pues en el sentido de que no se le verá en el juicio. Mirarán al que traspasaron. El juez se presentará en la misma forma en que fue presentado al juez; juzgará en la misma forma en que fue juzgado; fue juzgado inicuamente, juzgará justamente. Vendrá en la condición de siervo y como tal aparecerá. ¿Cómo podría aparecerse en su condición de Dios a justos e inicuos? Si el juicio se celebrara únicamente para los justos, como a justos Dios se les aparecería en condición tal; pero como el juicio es para justos e inicuos, no parece conveniente que los inicuos vean a Dios, pues Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El juez aparecerá en forma tal que pueda ser visto tanto por aquellos a quienes va a coronar como por aquellos a quienes va a condenar. Aparecerá la forma de siervo, permanecerá oculta la forma de Dios.

El Hijo de Dios estará oculto en el siervo, y aparecerá el Hijo del hombre, pues le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. Y como quiera que él aparecerá sólo en la condición de siervo y el Padre no aparecerá, pues no se revistió de la forma de siervo, por eso decía hace un momento: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos.

San Agustín de Hipona
Tratado 19 sobre el evangelio de san Juan (15-16: CCL 36, 198-200)

martes, 26 de septiembre de 2017

San Agustín de Hipona en la memoria de los santos mártires Cosme y Damián


Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda nfecundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

San Agustín de Hipona
Sermón 329, en el natalicio de los mártires (1-2: PL 38, 1454-1455)

domingo, 17 de septiembre de 2017

San Agustín. Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores

Antonello da Mesina - Crucifixión

El Señor nos propuso esta parábola para nuestra instrucción y, al advertirnos, demostró no querer nuestra perdición. Lo mismo —dice-- hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

Ya veis, hermanos, la cosa está clara y la advertencia es útil: le debemos prestar una obediencia saludable, de suerte que se cumpla lo mandado. Porque todo hombre está en deuda con Dios y es al mismo tiempo acreedor de su hermano. ¿Quién puede no considerarse deudor de Dios sino aquel en quien no puede hallarse pecado? Y ¿quién es el que no tiene a su hermano por acreedor sino aquel a quien nadie ha ofendido? ¿Crees que pueda darse en todo el género humano alguien que no esté personal-mente implicado en algún pecado contra su hermano? Por tanto, todo hombre es un deudor, que a su vez tiene acreedores. Por eso, Dios que es justo te ha dado para con tu deudor una regla, que él mismo observará contigo.

Dos son, en efecto, las obras de misericordia que nos liberan, y que el mismo Señor ha brevemente expuesto en el evangelio: Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará. La primera —perdonad y seréis perdonados— se refiere al perdón; la segunda —dad y se os dará—, en cambio, se refiere a la prestación de un servicio. Dos ejemplos. Referente al perdón: tú quieres ser perdonado cuando pecas y tienes a tu vez otro al que tú puedes perdonar. Referente a la prestación de un servicio: te pide un mendigo, y tú eres el mendigo de Dios. En efecto, cuando oramos, todos somos mendigos de Dios: estamos a la puerta de un gran propietario, más aún, nos postramos ante él, suplicamos entre sollozos deseando recibir algo, y ese algo es Dios.

¿Qué te pide el mendigo? Pan. Y tú, ¿qué es lo que pides a Dios, sino a Cristo, el cual dijo: Yo soy el pan vivo que ha baja-do del cielo? ¿Deseáis ser perdonados? Perdonad: Per-donad y seréis perdonados. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará.

Si consideramos nuestros pecados y contabilizamos los cometidos por obra, de oídas, de pensamiento y mediante innumerables movimientos desordenados, me parece que nos acostaremos sin una blanca. Por eso, a diario pedimos, a diario llamamos importunando en la oración a Dios para que nos oiga, a diario nos postramos y decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Qué deudas? ¿Todas o sólo algunas? Responderás: Todas. Pues haz tú lo mismo con tu acreedor. Tú mismo te fijas esta norma, tú mismo pones esta condición. A este pacto y a este compromiso te remites cuando oras y dices: Perdónanos, como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

San Agustín de Hipona
Sermón 83 (2-4: PL 38, 515-516)

martes, 11 de abril de 2017

La glorificación del Hijo


Con razón se pregunta cómo el Hijo glorificará al Padre, siendo así que la gloria sempiterna del Padre ni puede disminuirse en la forma humana, ni aumentarse en su perfección divina; pero entre los hombres era menor cuando tan sólo en Judea era Dios conocido; y como el Evangelio de Cristo, por el hecho de ser predicado en todas las naciones, había de dar a conocer al Padre, de aquí que el Padre fuera glorificado por el Hijo. Dice, pues: Glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti. Como si dijera: Resucítame, para que por mí te hagas patente a todo el mundo. Declara a continuación más y más, cómo el Hijo glorifica al Padre, diciendo: Así como le diste poder sobre toda carne, a fin de que todo lo que le concediste a El, les dé a ellos vida eterna. Llamó toda carne a todos los hombres, demostrando el todo por la parte. Pero este poder dado por el Padre a Cristo sobre toda carne, debe entenderse en cuanto hombre.

San Agustín de Hipona
Comentarios sobre san Juan 105

domingo, 22 de enero de 2017

San Agustín: Vicente venció en aquel por quien había sido vencido el mundo


A vosotros se os ha concedido la gracia —dice el Apóstol— de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él.

Una y otra gracia había recibido el diácono Vicente; las había recibido y, por esto, las tenía. Si no las hubiese recibido, ¿cómo hubiera podido tenerlas? En sus palabras tenía la fe, en sus sufrimientos la paciencia.

Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios y, si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo.

Recordad qué advertencias da a los suyos Cristo, el Señor, en el Evangelio; recordad que el Rey de los mártires es quien equipa a sus huestes con las armas espirituales, quien les enseña el modo de luchar, quien les suministra su ayuda, quien les promete el remedio, quien, habiendo dicho a sus discípulos: En el mundo tendréis luchas, añade inmediatamente, para consolarlos y ayudarlos a vencer el temor: Pero tened valor: yo he vencido al mundo.

¿Por qué admirarnos, pues, amadísimos hermanos, de que Vicente venciera en aquel por quien había sido vencido el mundo? En el mundo —dice— tendréis luchas; se lo dice para que estas luchas no los abrumen, para que en el combate no sean vencidos. De dos maneras ataca el mundo a los soldados de Cristo: los halaga para seducirlos, los atemoriza para doblegarlos. No dejemos que nos domine el propio placer, no dejemos que nos atemorice la ajena crueldad, y habremos vencido al mundo.

En uno y otro ataque sale al encuentro Cristo, para que el cristiano no sea vencido. La constancia en el sufrimiento que contemplamos en el martirio que hoy conmemoramos es humanamente incomprensible, pero la vemos como algo natural si en este martirio reconocemos el poder divino.

Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que sufría el tormento.

Es que, en realidad, hermanos, así era: era otro el que hablaba. Así lo había prometido Cristo a sus testigos, en el Evangelio, al prepararlos para semejante lucha. Había dicho, en efecto: No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.

Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu quien hablaba, y, por estas palabras del Espíritu, no sólo era redargüida la impiedad, sino también confortada la debilidad.

San Agustín de Hipona
Sermón 276 (1-2: PL 38, 1256)

martes, 17 de enero de 2017

San Antonio Abad y la conversión de san Agustín


Yo fui y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse, mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas, que Vos, Señor, recibisteis como sacrificio que es de vuestro agrado. También hablando con Vos decía muchas cosas entonces, no sé con qué palabras, que si bien eran diferentes de éstas, el sentido y concepto era lo mismo que si dijera: Y Vos, Señor, ¿hasta cuándo, hasta cuándo habéis de mostraros enojado? No os acordéis ya jamás de mis maldades antiguas.

Porque conociendo yo que mis pecados eran los que me tenían preso, decía a grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser desde luego y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades?

Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase.

Giovanni di Nicola da Pisa - San Antonio Abad

Porque había oído contar del santo abad Antonio, que entrando por casualidad en la iglesia al tiempo que se leían aquellas palabras del Evangelio: Vete, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; y después ven y síguemeél las había entendido como si hablaran con él determinadamente y, obedeciendo a aquel oráculo, se había convertido a Vos sin detención alguna. Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo.

No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas.

martes, 3 de enero de 2017

El doble precepto de la caridad


Vino el Señor mismo, como doctor en caridad, rebosante de ella, compendiando, como de él se predijo, la palabra sobre la tierra, y puso de manifiesto que tanto la ley como los profetas radican en los dos preceptos de la caridad.

Recordad conmigo, hermanos, aquellos dos preceptos. Pues, en efecto, tienen que seros en extremo familiares, y no sólo veniros a la memoria cuando ahora os los recordamos, sino que deben permanecer siempre grabados en vuestros corazones. Nunca olvidéis que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a sí mismo.

He aquí lo que hay que pensar y meditar, lo que hay que mantener vivo en el pensamiento y en la acción, lo que hay que llevar hasta el fin. El amor de Dios es el primero en la jerarquía del precepto, pero el amor del prójimo es el primero en el rango de la acción. Pues el que te impuso este amor en dos preceptos no había de proponerte primero al prójimo y luego a Dios, sino al revés, a Dios primero y al prójimo después.

Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces méritos para verlo; con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como sin lugar a dudas dice Juan: Quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve.

Que no es más que una manera de decirte: Ama a Dios. Y si me dices: «Señálame a quién he de amar», ¿qué otra cosa he de responderte sino lo que dice el mismo Juan: A Dios nadie lo ha visto jamás? Y para que no se te ocurra creerte totalmente ajeno a la visión de Dios: Dios —dice— es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios. Ama por tanto al prójimo, y trata de averiguar dentro de ti el origen de ese amor; en él verás, tal y como ahora te es posible, al mismo Dios.

Comienza, pues, por amar al prójimo. Parte tu pan con el hambriento, y hospeda a los pobres sin techo; viste al que ves desnudo, y no te cierres a tu propia carne.

¿Qué será lo que consigas si haces esto? Entonces romperá tu luz como la aurora. ni luz, que es tu Dios, tu aurora, que vendrá hacia ti tras la noche de este mundo; pues Dios ni surge ni se pone, sino que siempre permanece.

Al amar a tu prójimo y cuidarte de él, vas haciendo tu camino. ¿Y hacia dónde caminas sino hacia el Señor Dios, el mismo a quien tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser? Es verdad que no hemos llegado todavía hasta nuestro Señor, pero sí que tenemos con nosotros al prójimo. Ayuda, por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta aquel con quien deseas quedarte para siempre.

San Agustín de Hipona
Tratado 17 sobre el evangelio de san Juan (7-9: CCL 36, 174-175)

viernes, 24 de junio de 2016

San Agustín sobre san Juan Bautista. La voz del que clama en el desierto

Juan de Juanes - San Juan Bautista

La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo. Ello no deja de tener su significado, y si nuestras explicaciones no alcanzaran a estar a la altura de misterio tan elevado, no hemos de perdonar esfuerzo para profundizarlo y sacar provecho de él.

Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una jovencita virgen. El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo; la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo concibe por la fe. Esto es, en resumen, lo que intentaremos penetrar y analizar; y si el poco tiempo y las pocas facultades de que disponemos no nos permiten llegar hasta las profundidades de este misterio tan grande, mejor os adoctrinará aquel que habla en vuestro interior, aun en ausencia nuestra, aquel que es el objeto de vuestros piadosos pensamientos, aquel que habéis recibido en vuestro corazón y del cual habéis sido hechos templo.

Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: la ley y los profetas llegaron hasta Juan. Por tanto, él es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nueva Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. Estas cosas pertenecen al orden de lo divino y sobrepasan la capacidad de la humana pequeñez. Finalmente, nace, se le impone el nombre, queda expedita la lengua de su padre. Estos acontecimientos hay que entenderlos con toda la fuerza de su significado.

Zacarías calla y pierde el habla hasta que nace Juan, el precursor del Señor, y abre su boca. Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro. El hecho de que en el nacimiento de Juan se abre la boca de Zacarías tiene el mismo significado que el rasgarse el velo al morir Cristo en la cruz. Si Juan se hubiera anunciado a sí mismo, la boca de Zacarías habría continuado muda. Si se desata su lengua es porque ha nacido aquel que es la voz; en efecto, cuando Juan cumplía ya su misión de anunciar al Señor, le dijeron: ¿Tú quién eres? Y el respondió: Yo soy la voz que grita en el desierto. Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.

San Agustín de Hipona
Sermón 293 (1-3° PL 38, 1327-1328)

domingo, 5 de junio de 2016

San Agustín. La Madre Iglesia se regocija por los hombres que cada día resucitan espiritualmente

Lucas Cranach el Joven - Resurrección hijo de la viuda de Naim

Los milagros de nuestro Señor y Salvador Jesucristo conmueven, es verdad, a todos los creyentes que los escuchan, pero a unos y a otros de muy diversa manera. Pues los hay que, impresionados por sus milagros corporales, no aciertan a intuir milagros mayores; otros, en cambio, los prodigios que escuchan realizados en los cuerpos, los admiran ahora ampliamente realizados en las almas.

Al cristiano no ha de caberle la menor duda de que también ahora son resucitados los muertos. Pero si bien es verdad que todo hombre tiene unos ojos capaces de ver resucitar muertos, como resucitó el hijo de esta viuda de que hace un momento nos hablaba el evangelio, no lo es menos que no todos tienen ojos para ver resucitar a hombres espiritualmente muertos, a no ser los que previamente resucitaron en el corazón. Es más importante resucitar a quien vivirá para siempre que resucitar al que ha de volver a morir.

De la resurrección de aquel joven se alegró su madre viuda; de los hombres que cada día resucitan espiritualmente se regocija la Madre Iglesia. Aquél estaba muerto en el cuerpo; éstos, en el alma. La muerte visible de aquél visiblemente era llorada; la muerte invisible de éstos ni se la buscaba ni se la notaba.

La buscó el que conocía a los muertos: y conocía a los muertos únicamente el que podía devolverles la vida. Pues de no haber venido el Señor para resucitar a los muertos, no habría dicho el Apóstol: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Oyes que duerme cuando dice: despierta tú que duermes: pero comprende que está muerto cuando escuchas: Levántate de entre los muertos. Muchas veces se llama durmientes a los visiblemente muertos. Y realmente, para quien es capaz de resucitarlos, todos duermen. Para ti, un muerto es un muerto sin más: por más que lo sacudas, por más que lo pellizques, por más que le pegues no se despierta. Para Cristo, en cambio, dormía aquel muchacho a quien dijo: ¡Levántate!, e inmediatamente resucitó. Nadie despierta tan fácilmente en el lecho, como Cristo en el sepulcro.

Nuestro Señor Jesucristo quería que se entendiera también espiritualmente lo que hacía corporalmente. Pues no acudía al milagro por el milagro, sino para que lo que hacía fuese admirable para los testigos presenciales y verdadero para los hombres intelectuales.

Pasa lo mismo con el que, no sabiendo leer, contempla el texto de un códice maravillosamente escrito: pondera ciertamente la habilidad del copista y admira la delicadeza de los trazos, pero ignora su significado, no capta el sentido de aquellos rasgos: es un ciego mental de buen criterio visual. Otro, en cambio, encomia la obra de arte y capta su sentido: éste no sólo puede ver, lo que es común a todos, sino que, además, puede leer, cosa que no es capaz de hacer quien no aprendió a leer. Así ocurrió con los que vieron los milagros de Cristo sin comprender su significado, sin intuir lo que en cierto modo insinuaban a los espíritus inteligentes: se admiraron simplemente del hecho en sí; otros, por el contrario, admiraron los hechos y comprendieron su significado. Como éstos debemos ser nosotros en la escuela de Cristo.

San Agustín de Hipona
Sermón 98 (1-3: PL 38, 591-592)

domingo, 22 de noviembre de 2015

El reino de Cristo hasta el fin del mundo


Mi reino no es de este mundo. Su reino radica aquí pero sólo hasta el fin del mundo. En efecto, la siega es el fin del mundo, momento en que vendrán los segadores, es decir, los ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados, lo cual no sería factible si su reino no estuviera aquí. Y sin embargo no es de aquí, porque está en el mundo como peregrino. Por eso dice a su reino: No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo.

Luego eran del mundo, cuando no eran reino suyo, sino que pertenecían al príncipe del mundo. Es, por tanto, del mundo todo lo que en el hombre es creado, sí, por el Dios verdadero, pero ha sido engendrado de la viciada y condenada estirpe de Adán; y se ha convertido en reino, ya no de este mundo, todo lo que a partir de entonces ha sido regenerado en Cristo. De esta forma, Dios nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido. De este reino dice: Mi reino no es de este mundo, o Mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo: con que, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: Tú lo dices: Soy rey. Y a continuación añadió: Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. De donde se deduce claramente que aquí se refiere a su nacimiento en el tiempo cuando, encarnado, vino al mundo, no a aquel otro sin principio por el cual era Dios, y por medio del cual el Padre creó el mundo. Para esto dijo haber nacido, o sea, ésta es la razón de su nacimiento, y para esto ha venido al mundo —naciendo ciertamente de una virgen—, para ser testigo de la verdad. Pero como la fe no es de todos, añadió y dijo: Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Oye mi voz, pero con los oídos interiores, es decir, obedece mi voz, lo cual equivale a decir: Me cree. Siendo, pues, Cristo testigo de la verdad, da realmente testimonio de sí mismo. Suya es efectivamente esta afirmación: Yo soy la verdad. Y en otro lugar dice también: Yo doy testimonio de mí mismo. En cuanto a lo que añade: Todo el que es de la verdad, escucha mi voz, alude a la gracia con que llama a los predestinados.

Pilato le dijo: Y ¿qué es la verdad? Y no esperó a escuchar la respuesta, sino que dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo: Yo no encuentro en él ninguna culpa. Me supongo que cuando Pilato preguntó: ¿Qué es la verdad? le vino inmediatamente a la memoria la costumbre de los judíos de que por Pascua les pusiera a un preso en libertad, y por eso no le dio tiempo a Jesús para que respondiera qué es la verdad, a fin de no perder tiempo, al recordar la costumbre que podía ser una coartada para ponerle en libertad con motivo de la Pascua. Pues no cabe duda de que lo deseaba ardientemente. Pero no consiguió apartar de su pensamiento la idea de que Jesús era el rey de los judíos, como si allí —como lo hizo él en el título de la cruz —la misma Verdad lo hubiera clavado, esa verdad de la que él había preguntado qué era.

San Agustín de Hipona
Tratado 115 sobre el evangelio de san Juan (2-5: CCL 36, 644-646).

lunes, 2 de noviembre de 2015

San Agustín. La resurrección de los muertos


No guardes silencio, Señor, sobre la resurrección de la carne, no sea que los hombres no crean en ella, y nosotros de predicadores nos convirtamos en razonadores.

Porque igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Entiendan los que oyen, crean para que entiendan, obedezcan para que vivan. Escuchen todavía otro texto, para que no piensen que aquí se acaba la resurrección. Y le ha dado potestad para juzgar. ¿Quién? El Padre. ¿A quién se lo dio? Al Hijo. Pues al que le dio poder disponer de la vida, le dio asimismo potestad para juzgar. Porque es el Hijo del hombre. Cristo, en efecto, es Hijo de Dios e Hijo del hombre. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Mira cómo le dio poder disponer de la vida. Pero como la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, hecho hombre de María Virgen, es Hijo del hombre. ¿Y qué es lo que recibió por ser Hijo del hombre? Potestad para juzgar. ¿En qué juicio? En el juicio final; entonces tendrá lugar la resurrección de los muertos, pero sólo de los cuerpos, pues las almas las resucita Dios por medio de Cristo, Hijo de Dios. Los cuerpos los resucita Dios, por el mismo Cristo, Hijo del hombre. Le ha dado potestad. No tendría esta potestad de no haberla recibido, y sería un hombre sin potestad. Pero el Hijo del hombre es al mismo tiempo Hijo de Dios.

A propósito de la resurrección de los cuerpos, escuchad ahora no a mí, sino al Señor, que nos va a hablar con ocasión de los que resucitaron surgiendo de la muerte, adhiriéndose a la vida. ¿A qué vida? A la vida que no conoce la muerte. ¿Por qué no conoce la muerte? Porque dispone de la vida. Y le ha dado potestad para juzgar, porque es el Hijo del hombre. ¿Con qué tipo de juicio? No os sorprenda esto, porque ha dicho: le ha dado potestad para juzgar. Porque viene la hora. No añadió: y ya está aquí, pues quiere insinuar una hora cualquiera al final de los tiempos. Ahora es el momento de resucitar los muertos, la hora del fin del mundo es el momento de resucitar los muertos: pero que ahora resuciten en el espíritu, entonces en la carne; resuciten ahora en el espíritu por medio del Verbo de Dios, Hijo de Dios; resuciten entonces en la carne por medio del Verbo de Dios hecho carne, Hijo del hombre.

El Padre no vendrá para juzgar a vivos y muertos, y sin embargo el Padre no se separa del Hijo. ¿En qué sentido no vendrá, pues? Pues en el sentido de que no se le verá en el juicio. Mirarán al que traspasaron. El juez se presentará en la misma forma en que fue presentado al juez; juzgará en la misma forma en que fue juzgado; fue juzgado inicuamente, juzgará justamente. Vendrá en la condición de siervo y como tal aparecerá. ¿Cómo podría aparecerse en su condición de Dios a justos e inicuos? Si el juicio se celebrara únicamente para los justos, como a justos Dios se les aparecería en condición tal; pero como el juicio es para justos e inicuos, no parece conveniente que los inicuos vean a Dios, pues Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El juez aparecerá en forma tal que pueda ser visto tanto por aquellos a quienes va a coronar como por aquellos a quienes va a condenar. Aparecerá la forma de siervo, permanecerá oculta la forma de Dios.

El Hijo de Dios estará oculto en el siervo, y aparecerá el Hijo del hombre, pues le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. Y como quiera que él aparecerá sólo en la condición de siervo y el Padre no aparecerá, pues no se revistió de la forma de siervo, por eso decía hace un momento: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos.

San Agustín de Hipona
Tratado 19 sobre el evangelio de san Juan (15-16: CCL 36, 198-200)

sábado, 26 de septiembre de 2015

San Agustín de Hipona en la memoria de los santos mártires Cosme y Damián


Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda nfecundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

San Agustín de Hipona
Sermón 329, en el natalicio de los mártires (1-2: PL 38, 1454-1455)

miércoles, 24 de junio de 2015

San Agustín sobre san Juan Bautista. La voz del que clama en el desierto

Juan de Juanes - San Juan Bautista

La Iglesia celebra el nacimiento de Juan como algo sagrado, y él es el único de los santos cuyo nacimiento se festeja; celebramos el nacimiento de Juan y el de Cristo. Ello no deja de tener su significado, y si nuestras explicaciones no alcanzaran a estar a la altura de misterio tan elevado, no hemos de perdonar esfuerzo para profundizarlo y sacar provecho de él.

Juan nace de una anciana estéril; Cristo, de una jovencita virgen. El futuro padre de Juan no cree el anuncio de su nacimiento y se queda mudo; la Virgen cree el del nacimiento de Cristo y lo concibe por la fe. Esto es, en resumen, lo que intentaremos penetrar y analizar; y si el poco tiempo y las pocas facultades de que disponemos no nos permiten llegar hasta las profundidades de este misterio tan grande, mejor os adoctrinará aquel que habla en vuestro interior, aun en ausencia nuestra, aquel que es el objeto de vuestros piadosos pensamientos, aquel que habéis recibido en vuestro corazón y del cual habéis sido hechos templo.

Juan viene a ser como la línea divisoria entre los dos Testamentos, el antiguo y el nuevo. Así lo atestigua el mismo Señor, cuando dice: la ley y los profetas llegaron hasta Juan. Por tanto, él es como la personificación de lo antiguo y el anuncio de lo nueva Porque personifica lo antiguo, nace de padres ancianos; porque personifica lo nuevo, es declarado profeta en el seno de su madre. Aún no ha nacido y, al venir la Virgen María, salta de gozo en las entrañas de su madre. Con ello queda ya señalada su misión, aun antes de nacer; queda demostrado de quién es precursor, antes de que él lo vea. Estas cosas pertenecen al orden de lo divino y sobrepasan la capacidad de la humana pequeñez. Finalmente, nace, se le impone el nombre, queda expedita la lengua de su padre. Estos acontecimientos hay que entenderlos con toda la fuerza de su significado.

Zacarías calla y pierde el habla hasta que nace Juan, el precursor del Señor, y abre su boca. Este silencio de Zacarías significaba que, antes de la predicación de Cristo, el sentido de las profecías estaba en cierto modo latente, oculto, encerrado. Con el advenimiento de aquel a quien se referían estas profecías, todo se hace claro. El hecho de que en el nacimiento de Juan se abre la boca de Zacarías tiene el mismo significado que el rasgarse el velo al morir Cristo en la cruz. Si Juan se hubiera anunciado a sí mismo, la boca de Zacarías habría continuado muda. Si se desata su lengua es porque ha nacido aquel que es la voz; en efecto, cuando Juan cumplía ya su misión de anunciar al Señor, le dijeron: ¿Tú quién eres? Y el respondió: Yo soy la voz que grita en el desierto. Juan era la voz; pero el Señor era la Palabra que en el principio ya existía. Juan era una voz pasajera, Cristo la Palabra eterna desde el principio.

San Agustín de Hipona
Sermón 293 (1-3° PL 38, 1327-1328)

domingo, 14 de junio de 2015

Así se alegran lo mismo el sembrador y el segador

Cristo ardía en deseos de realizar su misión y se disponía a enviar obreros. Había, pues, que enviar segadores. Con todo, tiene razón el proverbio: «Uno siembra y otro siega». Yo os envié a segar lo que no habéis sudado. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores. ¿Cómo es esto? ¿Envía segadores y no sembradores? Y ¿a dónde envía los segadores? A donde otros habían trabajado. Pues donde ya se había trabajado, ciertamente se había sembrado y lo sembrado había ya madurado y esperaba la hoz y la trilla.

¿A dónde había de enviar los segadores? A donde ya los profetas habían predicado: ellos son los sembradores. Otros sudaron y vosotros recogéis el fruto de sus sudores. ¿Quienes trabajaron? El mismo Abrahán, Isaac y Jacob. Leed sus trabajos: todos son una profecía de Cristo; por eso son sembradores. ¡Cuánto no tuvieron que sufrir Moisés y el resto de los patriarcas y todos los profetas en los fríos de la sementera! Luego en Judea la mies estaba ya a punto de siega. En verdad que estaba ya como en sazón aquella mies, cuando tantos miles de hombres llevaban el precio de sus bienes y, poniéndolo a disposición de los apóstoles y aligerados los hombros de los fardos seculares, seguían a Cristo, el Señor. Realmente la mies estaba en sazón.

Y ¿qué pasó después? De aquella mies se esparcieron unos cuantos granos, sembraron la redondez de la tierra y brotó otra mies, que se cosechará al fin de los tiempos. De esta mies se dice: Los que sembraban con lágrimas, cosechan entre cantares. A esta mies no serán enviados los apóstoles, sino los ángeles: Los segadores —dice— son los ángeles. Esta mies crece entre la cizaña y espera ser purificada al final. Aquella otra mies a la que primero fueron enviados los discípulos y en donde trabajaron los profetas, estaba ya dorada para la siega. Y sin embargo, hermanos, fijaos lo que se dice: Así se alegran lo mismo sembrador y segador. Trabajaron en épocas diferentes; pero serán colmados de idéntico gozo: como salario recibirán todos la vida eterna.

San Agustín-de Hipona
Tratado 15 sobre el evangelio de san Juan (32: CCL 36, 163-164)

lunes, 8 de junio de 2015

San Agustín. El Sermón de la Montaña


Valor cristiano de las bienaventuranzas

 Si alguno con fe y con seriedad examinara el discurso que Nuestro Señor Jesucristo pronunció en la montaña, como lo leemos en el Evangelio de San Mateo, considero que encontraría la forma definitiva de vida cristiana, en lo que se refiere a una recta moralidad. Y esto no lo decimos a la ligera, sino que lo deducimos de las mismas palabras del Señor; en efecto, de tal manera concluye el sermón, que parece estar presente todo aquello que pertenece a una recta información de la vida cristiana. Pues dice así: Todo aquel que oye estas palabras mías y las lleva a la práctica, lo asemejaré a un hombre sabio que construyó su propia casa sobre roca. Descendió la lluvia, salieron de madre los ríos, soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa y no se derrumbó, pues estaba edificada sobre roca. Y todo aquel que oye este discurso y no lo lleva a la práctica, lo comparo con aquella persona necia que construye su casa sobre arena. Descendió la lluvia, se desbordaron los ríos y soplaron los vientos y dieron con ímpetu sobre aquella casa y se derrumbó y su ruina fue grande 1. Pero no dijo solo quien escucha mis palabras, sino que añadió: quien escucha estas palabras mías, indicando con estas palabras que pronunció el Señor sobre el monte y que informan de tal manera la vida de aquellos que quieran vivir según ellas, que con toda razón se pueda comparar a aquel que edificó sobre piedra. Queriendo decir con esto que en el discurso aparecen todas las normas que regulan la existencia cristiana. Pero de esto se tratará de forma más amplia en otro lugar.

Simbolismo del monte

Comienza así este discurso: Habiendo visto Jesús a la multitud, subió al monte. Sentándose se acercaron a él sus discípulos y tomando la palabra les enseñaba diciendo. Si se preguntara qué significa el monte, se entendería correctamente referido a los preceptos mayores de la justicia, ya que los menores iban los dirigidos a los judíos. Por tanto, un único Dios mediante sus santos profetas y ministros, según una ordenada distribución de los tiempos, dio los preceptos menores al pueblo que era oportuno sujetar todavía con el temor; y por medio de su Hijo, dio los mayores al pueblo, que convenía fuese liberado por la caridad. De esta manera son dados preceptos menores a los más pequeños y mayores a los más grandes y son dados por Aquel que sabe dar al género humano cuidados congruentes, según las necesidades propias de los tiempos. Y no es de extrañar que hayan sido dados por un mismo Dios, que hizo el cielo y la tierra, preceptos mayores por el reino de los cielos y menores por el reino terrenal. De esta justicia mayor se dijo por el profeta: Tu justicia es como los montes de Dios. Esto simboliza convenientemente que el único Maestro, el solo idóneo para enseñar tantas verdades, enseña sobre el monte. Además enseña sentado, cosa que pertenece a la dignidad del Maestro. Acércanse a Él sus discípulos con el fin de que, al escuchar sus palabras, estuviesen más cerca con el cuerpo aquellos que se adherían más con el espíritu en el observar los preceptos. Toma la palabra y les enseñaba diciendo. La perífrasis con la que dice: y tomando la palabra, quizás quiera decir que el discurso será más largo que otras veces, al menos que, el haber dicho que ahora él ha tomado la palabra, incluya que él mismo preparase a hablar a los profetas en el Antiguo Testamento.

San Agustín de Hipona
El Sermón de la Montaña - Capítulo 1

domingo, 22 de febrero de 2015

San Agustín. En Cristo fuimos tentados, en él vencimos al diablo

Fraga - Capitel de las Tentaciones de Cristo

Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica. ¿Quién es el que habla? Parece que sea uno solo. Pero veamos si es uno solo: Te invoco desde los confines de la tierra con el corazón abatido. Por lo tanto, si invoca desde los confines de la tierra, no es uno solo; y, sin embargo, es uno solo, porque Cristo es uno solo, y todos nosotros somos sus miembros. ¿Y quién es ese único hombre que clama desde los confines de la tierra? Los que invocan desde los confines de la tierra son los llamados a aquella herencia, a propósito de la cual se dijo al mismo Hijo: Pídemelo: te daré en herencia las naciones, en posesión, los confines de la tierra. De manera que quien clama desde los confines de la tierra es el cuerpo de Cristo, la heredad de Cristo, la única Iglesia de Cristo, esta unidad que formamos todos nosotros.

Y ¿qué es lo que pide? Lo que he dicho antes: Dios mío, escucha mi clamor, atiende a mi súplica; te invoco desde los confines de la tierra. O sea: «Esto que pido, lo pido desde los confines de la tierra», es decir, desde todas partes.

Pero, ¿por qué ha invocado así? Porque tenía el corazón abatido. Con ello da a entender que el Señor se halla presente en todos los pueblos y en los hombres del orbe entero no con gran gloria, sino con graves tentaciones.

Pues nuestra vida en medio de esta peregrinación no puede estar sin tentaciones, ya que nuestro progreso se realiza precisamente a través de la tentación, y nadie se conoce a sí mismo si no es tentado, ni puede ser coronado si no ha vencido, ni vencer si no ha combatido, ni combatir si carece de enemigo y de tentaciones.

Este que invoca desde los confines de la tierra está angustiado, pero no se encuentra abandonado. Porque a nosotros mismos, esto es, a su cuerpo, quiso prefigurarnos también en aquel cuerpo suyo en el que ya murió, resucitó y ascendió al cielo, a fin de que sus miembros no desesperen de llegar adonde su cabeza los precedió.

De forma que nos incluyó en sí mismo cuando quiso verse tentado por Satanás. Nos acaban de leer que Jesucristo, nuestro Señor, se dejó tentar por el diablo. ¡Nada menos que Cristo tentado por el diablo! Pero en Cristo estabas siendo tentado tú, porque Cristo tenía de ti la carne, y de él procedía para ti la salvación; de ti procedía la muerte para él, y de él para ti la vida; de ti para él los ultrajes, y de él para ti los honores; en definitiva, de ti para él la tentación, y de él para ti la victoria.

Si hemos sido tentados en él, también en él vencemos al diablo. ¿Te fijas en que Cristo fue tentado, y no te fijas en que venció? Reconócete a ti mismo tentado en él, y reconócete también vencedor en él. Podía haber evitado al diablo; pero, si no hubiese sido tentado, no te habría aleccionado para la victoria cuando tú fueras tentado.

San Agustín de Hipona
Comentario sobre el salmo 60 (2-3: CCL 39, 766)

jueves, 22 de enero de 2015

San Agustín: Vicente venció en aquel por quien había sido vencido el mundo


A vosotros se os ha concedido la gracia —dice el Apóstol— de estar del lado de Cristo, no sólo creyendo en él, sino sufriendo por él.

Una y otra gracia había recibido el diácono Vicente; las había recibido y, por esto, las tenía. Si no las hubiese recibido, ¿cómo hubiera podido tenerlas? En sus palabras tenía la fe, en sus sufrimientos la paciencia.

Nadie confíe en sí mismo al hablar; nadie confíe en sus propias fuerzas al sufrir la prueba, ya que, si hablamos con rectitud y prudencia, nuestra sabiduría proviene de Dios y, si sufrimos los males con fortaleza, nuestra paciencia es también don suyo.

Recordad qué advertencias da a los suyos Cristo, el Señor, en el Evangelio; recordad que el Rey de los mártires es quien equipa a sus huestes con las armas espirituales, quien les enseña el modo de luchar, quien les suministra su ayuda, quien les promete el remedio, quien, habiendo dicho a sus discípulos: En el mundo tendréis luchas, añade inmediatamente, para consolarlos y ayudarlos a vencer el temor: Pero tened valor: yo he vencido al mundo.

¿Por qué admirarnos, pues, amadísimos hermanos, de que Vicente venciera en aquel por quien había sido vencido el mundo? En el mundo —dice— tendréis luchas; se lo dice para que estas luchas no los abrumen, para que en el combate no sean vencidos. De dos maneras ataca el mundo a los soldados de Cristo: los halaga para seducirlos, los atemoriza para doblegarlos. No dejemos que nos domine el propio placer, no dejemos que nos atemorice la ajena crueldad, y habremos vencido al mundo.

En uno y otro ataque sale al encuentro Cristo, para que el cristiano no sea vencido. La constancia en el sufrimiento que contemplamos en el martirio que hoy conmemoramos es humanamente incomprensible, pero la vemos como algo natural si en este martirio reconocemos el poder divino.

Era tan grande la crueldad que se ejercitaba en el cuerpo del mártir y tan grande la tranquilidad con que él hablaba, era tan grande la dureza con que eran tratados sus miembros y tan grande la seguridad con que sonaban sus palabras, que parecía como si el Vicente que hablaba no fuera el mismo que sufría el tormento.

Es que, en realidad, hermanos, así era: era otro el que hablaba. Así lo había prometido Cristo a sus testigos, en el Evangelio, al prepararlos para semejante lucha. Había dicho, en efecto: No os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis. No seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros.

Era, pues, el cuerpo de Vicente el que sufría, pero era el Espíritu quien hablaba, y, por estas palabras del Espíritu, no sólo era redargüida la impiedad, sino también confortada la debilidad.

San Agustín de Hipona
Sermón 276 (1-2: PL 38, 1256)