El fin del monje y la más alta perfección del corazón tienden a establecerle en una continua e ininterrumpida atmósfera de oración. De esta suerte llega a poseer, en cuanto es posible a nuestra fragilidad humana, una tranquilidad inmóvil en la mente y una inviolable pureza de alma. Constituye éste un bien tan preciado, que tratamos de procurárnoslo al precio de un trabajo físico incansable y a trueque de una continua contrición de espíritu. Media una relación recíproca entre estas dos cosas que están inseparablemente unidas. Porque todo el edificio de las virtudes se levanta en orden a alcanzar la perfección de la oración. Y es que si la oración no mantiene este edificio y sostiene todas sus partes conjugándolas y uniéndolas entre sí, no podrá ser éste firme y sólido, sin subsistir por mucho tiempo. Esta tranquilidad estable y esta oración continua de que tratamos no pueden adquirirse sin estas virtudes; y estas virtudes, a su vez, que son como los cimientos, no pueden lograrse sin aquélla.
Sería una quimera querer tratar con precipitación y a la ligera de los efectos de la oración, e incluso estudiarla en aquel grado sumo que implica la práctica de todas las virtudes. Importa, ante todo, examinar gradualmente las dificultades que es menester conjurar y los preparativos que se imponen para llegar a su feliz término. Como que la parábola del Evangelio nos enseña a calcular con diligencia y hacer acopio de los materiales que son necesarios para la construcción de esta ingente torre espiritual.
Pero también estos materiales ensamblados serían de muy poco provecho e incapaces de sustentar la techumbre sublime de la perfección sin contar con un requisito previo. Esto es: desarraigar en primera línea nuestros vicios y arrancar de nuestra alma los tallos de las pasiones, poniendo al desnudo las raíces muertas. Luego, echar sobre la tierra firme de nuestro corazón, o mejor, sobre la piedra de que nos habla el Evangelio, las sólidas bases de la simplicidad de la humanidad. Merced a ellas esta torre que intentamos levantar podrá asentarse inconmovible, rodeada de nuestras virtudes y erguirse segura en su propia solidez hasta los cielos.
Quien construye sobre tales fundamentos no tiene nada que temer. Aunque irrumpan contra ella las tempestades de las pasiones y azote sus murallas al torrente furioso de la persecución; por más que las potestades enemigas se levanten cual huracán proceloso y embistan su mole, ésta se mantendrá firme contra viento y marea no sufriendo la más leve sacudida.
Juan Casiano, Colaciones, Sobre la oración
No hay comentarios:
Publicar un comentario