miércoles, 19 de junio de 2019

Se negó a sí mismo para seguir a Cristo

Romualdo vivió tres años en la ciudad de Parenzo; durante el primero, construyó un monasterio y puso en él una comunidad con su abad; los otros dos, vivió recluido en él. Allí la bondad divina lo elevó a tan alto grado de perfección que, inspirado por el Espíritu Santo, predijo algunos sucesos futuros y llegó a la penetración de muchos misterios ocultos del antiguo y del nuevo Testamento.

Con frecuencia, era arrebatado a un grado tan elevado de contemplación que, deshecho todo él en lágrimas, abrasado por el ardor inefable del amor divino, exclamaba:

«Amado Jesús, mi dulce miel, deseo inefable, dulzura de los santos, encanto de los ángeles».

Y otras cosas semejantes. Nosotros somos incapaces de expresar con palabras humanas todo lo que él profería, movido por el gozo del Espíritu Santo.

Dondequiera que aquel santo varón se decidía a habitar, ante todo hacía en su celda un oratorio con su altar, y luego se encerraba allí, impidiendo toda entrada.

Después de haber vivido así en varios lugares, dándose cuenta de que ya se acercaba su fin, volvió definitivamente al monasterio que había construido en Val de Castro, y allí, en espera cierta de su muerte cercana, se hizo edificar una celda con su oratorio, con el fin de recluirse en ella y guardar silencio hasta la muerte.

Una vez construido este lugar de receso, en el cual quiso él recluirse inmediatamente, su cuerpo empezó a experimentar unas molestias progresivas y una creciente debilidad, producida más por la decrepitud de sus muchos años que por enfermedad alguna.

Un día, esta debilidad comenzó a hacerse sentir con más fuerza y sus molestias alcanzaron un grado alarmante. Cuando el sol ya se ponía, mandó a los dos hermanos que estaban junto a él que salieran fuera, que cerraran tras sí la puerta de la celda y que volvieran a la madrugada para celebrar con él el Oficio matutino.

Ellos salieron como de mala gana, intranquilos porque presentían su fin, y no se fueron en seguida a descansar, sino que, preocupados por el temor de que muriera su maestro, se quedaron a escondidas cerca de la celda, en observación de aquel talento de tan valioso precio. Después de algún rato, su interés les indujo a escuchar atentamente y, al no percibir ningún movimiento de su cuerpo ni sonido alguno de su voz, seguros ya de lo que había sucedido, empujan la puerta, entran precipitadamente, encienden una luz y encuentran el santo cadáver que yacía boca arriba, después que su alma había sido arrebatada al cielo. Aquella perla preciosa yacía entonces como despreciada, pero en realidad destinada en adelante a ser guardada con todos los honores en el erario del Rey supremo.

San Pedro Damiani
Vida de san Romualdo (Caps 31 y 69: PL 144, 982-983.1005-1006)

jueves, 13 de junio de 2019

Benedicto XVI. San Antonio de Padua


Nació en Lisboa, en una familia noble, alrededor de 1195, y fue bautizado con el nombre de Fernando. Entró en los Canónigos que seguían la Regla monástica de san Agustín, primero en el monasterio de San Vicente en Lisboa y, sucesivamente, en el de la Santa Cruz en Coimbra, célebre centro cultural de Portugal. Se dedicó con interés y solicitud al estudio de la Biblia y de los Padres de la Iglesia, adquiriendo la ciencia teológica que utilizó en la actividad de enseñanza y de predicación.

En Coimbra tuvo lugar el episodio que imprimió un viraje decisivo a su vida: allí, en 1220 se expusieron las reliquias de los primeros cinco misioneros franciscanos, que habían ido a Marruecos, donde habían sufrido el martirio. Su testimonio hizo nacer en el joven Fernando el deseo de imitarlos y de avanzar por el camino de la perfección cristiana: pidió dejar los Canónigos agustinos y hacerse Fraile Menor. Su petición fue acogida y, tomando el nombre de Antonio, también él partió hacia Marruecos, pero la Providencia divina dispuso las cosas de otro modo. A consecuencia de una enfermedad, se vio obligado a regresar a Italia y, en 1221, participó en el famoso "Capítulo de las esteras" en Asís, donde se encontró también con san Francisco. Luego vivió durante algún tiempo totalmente retirado en un convento de Forlí, en el norte de Italia, donde el Señor lo llamó a otra misión.

Por circunstancias completamente casuales, fue invitado a predicar con ocasión de una ordenación sacerdotal, y demostró que estaba dotado de tanta ciencia y elocuencia, que los superiores lo destinaron a la predicación. Comenzó así, en Italia y en Francia, una actividad apostólica tan intensa y eficaz que indujo a volver a la Iglesia a no pocas personas que se habían alejado de ella. Asimismo, fue uno de los primeros maestros de teología de los Frailes Menores, si no incluso el primero. Comenzó su enseñanza en Bolonia, con la bendición de san Francisco, el cual, reconociendo las virtudes de Antonio, le envió una breve carta que comenzaba con estas palabras: "Me agrada que enseñes teología a los frailes". Antonio sentó las bases de la teología franciscana que, cultivada por otras insignes figuras de pensadores, alcanzaría su culmen con san Buenaventura de Bagnoregio y el beato Duns Scoto.

Elegido superior provincial de los Frailes Menores del norte de Italia, continuó el ministerio de la predicación, alternándolo con las funciones de gobierno. Cuando concluyó su cargo de provincial, se retiró cerca de Padua, donde ya había estado otras veces. Apenas un año después, el 13 de junio de 1231, murió a las puertas de la ciudad. Padua, que en vida lo había acogido con afecto y veneración, le tributó para siempre honor y devoción. El propio Papa Gregorio IX, que después de haberlo escuchado predicar lo había definido "Arca del Testamento", lo canonizó apenas un año después de su muerte, en 1232, también a consecuencia de los milagros acontecidos por su intercesión.

Benedicto XVI
Audiencia General - Miércoles 10 de febrero de 2010

domingo, 9 de junio de 2019

San León Magno. El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena

Duccio di Buoninsegna. Pentecostés


Que la presente solemnidad, amadísimos, ha de ser venerada entre las principales fiestas, es algo que intuye cualquier corazón católico: pues no es posible dudar de la gran reverencia que nos merece este día, que fue consagrado por el Espíritu Santo con el estupendo milagro de su don. Este día es, en efecto, el décimo a partir de aquel en que el Señor subió a la cúspide de los cielos para sentarse a la derecha del Padre, y el quincuagésimo a partir del día de su resurrección, día que brilló para nosotros en aquel en quien tuvo su origen y que contiene en sí grandes misterios tanto de la antigua como de la nueva economía. En ellos se pone de manifiesto clarísimamente que la gracia fue preanunciada por la ley y que la ley ha recibido su plenitud por la gracia. En efecto, así como cincuenta días después de la inmolación del cordero le fue entregada en otro tiempo la ley, en el monte Sinaí, al pueblo hebreo, liberado de los egipcios, del mismo modo, después de la pasión de Cristo en la que fue degollado el verdadero Cordero de Dios, cincuenta días después de su resurrección, descendió el Espíritu Santo sobre los apóstoles y sobre el grupo de los creyentes, a fin de que fácilmente conozca el cristiano atento que los comienzos del antiguo Testamento sirvieron de base a la primera andadura del evangelio, y que la segunda Alianza fue pactada por el mismo Espíritu que había instituido la primera.

Pues, como nos asegura la historia apostólica, todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés. De repente un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían, posándose encima de cada uno. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu le sugería. ¡Oh, qué veloz es la palabra de la sabiduría, y, cuando el maestro es Dios, qué pronto se aprende lo que se enseña! No fue necesario intérprete para entender, ni aprendizaje para poder utilizarlas ni tiempo para estudiarlas, sino que, soplando donde quiere el Espíritu de verdad, los diferentes idiomas de cada nación se convirtieron en lenguas comunes en boca de la Iglesia. Pues a partir de este día resonó la trompeta de la predicación evangélica; a partir de este día la lluvia de carismas y los ríos de bendiciones regaron todo lugar desierto y toda la árida tierra: porque para repoblar la faz de la tierra, el Espíritu de Dios se cernía sobre la faz de las aguas, y para ahuyentar las antiguas tinieblas, destellaban los fulgores de una nueva luz, cuando al reclamo del esplendor de unas lenguas centelleantes, nació la norma del Señor que ilumina y la palabra inflamada, a las que, para iluminar las inteligencias y aniquilar el pecado, se les confirió la capacidad de iluminar y la fuerza de abrasar.

Ahora bien, aun cuando la forma misma, amadísimos, en que se desarrollaron los acontecimientos fuera realmente admirable, ni quepa la menor duda de que, en aquella exultante armonía de todos los lenguajes humanos, estuvo presente la majestad del Espíritu Santo, sin embargo nadie debe caer en el error de creer que en aquellos fenómenos que los ojos humanos contemplaron se hizo presente su propia sustancia. No, la naturaleza invisible, que posee en común con el Padre y el Hijo, mostró el carácter de su don y de su obra mediante los signos que ella misma se escogió, pero retuvo en la intimidad de su deidad lo que es propio de su esencia: pues lo mismo que el Padre y el Hijo no pueden ser vistos por ojos humanos, lo mismo ocurre con el Espíritu Santo. En efecto, en la Trinidad divina nada hay diferente, nada desigual; y cuantos atributos pueden pensarse de aquella sustancia, no se distinguen ni en el poder, ni en la gloria, ni en la eternidad. Y aun cuando en la propiedad de las personas uno es el Padre, otro el Hijo y otro distinto el Espíritu Santo, no obstante, no es diversa ni la deidad ni la naturaleza. Y si es cierto que el Hijo unigénito nace del Padre y que el Espíritu Santo es espíritu del Padre y del Hijo, sin embargo, no lo es como una criatura cualquiera que fuera propiedad conjunta del Padre y del Hijo, sino como quien comparte la vida y el poder con ambos, y lo comparte desde toda la eternidad puesto que es subsistente lo mismo que el Padre y el Hijo.

Por eso, el Señor, la víspera de su pasión, al prometer a los discípulos la venida del Espíritu Santo, les dijo: Muchas cosas me quedan por deciros, pero no podéis cargar con ellas ahora; cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena. Pues lo que hable no será suyo: hablará de lo que oye y os comunicará lo que está por venir. Todo lo que tiene el Padre es mío. Por eso os he dicho que tomará de lo mío y os lo anunciará. De donde se deduce que el Padre, el Hijo y el Espíritu no viven en régimen de separación de bienes, sino que todo lo que tiene el Padre, lo tiene el Hijo y lo tiene el Espíritu Santo; ni hubo momento alguno en que en la Trinidad no se diera esta comunión, pues en la Trinidad poseerlo todo y existir siempre son conceptos sinónimos. Tratándose de la Trinidad debemos excluir las categorías de tiempo, de procedencia o diferenciales; y si nadie puede explicar lo que Dios es, que no se atreva tampoco a afirmar lo que no es. Más excusable es, en efecto, no expresarse dignamente sobre esta inefable naturaleza, que definir lo que le es contrario.

Así pues, todo cuanto un corazón piadoso es capaz de concebir referente a la sempiterna e inconmutable gloria del Padre, debe entenderlo inseparable e indiferentemente a la vez del Hijo y del Espíritu Santo. En consecuencia, confesamos que esta Trinidad es un solo Dios, puesto que en estas tres personas no se da diversidad alguna ni en la sustancia, ni en el poder, ni en la voluntad ni en la operación.

San León Magno
Tratado 75 (1-3: CCL 138A, 465-468)

domingo, 2 de junio de 2019

San Bernardo. Sermón 3 en la Ascensión del Señor


2.- Debemos, pues, purificar el entendimiento y el afecto: el primero para conocer y el otro para amar. Dichosos una y mi veces Elías y Enoc, que se vieron liberados de todas las ocasiones y obstáculos para que su entendimiento y su afecto vivieran sólo para Dios, conociendo y amando solamente a él. De Enoc se dice que fue arrebatado para que la malicia no pervirtiera su entendimiento, ni la perfidia sedujera su alma.

Nosotros tenemos el entendimiento turbio, por no decir ciego; y el afecto muy sucio y manchado. Pero Cristo da luz al entendimiento, el Espíritu Santo purifica el afecto. Vino el Hijo de Dios e hizo tales maravillas en el mundo que arrancó nuestro entendimiento de todo lo mundano, para que meditemos y nunca cesemos de ponderar sus maravillas. Nos dejó unos horizontes infinitos para solaz de la inteligencia, y un río tan caudaloso de ideas que es imposible vadearlo. ¿Hay alguien capaz de comprender cómo nos predestinó el Señor del universo, cómo vino hasta nosotros, cómo nos salvó? ¿Por qué quiso morir la majestad suprema para darnos la vida, servir él para reinar nosotros, vivir desterrado para llevamos a la patria, y rebajarse hasta lo más vil y ordinario para ensalzarnos por encima de todo?