Lucas Cranach el Joven - Resurrección hijo de la viuda de Naim |
Los milagros de nuestro Señor y Salvador Jesucristo conmueven, es verdad, a todos los creyentes que los escuchan, pero a unos y a otros de muy diversa manera. Pues los hay que, impresionados por sus milagros corporales, no aciertan a intuir milagros mayores; otros, en cambio, los prodigios que escuchan realizados en los cuerpos, los admiran ahora ampliamente realizados en las almas.
Al cristiano no ha de caberle la menor duda de que también ahora son resucitados los muertos. Pero si bien es verdad que todo hombre tiene unos ojos capaces de ver resucitar muertos, como resucitó el hijo de esta viuda de que hace un momento nos hablaba el evangelio, no lo es menos que no todos tienen ojos para ver resucitar a hombres espiritualmente muertos, a no ser los que previamente resucitaron en el corazón. Es más importante resucitar a quien vivirá para siempre que resucitar al que ha de volver a morir.
De la resurrección de aquel joven se alegró su madre viuda; de los hombres que cada día resucitan espiritualmente se regocija la Madre Iglesia. Aquél estaba muerto en el cuerpo; éstos, en el alma. La muerte visible de aquél visiblemente era llorada; la muerte invisible de éstos ni se la buscaba ni se la notaba.
La buscó el que conocía a los muertos: y conocía a los muertos únicamente el que podía devolverles la vida. Pues de no haber venido el Señor para resucitar a los muertos, no habría dicho el Apóstol: Despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz. Oyes que duerme cuando dice: despierta tú que duermes: pero comprende que está muerto cuando escuchas: Levántate de entre los muertos. Muchas veces se llama durmientes a los visiblemente muertos. Y realmente, para quien es capaz de resucitarlos, todos duermen. Para ti, un muerto es un muerto sin más: por más que lo sacudas, por más que lo pellizques, por más que le pegues no se despierta. Para Cristo, en cambio, dormía aquel muchacho a quien dijo: ¡Levántate!, e inmediatamente resucitó. Nadie despierta tan fácilmente en el lecho, como Cristo en el sepulcro.
Nuestro Señor Jesucristo quería que se entendiera también espiritualmente lo que hacía corporalmente. Pues no acudía al milagro por el milagro, sino para que lo que hacía fuese admirable para los testigos presenciales y verdadero para los hombres intelectuales.
Pasa lo mismo con el que, no sabiendo leer, contempla el texto de un códice maravillosamente escrito: pondera ciertamente la habilidad del copista y admira la delicadeza de los trazos, pero ignora su significado, no capta el sentido de aquellos rasgos: es un ciego mental de buen criterio visual. Otro, en cambio, encomia la obra de arte y capta su sentido: éste no sólo puede ver, lo que es común a todos, sino que, además, puede leer, cosa que no es capaz de hacer quien no aprendió a leer. Así ocurrió con los que vieron los milagros de Cristo sin comprender su significado, sin intuir lo que en cierto modo insinuaban a los espíritus inteligentes: se admiraron simplemente del hecho en sí; otros, por el contrario, admiraron los hechos y comprendieron su significado. Como éstos debemos ser nosotros en la escuela de Cristo.
San Agustín de Hipona
Sermón 98 (1-3: PL 38, 591-592)
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