sábado, 30 de septiembre de 2017

Benedicto XVI. La vocación de san Jerónimo

Murillo - San Jerónimo

San Jerónimo nació en Estridón en torno al año 347, en una familia cristiana, que le dio una esmerada formación, enviándolo incluso a Roma para que perfeccionara sus estudios. Siendo joven sintió el atractivo de la vida mundana, pero prevaleció en él el deseo y el interés por la religión cristiana. Tras recibir el bautismo, hacia el año 366,  se  orientó  hacia la vida ascética y, al  trasladarse  a Aquileya, se integró en un grupo de cristianos fervorosos, definido por él casi "un coro de bienaventurados"  reunido en torno al obispo Valeriano.

Después partió para Oriente y vivió como eremita en el desierto de Calcis, al sur de Alepo, dedicándose seriamente a los estudios. Perfeccionó su conocimiento del griego, comenzó el estudio del hebreo, trascribió códices y obras patrísticas. La meditación, la soledad, el contacto con la palabra de Dios hicieron madurar su sensibilidad cristiana.

Sintió de una manera más aguda el peso de su pasado juvenil, y experimentó profundamente el contraste entre la mentalidad pagana y la vida cristiana:  un contraste que se hizo famoso a causa de la dramática e intensa "visión" que nos narró. En ella le pareció que era flagelado en presencia de Dios, por ser "ciceroniano y no cristiano".

En el año 382 se trasladó a Roma. Aquí el Papa san Dámaso, conociendo su fama de asceta y su competencia de estudioso, lo tomó como secretario y consejero; lo alentó a emprender una nueva traducción latina de los textos bíblicos por motivos pastorales y culturales.

Algunas personas de la aristocracia romana, sobre todo mujeres nobles como Paula, Marcela, Asela, Lea y otras, que deseaban comprometerse en el camino de la perfección cristiana y profundizar en su conocimiento de la palabra de Dios, lo escogieron como su guía espiritual y maestro en el método de leer los textos sagrados. Estas mujeres nobles también aprendieron griego y hebreo.

Después de la muerte del Papa san Dámaso, en el año 385 san Jerónimo dejó Roma y emprendió una peregrinación, primero a Tierra Santa, testigo silenciosa de la vida terrena de Cristo, y después a Egipto, tierra elegida por muchos monjes.

En el año 386 se detuvo en Belén, donde, gracias a la generosidad de una mujer noble, Paula, se construyeron un monasterio masculino, uno femenino, y una hospedería para los peregrinos que llegaban a Tierra Santa, "pensando en que María y José no habían encontrado un lugar donde alojarse". En Belén, donde se quedó hasta su muerte, siguió desarrollando una intensa actividad:  comentó la palabra de Dios; defendió la fe, oponiéndose con vigor  a varias herejías; exhortó a los monjes a la perfección; enseñó cultura clásica y cristiana a jóvenes alumnos; acogió con espíritu pastoral a los peregrinos que visitaban Tierra Santa. Falleció en su celda, junto a la gruta de la Natividad, el 30 de septiembre del año 419/420.

Benedicto XVI
Audiencia General. Miércoles 7 de noviembre de 2007

viernes, 29 de septiembre de 2017

El servicio que nos prestan los ángeles no es sólo temporal, sino eterno

Boticelli - Santos Miguel, Rafael y Gabriel

Dios esconde a sus elegidos en la Iglesia, los protege en su tienda el día del peligro, los defiende con la protección de los ángeles. Pone, a disposición de los suyos, ángeles en calidad de servidores y mensajeros, para que les ayuden a conseguir la salvación, le den cuenta de sus necesidades y le presenten sus peticiones. Y aun cuando Dios mismo vea y conozca la situación de cada uno, quiere no obstante que se la expongan los ángeles, para demostrar así su caridad y su condescendencia para con los hombres, y, en atención a unos mensajeros tan dignos y tan queridos, atenderlos más cumplidamente.

Nada tiene de extraño que ponga a disposición de los elegidos, en calidad de ministros, a sus propios ángeles cuando lo hace él mismo. El es, en efecto, el ángel del gran consejo, o sea, de nuestra redención y salvación, salvación que fue enviado a realizar en medio de la tierra. El nos sirve realmente con su vida y su humildad, ofreciéndonos en sí mismo un ejemplo de cómo ha de vivirse, haciéndose pequeño en medio de sus discípulos, para que también nosotros nos hagamos pequeños como él.

Nos sirvió hasta con su propia muerte, en la cual sufrió para que nosotros no tuviéramos que sufrir, y padeció la muerte temporal para librarnos a nosotros de la muerte eterna. Así pues, el Señor se puso a nuestro servicio en esta vida, y, de ésta, pasará a servirnos en aquel banquete, cuya dulzura será por partida doble: nos alimentará con la leche de su humanidad y con la miel de la divinidad. Incluso el ministerio que los ángeles nos prestan, es no sólo temporal, sino también eterno, pues mediante su ayuda actual conseguiremos la herencia y la salvación eternas y participaremos, en su compañía, de su gozo sin fin.

¿Y cómo hacernos una idea de lo que desean ellos nuestra salvación y hasta qué punto anhelan tenernos por compañeros? ¿Cómo calibrar la caridad y solicitud con que velan sobre quienes les han sido confiados? ¡Cómo estimulan a los perezosos y cómo animan a los diligentes y fervorosos para que progresen más y más! ¡Cómo, por una parte, saben excusar el mal cometido y, por otra, ponderar las obras buenas ante el divino acatamiento! ¡Cómo defienden y cómo saben impetrar la gracia! Y cuando ven un alma inflamada por un gran deseo y que suspira por Dios con pureza de intención ¿podemos nosotros imaginarnos cuánto la aman, cómo se congratulan con ella, con qué frecuencia la visitan y cómo median solícitos entre el alma y Dios? Como son los amigos del Esposo, ellos escuchan su voz y la hacen llegar al Esposo; sus voces son sus deseos: éstos son los que resuenan con vehemencia en los oídos del Esposo, éstos son los que escuchan los amigos, es decir, los ángeles; en ellos se deleitan, éstos son los que le anuncian. Ellos invitan al alma para que venga, la consuelan, la exhortan a buscar y a llamar, para que buscando encuentre y, llamando, se le abra.

Mientras tanto, los ángeles frecuentan y visitan al alma fervorosa, hasta que llegue el Esposo y, con un suplemento de gracia, preparan más a fondo al alma para la llegada del Esposo. Inducen su inteligencia a una mejor comprensión de su presencia y al conocimiento experimental de un trato familiar con ellos, para que, con esta experiencia, crezca y aumente la familiaridad con Dios. Yendo, pues, el alma en busca de Dios, es encontrada por los guardias que rondan la ciudad; y después de recorrer la ciudad, después de la búsqueda, tiene bien merecida la llegada de los santos ángeles, se da cuenta de ella y es recibida por los ángeles. Estos, en efecto, preceden al Esposo, manifiestan su propia presencia, se revelan: y como son ángeles de la luz, vienen con la Luz. Difundida esta luz, el alma es simultáneamente iluminada y como tocada, de manera que pueda advertir su llegada y sentir su presencia.

Ricardo de san Víctor
Comentario sobre el Cantar de los cantares (Cap 4: PL 196, 417-418)

jueves, 28 de septiembre de 2017

Santa Eustoquio

Zurbarán. San Jerónimo con las santas Paula y Eustoquio

Celebramos hoy la memoria de santa Eustoquio, una ilustre mujer vinculada a la figura de san Jerónimo. El matrimonio entre Paula y el senador romano Toxocio tuvo cuatro hijas: Blasila, Paulina, Eustoquio y Rufina, y un hijo, Toxocio. Eustoquio, la tercera de las cuatro hijas, a la muerte de su padre en el 380 vivió en Roma llevando una austera vida a imagen de los apotegmas de los Padres del Desierto.

Cuando Jerónimo de Estridón llegó a Roma desde Palestina en el 382, ​​tanto ella como su madre se pusieron bajo su guía espiritual. Su tío Hymettio, con su esposa Praetextata trataron de persuadir a la joven Eustoquio para que renunciara a su vida austera y disfrutara de los placeres del mundo, pero todos sus intentos fueron inútiles. Alrededor del año 384 hizo voto de castidad, ocasión en que San Jerónimo le dirigió su famosa carta De custodia virginitatis. Un año más tarde, San Jerónimo volvió a Palestina y poco después fue seguido por Paula y Eustoquio.

En el año 386, acompañaron a Jerónimo en su viaje a Egipto, donde visitó a los eremitas del desierto de Nitria con el fin de estudiar y después imitar su modo de vida. En el otoño de ese mismo año regresaron a Palestina y se establecieron definitivamente en Belén. Paula y Eustoquio en seguida erigieron cuatro monasterios y un hospital cerca del lugar donde nació Cristo. Mientras que los monasterios se encontraba en construcción durante los años 386-389 vivieron en una pequeña casa en los alrededores.

Uno de los monasterios fue ocupado por monjes, bajo la dirección de San Jerónimo. Los otros tres fueron dirigidos por Eustoquio su madre, acogiendo a numerosas vírgenes que acudieron a sus llamadas. Los tres conventos, bajo la supervisión de Paula, sólo tenían un oratorio, donde las monjas se reunían varias veces al día para la oración y la Liturgia de las Horas.

Jerónimo testifica que tanto Eustoquio como Paula prestaron los servicios más humildes. Pasaron gran parte de su tiempo estudiando las Sagradas Escrituras bajo la dirección de San Jerónimo. Eustoquio hablaba latín y griego clásico con la misma facilidad con que era capaz de leer las Sagradas Escrituras en hebreo. Muchos de los comentarios bíblicos de San Jerónimo fueron escritos bajo su influencia y a ella la dedicó sus comentarios sobre los profetas Isaías y Ezequiel, así como numerosas cartas para su instrucción espiritual.​

Después de la muerte de Paula en el 404, Eustoquio asumió la dirección de los conventos de Belén, a pesar de las grandes dificultades del momento, tanto materiales como espirituales que debía afrontar. Jerónimo le fue de gran ayuda por su prudente aliento y consejo.

En el 417, se sucedieron una serie de desgracias sobre los monasterios de Belén, que serían objeto de pillaje, siendo uno de ellos, además, destruido por el fuego, además de maltratar y matar a algunas monjas. Estos hechos fueron promovidos por Juan II, patriarca de Jerusalén y los pelagianos contra los que Jerónimo había escrito, en medio de una fuerte polémica. Tanto San Jerónimo como Eustoquio informaron el Papa Inocencio I, que reprendió severamente al patriarca por haber permitido tal ultraje. Eustoquio murió poco después y fue sucedida en la supervisión de los conventos por su sobrina, la joven Paula, prima de santa Melania la Joven.

miércoles, 27 de septiembre de 2017

San Vicente de Paúl. El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo


Nosotros no debemos estimar a los pobres por su apariencia externa o su modo de vestir, ni tampoco por sus cualidades personales, ya que, con frecuencia, son rudos e incultos. Por el contrario, si consideráis a los pobres a la luz de la fe, os daréis cuenta de que representan el papel del Hijo de Dios, ya que él quiso también ser pobre. Y así, aun cuando en su pasión perdió casi la apariencia humana, haciéndose necio para los gentiles y escándalo para los judíos, sin embargo, se presentó a éstos como evangelizador de los pobres: Me ha enviado para anunciar el Evangelio a los pobres. También nosotros debemos estar imbuidos de estos sentimientos e imitar lo que Cristo hizo, cuidando de los pobres, consolándolos, ayudándolos y apoyándolos.

Cristo, en efecto, quiso nacer pobre, llamó junto a sí a unos discípulos pobres, se hizo él mismo servidor de los pobres, y de tal modo se identificó con ellos, que dijo que consideraría como hecho a él mismo todo el bien o el mal que se hiciera a los pobres. Porque Dios ama a los pobres y, por lo mismo, ama también a los que aman a los pobres, ya que, cuando alguien tiene un afecto especial a una persona, extiende este afecto a los que dan a aquella persona muestras de amistad o de servicio. Por esto, nosotros tenemos la esperanza de que Dios nos ame, en atención a los pobres. Por esto, al visitarlos, esforcémonos en cuidar del pobre y desvalido, compartiendo sus sentimientos, de manera que podamos decir como el Apóstol: Me he hecho todo a todos. Por lo cual, todo nuestro esfuerzo ha de tender a que, conmovidos por las inquietudes y miserias del prójimo, roguemos a Dios que infunda en nosotros sentimientos de misericordia y compasión, de manera que nuestros corazones estén siempre llenos de estos sentimientos.

El servicio a los pobres ha de ser preferido a todo, y hay que prestarlo sin demora. Por esto, si en el momento de la oración hay que llevar a algún pobre un medicamento o un auxilio cualquiera, id a él con el ánimo bien tranquilo y haced lo que convenga, ofreciéndolo a Dios como una prolongación de la oración. Y no tengáis ningún escrúpulo ni remordimiento de conciencia si, por prestar algún servicio a los pobres, habéis dejado la oración; salir de la presencia de Dios por alguna de las causas enumeradas no es ningún desprecio a Dios, ya que es por él por quien lo hacemos.

Así pues, si dejáis la oración para acudir con presteza en ayuda de algún pobre, recordad que aquel servicio lo prestáis al mismo Dios. La caridad, en efecto, es la máxima norma, a la que todo debe tender: ella es una ilustre señora, y hay que cumplir lo que ordena. Renovemos, pues, nuestro espíritu de servicio a los pobres, principalmente para con los abandonados y desamparados, ya que ellos nos han sido dados para que los sirvamos como a señores.

San Vicente de Paúl
Carta 2.546

martes, 26 de septiembre de 2017

San Agustín de Hipona en la memoria de los santos mártires Cosme y Damián


Por los hechos tan excelsos de los santos mártires, en los que florece la Iglesia por todas partes, comprobamos con nuestros propios ojos cuán verdad sea aquello que hemos cantado: Mucho le place al Señor la muerte de sus fieles, pues nos place a nosotros y a aquel en cuyo honor ha sido ofrecida.

Pero el precio de todas estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas muertes no habrá comprado la muerte única de aquel sin cuya muerte no se hubieran multiplicado los granos de trigo? Habéis escuchado sus palabras cuando se acercaba al momento de nuestra redención: Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda nfecundo; pero si muere, da mucho fruto.

En la cruz se realizó un excelso trueque: allí se liquidó toda nuestra deuda, cuando del costado de Cristo, traspasado por la lanza del soldado, manó la sangre, que fue el precio de todo el mundo.

Fueron comprados los fieles y los mártires: pero la fe de los mártires ha sido ya comprobada; su sangre es testimonio de ello. Lo que se les confió, lo han devuelto, y han realizado así aquello que afirma Juan: Cristo dio su vida por nosotros; también nosotros debemos dar nuestra vida por los hermanos.

Y también, en otro lugar, se afirma: Has sido invitado a un gran banquete: considera atentamente qué manjares te ofrecen, pues también tú debes preparar lo que a ti te han ofrecido. Es realmente sublime el banquete donde se sirve, como alimento, el mismo Señor que invita al banquete. Nadie, en efecto, alimenta de sí mismo a los que invita, pero el Señor Jesucristo ha hecho precisamente esto: él, que es quien invita, se da a sí mismo como comida y bebida. Y los mártires, entendiendo bien lo que habían comido y bebido, devolvieron al Señor lo mismo que de él habían recibido.

Pero, ¿cómo podrían devolver tales dones si no fuera por concesión de aquel que fue el primero en concedérselos? ¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré la copa de la salvación.

¿De qué copa se trata? Sin duda de la copa de la pasión, copa amarga y saludable, copa que debe beber primero el médico para quitar las aprensiones del enfermo. Es ésta la copa: la reconocemos por las palabras de Cristo, cuando dice: Padre, si es posible, que se aleje de mí ese cáliz.

De este mismo cáliz, afirmaron, pues, los mártires: Alzaré la copa de la salvación, invocando su nombre. «¿Tienes miedo de no poder resistir?» «No», dice el mártir. «¿Por qué?» «Porque he invocado el nombre del Señor». ¿Cómo podrían haber triunfado los mártires si en ellos no hubiera vencido aquel que afirmó: Tened valor: yo he vencido al mundo? El que reina en el cielo regía la mente y la lengua de sus mártires, y por medio de ellos, en la tierra, vencía al diablo y, en el cielo, coronaba a sus mártires. ¡Dichosos los que así bebieron este cáliz! Se acabaron los dolores y han recibido el honor.

San Agustín de Hipona
Sermón 329, en el natalicio de los mártires (1-2: PL 38, 1454-1455)

lunes, 25 de septiembre de 2017

San Juan Pablo II sobre san Sergio de Radonez


En estos días la Iglesia ortodoxa rusa festeja el sexto centenario de la muerte de san Sergio de Radoneż, considerado gran maestro de la vida monástica rusa y protector de Rusia. Además de trabajar por la difusión del monaquismo y de la santidad en la vida monástica, se convirtió en heraldo de los valores cristianos en ese país, amenazado entonces por discordias internas y peligros externos.

Compartimos el gozo de esa amada Iglesia, que recuerda a un gran santo, que ha revestido tanta importancia en su historia. Nacido en torno al año 1314, san Sergio, a la edad de veinte años, siguiendo el ejemplo de los santos padres del desierto, sintió el deseo de llevar una vida solitaria y se refugió en un bosque cerca de Radoneż, el pueblo donde nació. Sus largas horas dedicadas a la oración, sus victorias en los combates espirituales, así como su austeridad de vida, le hicieron adquirir una madurez espiritual, de la que tuvo noticia la población de aquellos lugares, que acudía en gran número y desde diversas partes para vivir con él la vida monástica, en la total renuncio a los bienes materiales, siguiendo al Señor que, de rico que era, se hizo pobre para enriquecer a todos con su pobreza.

Como san Francisco de Asís, santo al que muchos hagiógrafos lo han comparado y cuya fiesta celebramos hoy, san Sergio trabajaba con empeño no sólo al servicio de la Iglesia, sino también al de la sociedad, oponiéndose al egoísmo y a los intereses privados y difundiendo la paz y el amor de Cristo.

Sus restos mortales se veneran en la iglesia de la Santísima Trinidad, lugar en que comenzó su itinerario de fe. A lo largo de los siglos ese lugar ha sido y sigue siendo un importante centro de la espiritualidad rusa. En los últimos decenios su importancia ha aumentado gracias a la presencia de un seminario y una facultad teológica de la Iglesia ortodoxa rusa.

Oremos para que todos los cristianos de Rusia, hermanos en Cristo, también por intercesión de san Sergio, contribuyan al progreso espiritual de la sociedad en que están llamados a testimoniar el evangelio de la salvación.

San Juan Pablo II
Ángelus de 4 de octubre de 1992

sábado, 23 de septiembre de 2017

Homilía de San Juan Pablo II en la Canonización del Padre Pío (16 de junio de 2002)


1. «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mateo 11, 30).

Las palabras de Jesús a los discípulos, que acabamos de escuchar, nos ayudan a comprender el mensaje más importante de esta celebración. Podemos, de hecho, considerarlas en un cierto sentido como una magnífica síntesis de toda la existencia del padre Pío de Pietrelcina, hoy proclamado santo.

La imagen evangélica del «yugo» evoca las muchas pruebas que el humilde capuchino de San Giovanni Rotondo tuvo que afrontar. Hoy contemplamos en él cuán dulce es el «yugo» de Cristo y cuán ligera es su carga, cuando se lleva con amor fiel. La vida y la misión del padre Pío testimonian que las dificultades y los dolores, si se aceptan por amor, se transforman en un camino privilegiado de santidad, que se adentra en perspectivas de un bien más grande, solamente conocido por el Señor.


2. «En cuanto a mí... ¡Dios me libre gloriarme si nos es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo» (Gálatas 6, 14).

¿No es quizá precisamente la «gloria de la Cruz» la que más resplandece en el padre Pío? ¡Qué actual es la espiritualidad de la Cruz vivida por el humilde capuchino de Pietrelcina! Nuestro tiempo necesita redescubrir su valor para abrir el corazón a la esperanza. En toda su existencia, buscó siempre una mayor conformidad con el Crucificado, teniendo una conciencia muy clara de haber sido llamado a colaborar de manera peculiar con la obra de la redención. Sin esta referencia constante a la Cruz, no se puede comprender su santidad.

En el plan de Dios, la Cruz constituye el auténtico instrumento de salvación para toda la humanidad y el camino explícitamente propuesto por el Señor a cuantos quieren seguirle (Cf. Marcos 16, 24). Lo comprendió bien el santo fraile de Gargano, quien, en la fiesta de la Asunción de 1914, escribía: «Para alcanzar nuestro último fin hay que seguir al divino Jefe, quien quiere llevar al alma elegida por un solo camino, el camino que él siguió, el de la abnegación y la Cruz» («Epistolario» II, p. 155).


3. «Yo soy el Señor que actúa con misericordia» (Jeremías 9, 23).

El padre Pío ha sido generoso dispensador de la misericordia divina, ofreciendo su disponibilidad a todos, a través de la acogida, la dirección espiritual, y especialmente a través de la administración del sacramento de la Penitencia. El ministerio del confesionario, que constituye uno de los rasgos característicos de su apostolado, atraía innumerables muchedumbres de fieles al Convento de San Giovanni Rotondo. Incluso cuando el singular confesor trataba a los peregrinos con aparente dureza, éstos, una vez tomada conciencia de la gravedad del pecado, y sinceramente arrepentidos, casi siempre regresaban para recibir el abrazo pacificador del perdón sacramental.

Que su ejemplo anime a los sacerdotes a cumplir con alegría y asiduidad este ministerio, tan importante hoy, como he querido confirmar en la Carta a los Sacerdotes con motivo del pasado Jueves Santo.


4. «Tú eres, Señor, mi único bien».

Es lo que hemos cantado en el Salmo Responsorial. Con estas palabras, el nuevo santo nos invita a poner a Dios por encima de todo, a considerarlo como nuestro sumo y único bien.

En efecto, la razón última de la eficacia apostólica del padre Pío, la raíz profunda de tanta fecundidad espiritual, se encuentra en esa íntima y constante unión con Dios que testimoniaban elocuentemente las largas horas transcurridas en oración. Le gustaba repetir: «Soy un pobre fraile que reza», convencido de que «la oración es la mejor arma que tenemos, una llave que abre el Corazón de Dios». Esta característica fundamental de su espiritualidad continua en los «Grupos de Oración» que él fundo, y que ofrecen a la Iglesia y a la sociedad la formidable contribución de una oración incesante y confiada. El padre Pío unía a la oración una intensa actividad caritativa de la que es expresión extraordinaria la «Casa de Alivio del Sufrimiento». Oración y caridad, esta es una síntesis sumamente concreta de la enseñanza del padre Pío, que hoy vuelve a proponerse a todos.

5. «Te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque... estas cosas... las has revelado a los pequeños» (Mateo 11, 25).

Qué apropiadas parecen estas palabras de Jesús, cuando se te aplican a ti, humilde y amado, padre Pío.

Enséñanos también a nosotros, te pedimos, la humildad del corazón para formar parte de los pequeños del Evangelio, a quienes el Padre les ha prometido revelar los misterios de su Reino.

Ayúdanos a rezar sin cansarnos nunca, seguros de que Dios conoce lo que necesitamos, antes de que se lo pidamos.

Danos una mirada de fe capaz de capaz de reconocer con prontitud en los pobres y en los que sufren el rostro mismo de Jesús.

Apóyanos en la hora del combate y de la prueba y, si caemos, haz que experimentemos la alegría del sacramento del perdón.

Transmítenos tu tierna devoción a María, Madre de Jesús y nuestra.

Acompáñanos en la peregrinación terrena hacia la patria bienaventurada, donde esperamos llegar también nosotros para contemplar para siempre la Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

¡Amén!

viernes, 22 de septiembre de 2017

Martirio de san Mauricio


Celebramos la memoria de san Mauricio. Fue un líder (primicerius) de la legión tebana masacrado en Agaunum alrededor del año 287, bajo las órdenes de Maximiano Herculio.

La leyenda relata que la legión, compuesta completamente por cristianos, había sido llamada de África para suprimir una revuelta de los Bagandæ en Galia. A los soldados se les ordenó hacer sacrificios de acción de gracias a los dioses, pero se negaron. Una décima parte fue asesinada. Otra orden de sacrificar y otra negativa causaron una segunda mortandad luego una masacre general.

A San Mauricio se le representa como un caballero en completa armadura, portando un estandarte y una palma; en pinturas italianas, con una cruz roja en el pecho, la cual es la insignia de la Orden de los Sardos de San Mauricio. Muchos lugares en Suiza, Piamonte, Francia y Alemania lo han elegido como su patrón celestial.

jueves, 21 de septiembre de 2017

San Cirilo de Alejandría. Los apóstoles predican al mundo la alegría

Cripta de san Mateo en Salerno

Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que 'ama el Señor. Si es verdad, como dice el Salvador, que la misma alegría habrá entre los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta, ¿podrá quizá dudarse de que haya gozo y se haga fiesta entre aquellos supremos espíritus cuando Cristo conduce a toda la tierra al conocimiento de la verdad cuando la llama a la conversión, la justifica mediante la fe y la hace resplandecer por medio de la santificación?

Mientras exultan los cielos por haber el Señor consolado a Israel, no sólo al Israel carnal, sino al llamado Israel espiritual, tocaron la trompeta los fundamentos de la tierra, es decir, los ministros de los evangélicos vaticinios, cuyo clarísimo sonido resonó por todas partes, expandiéndose cual sonidos de otras tantas trompetas sagradas, anunciando por doquier la gloria del Salvador, convocando al conocimiento de Cristo tanto a los que proceden de la circuncisión como a los que en algún tiempo pusieron el culto a la criatura sobre el culto al Señor.

¿Y por qué los llama fundamentos de la tierra? Porque Cristo es la base y el fundamento de todo, que todo lo aglutina y sostiene para que esté bien firme. En él, efectivamente, todos somos edificados como edificio espiritual, erigidos por el Espíritu Santo en templo santo, en morada suya; pues, por la fe, habita en nuestros corazones.

También pueden ser considerados como fundamentos más próximos y cercanos los apóstoles y los evangelistas, testigos oculares y ministros de la palabra, con la misión de confirmar la fe. Pues en el momento mismo en que hayamos reconocido la insoslayable necesidad de seguir sus tradiciones, conservaremos una fe recta, sin alteración ni desviación posible. En efecto, Cristo le dijo a Pedro: Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Yo creo que, al llamarle «piedra», insinúa la inconmovible fe del discípulo.

También dice por boca del salmista: Él la ha cimentado sobre el monte santo. Con razón son comparados a los montes santos los apóstoles y evangelistas, cuyo conocimiento tiene la firmeza de un fundamento para la posteridad, sin peligro, para quienes se mantienen en su red, de desviarse de la verdadera fe.

Tocad, pues, la trompeta, vosotros los embajadores de Cristo. Porque a toda la tierra alcanza su pregón y hasta los límites del orbe su lenguaje. Admirables y conspicuos fueron los apóstoles, ilustres por sus obras y palabras, conocidísimos en todos los sitios y de todos. A ellos se dirige la palabra profética y les dice: Súbete a lo alto de un monte, heraldo de Jerusalén.

De aquí puede deducirse tanto la fuerza de la ley como la gran superioridad de la predicación evangélica comparada con la ley. Pues la ley, amenazando con penas a los transgresores e infligiendo inexorables castigos a quienes eran demostrados como tales, no proclamó la alegría, sino la tristeza. En cambio, los heraldos de los oráculos evangélicos y los dispensadores de los dones de Cristo, anuncian al mundo la alegría. En efecto, donde se da la remisión de los pecados, la justificación por la fe, la participación del Espíritu Santo, el esplendor de la adopción, el reino de los cielos y la no vana esperanza de unos bienes que el hombre es incapaz de imaginar, allí se da la alegría y el gozo perennes.

San Cirilo de Alejandría
Comentario sobre el libro del profeta Isaías (Lib 4, 2: PG 70, 938-942)

martes, 19 de septiembre de 2017

Monasterios de Meteora


Los primeros monjes que habitaron Meteora (en idioma griego significa cada cuerpo que cae del cielo), en el siglo XI, eran ermitaños que vivían en las cuevas y que querían estar más cerca del Creador. Los primeros monasterios se fundaron en el siglo XIV, fueron construidos con el fin de escapar de los turcos y de los albaneses de la época. Atanasio, expulsado del Monte Athos, fundó el Gran Meteoro o Monasterio de la Transfiguración con varios de sus fieles. Está situado a 613 metros sobre el nivel del mar y esconde una iglesia de estilo bizantino que atesora las reliquias del fundador y unos valiosos frescos multicolores que relatan las persecuciones y martirios que sufrieron los cristianos. Fue seguido por otras comunidades, hasta un total de 24 en el momento del máximo apogeo en el siglo XV que ocuparon los peñascos de la región. Un gran número de los monasterios fueron destruidos o arruinados en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial por las tropas alemanas, porque la resistencia griega se refugió en ellos.

domingo, 17 de septiembre de 2017

San Agustín. Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores

Antonello da Mesina - Crucifixión

El Señor nos propuso esta parábola para nuestra instrucción y, al advertirnos, demostró no querer nuestra perdición. Lo mismo —dice-- hará con vosotros mi Padre del cielo si cada cual no perdona de corazón a su hermano.

Ya veis, hermanos, la cosa está clara y la advertencia es útil: le debemos prestar una obediencia saludable, de suerte que se cumpla lo mandado. Porque todo hombre está en deuda con Dios y es al mismo tiempo acreedor de su hermano. ¿Quién puede no considerarse deudor de Dios sino aquel en quien no puede hallarse pecado? Y ¿quién es el que no tiene a su hermano por acreedor sino aquel a quien nadie ha ofendido? ¿Crees que pueda darse en todo el género humano alguien que no esté personal-mente implicado en algún pecado contra su hermano? Por tanto, todo hombre es un deudor, que a su vez tiene acreedores. Por eso, Dios que es justo te ha dado para con tu deudor una regla, que él mismo observará contigo.

Dos son, en efecto, las obras de misericordia que nos liberan, y que el mismo Señor ha brevemente expuesto en el evangelio: Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará. La primera —perdonad y seréis perdonados— se refiere al perdón; la segunda —dad y se os dará—, en cambio, se refiere a la prestación de un servicio. Dos ejemplos. Referente al perdón: tú quieres ser perdonado cuando pecas y tienes a tu vez otro al que tú puedes perdonar. Referente a la prestación de un servicio: te pide un mendigo, y tú eres el mendigo de Dios. En efecto, cuando oramos, todos somos mendigos de Dios: estamos a la puerta de un gran propietario, más aún, nos postramos ante él, suplicamos entre sollozos deseando recibir algo, y ese algo es Dios.

¿Qué te pide el mendigo? Pan. Y tú, ¿qué es lo que pides a Dios, sino a Cristo, el cual dijo: Yo soy el pan vivo que ha baja-do del cielo? ¿Deseáis ser perdonados? Perdonad: Per-donad y seréis perdonados. ¿Queréis recibir? Dad y se os dará.

Si consideramos nuestros pecados y contabilizamos los cometidos por obra, de oídas, de pensamiento y mediante innumerables movimientos desordenados, me parece que nos acostaremos sin una blanca. Por eso, a diario pedimos, a diario llamamos importunando en la oración a Dios para que nos oiga, a diario nos postramos y decimos: Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. ¿Qué deudas? ¿Todas o sólo algunas? Responderás: Todas. Pues haz tú lo mismo con tu acreedor. Tú mismo te fijas esta norma, tú mismo pones esta condición. A este pacto y a este compromiso te remites cuando oras y dices: Perdónanos, como nosotros perdonamos a nuestros deudores.

San Agustín de Hipona
Sermón 83 (2-4: PL 38, 515-516)

viernes, 15 de septiembre de 2017

Sermón de san Bernardo sobre los Dolores de la Virgen

Dieric Bouts - Mater Dolorosa

El martirio de la Virgen queda atestiguado por la profecía de Simeón y por la misma historia de la pasión del Señor. Éste –dice el santo anciano, refiriéndose al niño Jesús– está puesto como una bandera discutida; y a ti –añade, dirigiéndose a María– una espada te traspasará el alma.

En verdad, Madre santa, una espada traspasó tu alma. Por lo demás, esta espada no hubiera penetrado en la carne de tu Hijo sin atravesar tu alma. En efecto, después que aquel Jesús –que es de todos, pero que es tuyo de un modo especialísimo– hubo expirado, la cruel espada que abrió su costado, sin perdonarlo aun después de muerto, cuando ya no podía hacerle mal alguno, no llegó a tocar su alma, pero sí atravesó la tuya. Porque el alma de Jesús ya no estaba allí, en cambio la tuya no podía ser arrancada de aquel lugar. Por tanto, la punzada del dolor atravesó tu alma, y, por esto, con toda razón, te llamamos más que mártir, ya que tus sentimientos de compasión superaron las sensaciones del dolor corporal.

¿Por ventura no fueron peores que una espada aquellas palabras que atravesaron verdaderamente tu alma y penetraron hasta la separación del alma y del espíritu: Mujer, ahí tienes a tu hijo? ¡Vaya cambio! Se te entrega a Juan en sustitución de Jesús, al siervo en sustitución del Señor, al discípulo en lugar del Maestro, al hijo de Zebedeo en lugar del Hijo de Dios, a un simple hombre en sustitución del Dios verdadero. ¿Cómo no habían de atravesar tu alma, tan sensible, estas palabras, cuando aun nuestro pecho, duro como la piedra o el hierro, se parte con sólo recordarlas?

No os admiréis, hermanos, de que María sea llamada mártir en el alma. Que se admire el que no recuerde haber oído cómo Pablo pone entre las peores culpas de los gentiles el carecer de piedad. Nada más lejos de las entrañas de María, y nada más lejos debe estar de sus humildes servidores.

Pero quizá alguien dirá: «¿Es que María no sabía que su Hijo había de morir?» Sí, y con toda certeza. «¿Es que no sabía que había de resucitar al cabo de muy poco tiempo?» Sí, y con toda seguridad. «¿Y, a pesar de ello, sufría por el Crucificado?» Sí, y con toda vehemencia. Y si no, ¿qué clase de hombre eres tú, hermano, o de dónde te viene esta sabiduría, que te extrañas más de la compasión de María que de la pasión del Hijo de María? Este murió en su cuerpo, ¿y ella no pudo morir en su corazón? Aquélla fue una muerte motivada por un amor superior al que pueda tener cualquier otro hombre; esta otra tuvo por motivo un amor que, después de aquél, no tiene semejante.

San Bernardo de Claraval
Sermón, domingo infraoctava de la Asunción

jueves, 14 de septiembre de 2017

San Andrés de Creta. La Cruz es cosa grande y preciosa.


La cruz es cosa grande y preciosa. Grande, porque ella es el origen de innumerables bienes, tanto más numerosos cuanto que los milagros y sufrimientos de Cristo juegan un papel decisivo en su obra de salvación. Preciosa, porque la cruz significa a la vez el sufrimiento y el trofeo del mismo Dios: el sufrimiento, porque en ella sufrió una muerte voluntaria; el trofeo, porque en ella quedó herido de muerte el demonio y, con él, fue vencida la muerte. En la cruz fueron demolidas las puertas de la región de los muertos, y la cruz se convirtió en salvación universal para todo el mundo.