lunes, 30 de noviembre de 2015

Hemos encontrado al Mesías


Andrés, después de permanecer con Jesús y de aprender de él muchas cosas, no escondió el tesoro para sí solo, sino que corrió presuroso en busca de su hermano, para hacerle partícipe de su descubrimiento. Fíjate en lo que dice a su hermano: Hemos encontrado al Mesías, que significa Cristo. ¿Ves de qué manera manifiesta todo lo que había aprendido en tan breve espacio de tiempo? Pues, por una parte, manifiesta el poder del Maestro, que les ha convencido de esto mismo, y, por otra, el interés y la aplicación de los discípulos, quienes ya desde el principio se preocupaban de estas cosas. Son las palabras de un alma que desea ardientemente la venida del Señor, que espera al que vendrá del cielo, que exulta de gozo cuando se ha manifestado y que se apresura a comunicar a los demás tan excelsa noticia. Comunicarse mutuamente las cosas espirituales es señal de amor fraterno, de entrañable parentesco y de sincero afecto.

Pero advierte también, y ya desde el principio, la actitud dócil y sencilla de Pedro. Acude sin tardanza: Y lo llevó a Jesús, afirma el evangelio. Pero que nadie lo acuse de ligereza por aceptar el anuncio sin una detenida consideración. Lo más probable es que su hermano le contase más cosas detalladamente, pues los evangelistas resumen muchas veces los hechos, por razones de brevedad. Además, no afirma que Pedro creyera al momento, sino que lo llevó a Jesús, y a él se lo confió, para que del mismo Jesús aprendiera todas las cosas. Pues había también otro discípulo que tenía los mismos sentimientos.

Si Juan Bautista, cuando afirma: Éste es el Cordero, y: Bautiza con Espíritu Santo, deja que sea Cristo mismo quien exponga con mayor claridad estas verdades, mucho más hizo Andrés, quien, no juzgándose capaz para explicarlo todo, condujo a su hermano a la misma fuente de la luz, tan contento y presuroso, que su hermano no dudó ni un instante en acudir a ella.

San Juan Crisóstomo
Homilía 16 sobre el evangelio de san Juan (1: PG 59, 120-121)

domingo, 29 de noviembre de 2015

Aguardamos al Salvador


Justo es, hermanos, que celebréis con toda devoción el Adviento del Señor, deleitados por tanta consolación, asombrados por tanta dignación, inflamados con tanta dilección. Pero no penséis únicamente en la primera venida, cuando el Señor viene a buscar y a salvar lo que estaba perdido, sino también en la segunda, cuando volverá y nos llevará consigo. ¡Ojalá hagáis objeto de vuestras continuas meditaciones estas dos venidas, rumiando en vuestros corazones cuánto nos dio en la primera y cuánto nos ha prometido en la segunda!

Ha llegado el momento, hermanos, de que el juicio empiece por la casa de Dios. ¿Cuál será el final de los que no han obedecido al evangelio de Dios? ¿Cuál será el juicio a que serán sometidos los que en este juicio no resucitan? Porque quienes se muestran reacios a dejarse juzgar por el juicio presente, en el que el jefe del mundo este es echado fuera, que esperen o, mejor, que teman al Juez quien, juntamente con su jefe, los arrojará también a ellos fuera. En cambio nosotros, si nos sometemos ya ahora a un justo juicio, aguardemos seguros un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa. Entonces los justos brillarán, de modo que puedan ver tanto los doctos como los indoctos: brillarán como el sol en el Reino de su Padre.

Cuando venga el Salvador transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa, a condición sin embargo de que nuestro corazón esté previamente transformado y configurado a la humildad de su corazón. Por eso decía también: Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón. Considera atentamente en estas palabras que existen dos tipos de humildad: la del conocimiento y la de la voluntad, llamada aquí humildad del corazón. Mediante la primera conocemos lo poco que somos, y la aprendemos por nosotros mismos y a través de nuestra propia debilidad; mediante la segunda pisoteamos la gloria del mundo, y la aprendemos de aquel que se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo; que buscado para proclamarlo rey, huye; buscado para ser cubierto de ultrajes y condenado al ignominioso suplicio de la cruz, voluntariamente se ofreció a sí mismo.

San Bernardo de Claraval
Sermón 4 en el Adviento del Señor (1, 3-4: Opera omnia, edit. cister. 4, 1966, 182-185)

sábado, 28 de noviembre de 2015

Speculum Caritatis. Gracia y libertad

30.- Donde hay voluntad, allí hay libertad. Y, como ya hemos dicho, el libre albedrío parece constar de estos dos elementos: de la libertad de la voluntad y de la decisión de la razón.

La voluntad de cualquier parte puede sacar bienes para el hombre, aunque ni en los bienes ni en los males se pierda. Si esto es así, no se puede perder tampoco la libertad, ni la razón, ni la capacidad de juzgar.

¿Qué entonces? ¿Porque Dios es quien obra en nosotros el querer, perderemos por eso el querer? ¿O porque de Dios depende que usemos bien de la razón. acaso no usamos de la misma? ¿O porque nos viene de Dios todo lo que hagamos de bien, no haremos el bien? ¿O porque no somos suficientes para pensar algo por nosotros como de nosotros, pues nuestra suficiencia nos viene de Dios, no habría suficiencia?

Todo esto, aunque es por gracia de Dios que lo hagamos, sin embargo, no lo hacemos sin la voluntad y la razón, y por consiguiente sin libre albedrío.

Elredo de Rieval
El Espejo de la Caridad

viernes, 27 de noviembre de 2015

Benedicto XVI sobre la Adoración Eucarística


Hemos venido a adorarlo (Mateo 2,2). Antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración. Aquí sólo quisiera subrayar una vez más el punto que acabamos de tratar en el contexto de la Jornada Mundial de la Juventud: La adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía con su carne y su sangre, con su cuerpo y su alma, con su divinidad y su humanidad.

Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya San Agustín había dicho: Nadie come esta carne sin antes adorarla… pecaríamos si no la adoráramos” (Tratado sobre los Salmos, 98,9).

De hecho, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la Persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos uno con Él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística, como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: Sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros.

Benedicto XVI
Saludo navideño
22 de diciembre de 2005.

jueves, 26 de noviembre de 2015

La perfección del ermitaño consiste en tener la mente liberada de todo lo terreno

Es útil y conveniente que cada cual —según el tipo de vida elegido o la gracia recibida— se apresure, con todo ardor y diligencia, por llegar a la perfección de la obra emprendida, y, aun alabando y admirando las virtudes de los demás, no se aparte de la profesión que eligió de una vez para siempre, sabiendo que —como dice el Apóstol—el cuerpo de la Iglesia es ciertamente uno, pero los miembros son muchos y que los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.

Muchos son los caminos que nos conducen a Dios: que cada uno recorra hasta el fin el camino que hubiere emprendido, y permanezca irrevocablemente orientado en la dirección que ha escogido. Cualquiera que sea la profesión elegida, tendrá la posibilidad de conseguir en ella la perfección.

En realidad, los indiscutibles valores del desierto no me autorizan a minusvalorar los del cenobio, como el no estar distraído con las preocupaciones por el mañana, el estar sometido, hasta las últimas consecuencias, a la autoridad del abad, como emulando a aquel de quien está escrito: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y merezca decir humildemente, usando sus palabras: No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado.

El cenobita, en efecto, se propone ante todo mortificar y crucificar la propia voluntad y no preocuparse absolutamente del mañana, según el saludable precepto de la perfección evangélica. Y no cabe duda de que el cenobita vive en condiciones óptimas para llevar a la práctica este ideal.

De él teje el profeta Isaías el siguiente elogio: Si detienes tus pies el sábado, y no traficas en mi día santo; si lo honras absteniéndote de viajes, de buscar tu interés, de tratar tus asuntos, entonces el Señor será tu delicia. Te asentaré sobre mis montañas, te alimentaré con la herencia de tu padre Jacob. Ha hablado la boca del Señor.

En cambio, la perfección del ermitaño consiste en tener la mente liberada de todo lo terreno y en unirse a Cristo de la manera más elevada que le está permitida a la debilidad humana. Del ermitaño habla así el profeta Jeremías: Le irá bien al hombre si carga con el yugo desde joven. Que se esté solo y callado cuando la desgracia descarga sobre él. Y el salmista añade: Estoy como lechuza en la estepa, estoy desvelado, gimiendo, como pájaro sin pareja en el tejado.

Es verdadero e integralmente perfecto aquel que con igual magnanimidad sabe soportar, en el desierto, la aspereza de la soledad, y en el cenobio, la debilidad de los hermanos.

Juan Casiano
Conferencias (14, 5;19, 6.8.9: SC 54,186-187: 64,44-47)

miércoles, 25 de noviembre de 2015

Benedictinas de la Natividad

Visitamos el Monasterio de la Natividad, del que tantos años fue abadesa la admirada Madre Matilde. Se trata de un reportaje de Televisión Española, previo a la emisión de una Eucaristía que, hace varios años, fue desde allí transmitida.

martes, 24 de noviembre de 2015

Monasterio de Sucevita


El Monasterio de Suceviţa es un monasterio ortodoxo situado en la parte noreste de Rumanía,  cerca del río Suceviţa. Se encuentra ubicado en la parte sur de la región histórica de Bucovina . Fue construido en 1585 por Ieremia Movilă , Gheorghe Movilă y Simion Movilă.

La arquitectura de la iglesia contiene elementos tanto bizantinos como góticos, así como pinturas, típicas del norte de Moldavia. Ambas paredes, interiores y exteriores están cubiertas por pinturas murales, que son de gran valor artístico y representan episodios bíblicos del Antiguo y Nuevo Testamento . Las pinturas datan de alrededor de 1601, lo que hace Suceviţa uno de los últimos monasterios en ser decoradas con el famoso estilo de Moldavia de pinturas exteriores.

El patio interior del conjunto monástico es casi cuadrado (100 por 104 metros) y está rodeado por altos muros de 6 metros, con 3 metros de anchura. Hay varias otras estructuras defensivas en el conjunto, entre ellos cuatro torres (una en cada esquina). Suceviţa era una residencia principesca, así como un monasterio fortificado. Los gruesos muros albergan hoy un museo que presenta una sobresaliente colección de objetos históricos y de arte. Las cubiertas de las tumbas de Ieremia Simion Movilă - retratos ricos bordados en hilo de plata - junto con platería eclesiástica, libros y manuscritos iluminados, ofrecen un testimonio elocuente de la importancia de Suceviţa.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Imperial Monasterio Cisterciense de San Clemente de Toledo


El Imperial Monasterio de San Clemente es uno de los monasterios de la ciudad de Toledo, que alberga desde sus orígenes una comunidad de monjas cistercienses, y que llegó a ser, gracias a las mercedes reales y de los nobles, cuyas hijas confesaron en la orden, uno de los conventos más extensos y más ricos en propiedades y rentas de Toledo. Del edificio original del siglo XIII queda sólo la techumbre de la sala capitular. 


El monasterio posee tres claustros, dos de ellos mudéjares-renacentistas, de Nicolás de Vergara El Mozo, destacando el "Claustro de las Procesiones". En el refectorio se ha restaurado recientemente un alfarje del siglo XIII con decoración heráldica de Fernando III el Santo y azulejos del XVI.

Es muy interesante el trascoro decorado con azulejería, con bella sillería de madera, siendo destacable la silla abacial, firmada por Felipe de Vigarny.

La iglesia y su portada, muy italianizante con decoración plateresca, data del siglo XVI, erigida como gran novedad del momento, por Alfonso Covarrubias, si bien fue muy restaurada a finales del siglo XVIII.

La iglesia es de una sola nave, dividida en dos tramos, con bóvedas de crucería estrelladas. El coro se sitúa a los pies del templo, con sillería de madera del siglo XV. La sala capitular es una estancia adosada al muro del Evangelio, con techumbre plana de madera o alfanje muy decorada con colores negro, blanco y ocre. El refectorio presenta dos zonas bien diferenciadas, una cuadrada, cubierta con bóveda de crucería, y otra rectangular con un importante artesonado de madera policromado.

domingo, 22 de noviembre de 2015

El reino de Cristo hasta el fin del mundo


Mi reino no es de este mundo. Su reino radica aquí pero sólo hasta el fin del mundo. En efecto, la siega es el fin del mundo, momento en que vendrán los segadores, es decir, los ángeles, y arrancarán de su reino a todos los corruptores y malvados, lo cual no sería factible si su reino no estuviera aquí. Y sin embargo no es de aquí, porque está en el mundo como peregrino. Por eso dice a su reino: No sois del mundo, sino que yo os he escogido sacándoos del mundo.

Luego eran del mundo, cuando no eran reino suyo, sino que pertenecían al príncipe del mundo. Es, por tanto, del mundo todo lo que en el hombre es creado, sí, por el Dios verdadero, pero ha sido engendrado de la viciada y condenada estirpe de Adán; y se ha convertido en reino, ya no de este mundo, todo lo que a partir de entonces ha sido regenerado en Cristo. De esta forma, Dios nos ha sacado del dominio de las tinieblas, y nos ha trasladado al reino de su Hijo querido. De este reino dice: Mi reino no es de este mundo, o Mi reino no es de aquí.

Pilato le dijo: con que, ¿tú eres rey? Jesús le contestó: Tú lo dices: Soy rey. Y a continuación añadió: Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. De donde se deduce claramente que aquí se refiere a su nacimiento en el tiempo cuando, encarnado, vino al mundo, no a aquel otro sin principio por el cual era Dios, y por medio del cual el Padre creó el mundo. Para esto dijo haber nacido, o sea, ésta es la razón de su nacimiento, y para esto ha venido al mundo —naciendo ciertamente de una virgen—, para ser testigo de la verdad. Pero como la fe no es de todos, añadió y dijo: Todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Oye mi voz, pero con los oídos interiores, es decir, obedece mi voz, lo cual equivale a decir: Me cree. Siendo, pues, Cristo testigo de la verdad, da realmente testimonio de sí mismo. Suya es efectivamente esta afirmación: Yo soy la verdad. Y en otro lugar dice también: Yo doy testimonio de mí mismo. En cuanto a lo que añade: Todo el que es de la verdad, escucha mi voz, alude a la gracia con que llama a los predestinados.

Pilato le dijo: Y ¿qué es la verdad? Y no esperó a escuchar la respuesta, sino que dicho esto, salió otra vez adonde estaban los judíos y les dijo: Yo no encuentro en él ninguna culpa. Me supongo que cuando Pilato preguntó: ¿Qué es la verdad? le vino inmediatamente a la memoria la costumbre de los judíos de que por Pascua les pusiera a un preso en libertad, y por eso no le dio tiempo a Jesús para que respondiera qué es la verdad, a fin de no perder tiempo, al recordar la costumbre que podía ser una coartada para ponerle en libertad con motivo de la Pascua. Pues no cabe duda de que lo deseaba ardientemente. Pero no consiguió apartar de su pensamiento la idea de que Jesús era el rey de los judíos, como si allí —como lo hizo él en el título de la cruz —la misma Verdad lo hubiera clavado, esa verdad de la que él había preguntado qué era.

San Agustín de Hipona
Tratado 115 sobre el evangelio de san Juan (2-5: CCL 36, 644-646).

sábado, 21 de noviembre de 2015

Dio fe al mensaje divino y concibió por su fe

Berruguete - La Presentación de la Virgen

Os pido que atendáis a lo que dijo Cristo, el Señor, extendiendo la mano sobre sus discípulos: Estos son mi madre y mis hermanos. El que cumple la voluntad de mi Padre, que me ha enviado, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. ¿Por ventura no cumplió la voluntad del Padre la Virgen María, ella, que dio fe al mensaje divino, que concibió por su fe, que fue elegida para que de ella naciera entre los hombres el que había de ser nuestra salvación, que fue creada por Cristo antes que Cristo fuera creado en ella?

Ciertamente, cumplió santa María, con toda perfección, la voluntad del Padre, y, por esto, es más importante su condición de discípula de Cristo que la de madre de Cristo; es más dichosa por ser discípula de Cristo que por ser madre de Cristo. Por esto, María fue bienaventurada, porque, antes de dar a luz a su maestro, lo llevó en su seno.

Mira si no es tal como digo. Pasando el Señor, seguido de las multitudes y realizando milagros, dijo una mujer: Dichoso el vientre que te llevó. Y el Señor, para enseñarnos que no hay que buscar la felicidad en las realidades de orden material, ¿qué es lo que respondió?: Mejor, dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. De ahí que María es dichosa también porque escuchó la palabra de Dios y la cumplió; llevó en su seno el cuerpo de Cristo, pero más aún guardó en su mente la verdad de Cristo. Cristo es la verdad, Cristo tuvo un cuerpo: en la mente de María estuvo Cristo, la verdad; en su seno estuvo Cristo hecho carne, un cuerpo. Y es más importante lo que está en la mente que lo que se lleva en el seno.

María fue santa, María fue dichosa, pero más importante es la Iglesia que la misma Virgen María. ¿En qué sentido? En cuanto que María es parte de la Iglesia, un miembro santo, un miembro excelente, un miembro supereminente, pero un miembro de la totalidad del cuerpo. Ella es parte de la totalidad del cuerpo, y el cuerpo entero es más que uno de sus miembros. La cabeza de este cuerpo es el Señor, y el Cristo total lo constituyen la cabeza y el cuerpo. ¿Qué más diremos? Tenemos, en el cuerpo de la Iglesia, una cabeza divina, tenemos al mismo Dios por cabeza.

Por tanto, amadísimos hermanos, atended a vosotros mismos: también vosotros sois miembros de Cristo, cuerpo de Cristo. Así lo afirma el Señor, de manera equivalente, cuando dice: Éstos son mi madre y mis hermanos. ¿Cómo seréis madre de Cristo? El que escucha y cumple la voluntad de mi Padre del cielo, ése es mi hermano, y mi hermana, y mi madre. Podemos entender lo que significa aquí el calificativo que nos da Cristo de «hermanos» y «hermanas»: la herencia celestial es única, y, por tanto, Cristo, que siendo único no quiso estar solo, quiso que fuéramos herederos del Padre y coherederos suyos.

San Agustín de Hipona
Sermón 25 (7-8: PL, 46, 937-938)

jueves, 19 de noviembre de 2015

Catequesis de Benedicto XVI sobre santa Matilde

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy desearía hablaros de santa Matilde de Hackeborn, una de las grandes figuras del monasterio de Helfta, que vivió en el siglo XIII. Su hermana, santa Gertrudis la Grande, en el libro VI de la obra Liber specialis gratiae (Libro de la gracia especial), en el que se narran las gracias especiales que Dios concedió a santa Matilde, afirma: «Lo que hemos escrito es muy poco respecto a lo que hemos omitido. Únicamente para gloria de Dios y utilidad del prójimo publicamos estas cosas, porque nos parecería injusto guardar silencio sobre tantas gracias que Matilde recibió de Dios, no tanto para ella misma, según nuestra opinión, sino para nosotros y para aquellos que vendrán después de nosotros» (Matilde de Hackeborn, Liber specialis gratiae, VI, 1).

Esta obra fue redactada por santa Gertrudis y por otra monja de Helfta, y tiene una historia singular. Matilde, a la edad de cincuenta años, atravesaba una grave crisis espiritual acompañada de sufrimientos físicos. En estas condiciones, confió a dos religiosas amigas las gracias singulares con que Dios la había guiado desde la infancia, pero no sabía que ellas tomaban nota de todo. Cuando lo supo, se angustió y se turbó profundamente. Pero el Señor la tranquilizó, haciéndole comprender que cuanto se escribía era para gloria de Dios y el bien del prójimo (cf. ib., II, 25; V, 20). Así, esta obra es la fuente principal para obtener informaciones sobre la vida y la espiritualidad de nuestra santa.

Con ella entramos en la familia del barón de Hackeborn, una de las más nobles, ricas y potentes de Turingia, emparentada con el emperador Federico II, y entramos también en el monasterio de Helfta, en el período más glorioso de su historia. El barón ya había dado al monasterio una hija, Gertrudis de Hackeborn (1231-1232/1291-1292), dotada de una notable personalidad, abadesa durante cuarenta años, capaz de dar una impronta peculiar a la espiritualidad del monasterio, llevándolo a un florecimiento extraordinario como centro de mística y cultura, escuela de formación científica y teológica. Gertrudis les dio a las monjas una elevada instrucción intelectual, que les permitía cultivar una espiritualidad fundada en la Sagrada Escritura, la liturgia, la tradición patrística, la Regla y la espiritualidad cisterciense, con particular predilección por san Bernardo de Claraval y Guillermo de Saint-Thierry. Fue una verdadera maestra, ejemplar en todo, en el radicalismo evangélico y en el celo apostólico. Matilde, desde la infancia, acogió y gustó el clima espiritual y cultural creado por su hermana, dando luego su impronta personal.

Matilde nació en 1241 o 1242, en el castillo de Helfta; era la tercera hija del barón. A los siete años, con la madre, visitó a su hermana Gertrudis en el monasterio de Rodersdorf. Se sintió tan fascinada por ese ambiente, que deseó ardientemente formar parte de él. Ingresó como educanda, y en 1258 se convirtió en monja en el convento que, mientras tanto, se había mudado a Helfta, en la finca de los Hackeborn. Se distinguió por la humildad, el fervor, la amabilidad, la limpidez y la inocencia de su vida, la familiaridad y la intensidad con que vive su relación con Dios, la Virgen y los santos. Estaba dotada de elevadas cualidades naturales y espirituales, como «la ciencia, la inteligencia, el conocimiento de las letras humanas y la voz de una maravillosa suavidad: todo la hacía apta para ser un verdadero tesoro para el monasterio bajo todos los aspectos» (ib., Proemio). Así, «el ruiseñor de Dios» —como se la llama—, siendo muy joven todavía, se convirtió en directora de la escuela del monasterio, directora del coro y maestra de novicias, servicios que desempeñó con talento e infatigable celo, no sólo en beneficio de las monjas sino también de todo aquel que deseaba recurrir a su sabiduría y bondad.

Iluminada por el don divino de la contemplación mística, Matilde compuso numerosas plegarias. Fue maestra de doctrina fiel y de gran humildad, consejera, consoladora y guía en el discernimiento: «Ella enseñaba —se lee— la doctrina con tanta abundancia como jamás se había visto en el monasterio, y ¡ay!, tenemos gran temor de que no se verá nunca más algo semejante. Las monjas se reunían en torno a ella para escuchar la Palabra de Dios como alrededor de un predicador. Era el refugio y la consoladora de todos, y tenía, por don singular de Dios, la gracia de revelar libremente los secretos del corazón de cada uno. Muchas personas, no sólo en el monasterio sino también extraños, religiosos y seglares, llegados desde lejos, testimoniaban que esta santa virgen los había liberado de sus penas y que jamás habían experimentado tanto consuelo como cuando estaban junto a ella. Además, compuso y enseñó tantas plegarias que, si se recopilaran, excederían el volumen de un salterio» (ib., VI, 1).

En 1261 llegó al convento una niña de cinco años, de nombre Gertrudis; se la encomendaron a Matilde, apenas veinteañera, que la educó y la guió en la vida espiritual hasta hacer de ella no sólo una discípula excelente sino también su confidente. En 1271 ó 1272 también ingresó en el monasterio Matilde de Magdeburgo. Así, el lugar acogía a cuatro grandes mujeres —dos Gertrudis y dos Matilde—, gloria del monaquismo germánico. Durante su larga vida pasada en el monasterio, Matilde soportó continuos e intensos sufrimientos, a los que sumaba las durísimas penitencias elegidas por la conversión de los pecadores. De este modo, participó en la pasión del Señor hasta el final de su vida (cf. ib., vi, 2). La oración y la contemplación fueron el humus vital de su existencia: las revelaciones, sus enseñanzas, su servicio al prójimo y su camino en la fe y en el amor tienen aquí sus raíces y su contexto. En el primer libro de la obra Liber specialis gratiae, las redactoras recogen las confidencias de Matilde articuladas a lo largo de las fiestas del Señor, de los santos y, de modo especial, de la bienaventurada Virgen. Es impresionante la capacidad que tiene esta santa de vivir la liturgia en sus varios componentes, incluso en los más simples, llevándola a la vida cotidiana monástica. Algunas imágenes, expresiones y aplicaciones a veces resultan ajenas a nuestra sensibilidad, pero, si se considera la vida monástica y su tarea de maestra y directora del coro, se capta su singular capacidad de educadora y formadora, que ayuda a sus hermanas de comunidad a vivir intensamente, partiendo de la liturgia, cada momento de la vida monástica.

En la oración litúrgica, Matilde da particular relieve a las horas canónicas y a la celebración de la santa misa, sobre todo a la santa Comunión. Aquí se extasiaba a menudo en una intimidad profunda con el Señor en su ardientísimo y dulcísimo Corazón, mediante un diálogo estupendo, en el que pedía la iluminación interior, mientras intercedía de modo especial por su comunidad y sus hermanas. En el centro están los misterios de Cristo, a los cuales la Virgen María remite constantemente para avanzar por el camino de la santidad: «Si deseas la verdadera santidad, está cerca de mi Hijo; él es la santidad misma que santifica todas las cosas» (ib., I, 40). En esta intimidad con Dios está presente el mundo entero, la Iglesia, los bienhechores, los pecadores. Para ella, el cielo y la tierra se unen.

Sus visiones, sus enseñanzas y las vicisitudes de su existencia se describen con expresiones que evocan el lenguaje litúrgico y bíblico. Así se capta su profundo conocimiento de la Sagrada Escritura, que era su pan diario. A ella recurría constantemente, ya sea valorando los textos bíblicos leídos en la liturgia, ya sea tomando símbolos, términos, paisajes, imágenes y personajes. Tenía predilección por el Evangelio: «Las palabras del Evangelio eran para ella un alimento maravilloso y suscitaban en su corazón sentimientos de tanta dulzura, que muchas veces por el entusiasmo no podía terminar su lectura… El modo como leía esas palabras era tan ferviente, que suscitaba devoción en todos. De igual modo, cuando cantaba en el coro estaba totalmente absorta en Dios, embargada por tal ardor que a veces manifestaba sus sentimientos mediante gestos… Otra veces, como en éxtasis, no oía a quienes la llamaban o la movían, y de mal grado retomaba el sentido de las cosas exteriores» (ib., VI, 1). En una de sus visiones, es Jesús mismo quien le recomienda el Evangelio; abriéndole la llaga de su dulcísimo Corazón, le dice: «Considera qué inmenso es mi amor: si quieres conocerlo bien, en ningún lugar lo encontrarás expresado más claramente que en el Evangelio. Nadie ha oído jamás expresar sentimientos más fuertes y más tiernos que estos: Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros (Joan. XV, 9)» (ib., I, 22).

Queridos amigos, la oración personal y litúrgica, especialmente la liturgia de las Horas y la santa misa son el fundamento de la experiencia espiritual de santa Matilde de Hackeborn. Dejándose guiar por la Sagrada Escritura y alimentada con el Pan eucarístico, recorrió un camino de íntima unión con el Señor, siempre en plena fidelidad a la Iglesia. Esta es también para nosotros una fuerte invitación a intensificar nuestra amistad con el Señor, sobre todo a través de la oración diaria y la participación atenta, fiel y activa en la santa misa. La liturgia es una gran escuela de espiritualidad.

Su discípula Gertrudis describe con expresiones intensas los últimos momentos de la vida de santa Matilde de Hackeborn, durísimos, pero iluminados por la presencia de la santísima Trinidad, del Señor, de la Virgen María y de todos los santos, incluso de su hermana de sangre Gertrudis. Cuando llegó la hora en que el Señor quiso llamarla a sí, ella le pidió poder vivir todavía en el sufrimiento por la salvación de las almas, y Jesús se complació con este ulterior signo de amor.

Matilde tenía 58 años. Recorrió el último tramo de camino caracterizado por ocho años de graves enfermedades. Su obra y su fama de santidad se difundieron ampliamente. Al llegar su hora, «el Dios de majestad…, única suavidad del alma que lo ama…, le cantó: Venite vos, benedicti Patris mei… Venid, benditos de mi Padre, recibid la herencia del Reino…, y la asoció a su gloria» (ib., VI, 8).

Santa Matilde de Hackeborn nos encomienda al sagrado Corazón de Jesús y a la Virgen María. Nos invita a alabar al Hijo con el corazón de la Madre y a alabar a María con el corazón del Hijo: «Te saludo, oh Virgen veneradísima, en ese dulcísimo rocío que desde el corazón de la santísima Trinidad se difundió en ti; te saludo en la gloria y el gozo con que ahora te alegras eternamente, tú que preferida entre todas las criaturas de la tierra y del cielo fuiste elegida incluso antes de la creación del mundo. Amén» (ib., i, 45).

Benedicto XVI
Roma, 29 de septiembre de 2010

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Pedro y Pablo, dos vástagos plantados por Dios


Vale mucho a los ojos del Señor la vida de sus fieles, y ningún género de crueldad puede destruir la religión fundada en el misterio de la cruz de Cristo. Las persecuciones no son en detrimento, sino en provecho de la Iglesia, y el campo del Señor se viste siempre con una cosecha más rica al nacer multiplicados los granos que caen uno a uno.

Por esto, los millares de bienaventurados mártires atestiguan cuán abundante es la prole en que se han multiplicado estos dos insignes vástagos plantados por Dios, ya que aquéllos, emulando los triunfos de los apóstoles, han rodeado nuestra ciudad por todos lados con una multitud purpurada y rutilante, y la han coronado a manera de una diadema formada por una hermosa variedad de piedras preciosas.

De esta protección, amadísimos hermanos, preparada por Dios para nosotros como un ejemplo de paciencia y para fortalecer nuestra fe, hemos de alegrarnos siempre que celebramos la conmemoración de cualquiera de los santos, pero nuestra alegría ha de ser mayor aún cuando se trata de conmemorar a estos padres, que destacan por encima de los demás, ya que la gracia de Dios los elevó, entre los miembros de la Iglesia, a tan alto lugar, que los puso como los dos ojos de aquel cuerpo cuya cabeza es Cristo.

Respecto a sus méritos y virtudes, que exceden cuanto pueda decirse, no debemos hacer distinción ni oposición alguna, ya que son iguales en la elección, semejantes en el trabajo, parecidos en la muerte.

Como nosotros mismos hemos experimentado y han comprobado nuestros mayores, creemos y confiamos que no ha de faltarnos la ayuda de las oraciones de nuestros particulares patronos para obtener la misericordia de Dios en medio de las dificultades de esta vida; y así, cuanto más nos oprime el peso de nuestros pecados, tanto más levantarán nuestros ánimos los méritos de los apóstoles.

San León Magno
Sermón 82, en el natalicio de los apóstoles Pedro y Pablo (1, 6-7)

martes, 17 de noviembre de 2015

Speculum Caritatis. El libre albedrío

29.- El libre albedrío es una fuerza natural del alma o, si es posible expresado con más claridad, aquello propio del hombre por lo que éste se inclina a algo con ayuda de la la razón; no consiste en la inclinación hacia el bien o hacia el mal, en una u otra cosa, sino en la misma raíz del consentimiento.

Así como son cosas distintas la vista y la visión, puesto que la vista es uno de los cinco sentidos corporales y, en cambio, es la visión el ejercicio de ese sentido, igualmente hemos de decir del consentimiento y de aquello con que se consiente.

El consentimiento es una acción del alma y el libre albedrío es una fuerza natural de aquélla, por la que se inclina, con la ayuda de la razón en ella existente, a elegir lo que la atrae. Mas como el consentimiento se ejerce por la voluntad y el juicio por la razón, estas dos cosas, la razón y la voluntad, constituyen el libre albedrío.

La razón, en cierto modo, propone las cosas buenas o malas, lo justo y lo injusto, e incluso aquellas otras intermedias. Y la voluntad, y sólo ella, ejerce el consentimiento.

Elredo de Rieval
El Espejo de la Caridad

lunes, 16 de noviembre de 2015

Catequesis de Benedicto XVI sobre santra Gertrudis la Grande

Santa Gertrudis la Grande, de quien quiero hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-alemana. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, la única mujer de Alemania que recibió el apelativo de «Grande», por su talla cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento influyó de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de particulares talentos naturales y de extraordinarios dones de gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y de prontitud a la hora de socorrer a los necesitados.

En Helfta se confronta, por decirlo así, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la audiencia del miércoles pasado; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente, de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con una confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo de su mundo monástico, sino también y sobre todo del bíblico, litúrgico, patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.

Nace el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada ni de sus padres ni del lugar de su nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le desvela el sentido de su primer desarraigo: «La he elegido como morada mía porque me complace que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía (…). Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes, para que nadie la amara por razón de consanguinidad y yo fuera el único motivo del afecto que se le tiene» (Le rivelazioni, I, 16, Siena 1994, pp. 76-77).

A los cinco años de edad, en 1261, entra en el monasterio, como era habitual en aquella época, para la formación y el estudio. Allí transcurre toda su existencia, de la cual ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la previno con longánima paciencia e infinita misericordia, olvidando los años de la infancia, la adolescencia y la juventud, transcurridos «en tal ofuscamiento de la mente que habría sido capaz (…) de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me hubiese gustado y donde hubiera podido, si tú no me hubieses prevenido, tanto con un horror innato del mal y una inclinación natural por el bien, como con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana (…) y esto aunque tú quisiste que desde la infancia, es decir, desde que yo tenía cinco años, habitara en el santuario bendito de la religión para que allí me educaran entre tus amigos más devotos» (ib., II, 23, 140 s).

Gertrudis es una estudiante extraordinaria; aprende todo lo que se puede aprender de las ciencias del trivio y del cuadrivio, la formación de su tiempo; se siente fascinada por el saber y se entrega al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de cualquier expectativa. Si bien no sabemos nada de sus orígenes, ella nos dice mucho de sus pasiones juveniles: la cautivan la literatura, la música y el canto, así como el arte de la miniatura; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; con frecuencia dice que es negligente; reconoce sus defectos y pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejo y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, tanto que asombran a algunas personas que se preguntan cómo podía sentir preferencia por ella el Señor.

De estudiante pasa a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucede nada excepcional: el estudio y la oración son su actividad principal. Destaca entre sus hermanas por sus dotes; es tenaz en consolidar su cultura en varios campos. Pero durante el Adviento de 1280 comienza a sentir disgusto de todo esto, se percata de su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, por la noche, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve incluso como un don de Dios «para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, aun llevando —¡ay de mí!— el nombre y el hábito de religiosa, yo había ido levantando con mi soberbia, a fin de que pudiera encontrar así al menos el camino para mostrarme tu salvación» (ib., II, 1, p. 87). Tiene la visión de un joven que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En aquella mano Gertrudis reconoce «la preciosa huella de las llagas que han anulado todos los actos de acusación de nuestros enemigos» (ib., II, 1, p. 89), reconoce a Aquel que en la cruz nos salvó con su sangre, Jesús.

Desde ese momento se intensifica su vida de comunión íntima con el Señor, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos —Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen— incluso cuando no podía acudir al coro por estar enferma. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más sencillos y claros, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.

Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir su particular «conversión»: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional celo misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la llama con su gracia «de las cosas externas a la vida interior y de las ocupaciones terrenas al amor de las cosas espirituales». Gertrudis comprende que estaba alejada de él, en la región de la desemejanza, como dice ella siguiendo a san Agustín; que se ha dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; conducida ahora al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. «De gramática se convierte en teóloga, con la incansable y atenta lectura de todos los libros sagrados que podía tener o procurarse, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Por eso, tenía siempre lista alguna palabra inspirada y de edificación con la cual satisfacer a quien venía a consultarla, junto con los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión equivocada y cerrar la boca a sus opositores» (ib., I, 1, p. 25).

Gertrudis transforma todo eso en apostolado: se dedica a escribir y divulgar la verdad de fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta tal punto que era útil y grata a los teólogos y a las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, entre otras razones por las vicisitudes que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del Heraldo del amor divino o Las revelaciones, nos quedan los Ejercicios espirituales, una rara joya de la literatura mística espiritual.

En la observancia religiosa —dice su biógrafa— nuestra santa es «una sólida columna (…), firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad» (ib., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien se encuentra con ella la conciencia de estar en presencia del Señor. Y, de hecho, Dios mismo le hace comprender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. Gertrudis se siente indigna de este inmenso tesoro divino y confiesa que no lo ha custodiado y valorizado. Exclama: «¡Ay de mí! Si tú me hubieses dado por tu recuerdo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría tenido que mirarlo con mayor respeto y reverencia de la que he tenido por estos dones tuyos» (ib., II, 5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, se adhiere a la voluntad de Dios, «porque —afirma— he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que se me hayan dado para mí sola, al no poder nadie frustrar tu eterna sabiduría. Haz, pues, oh Dador de todo bien que me has otorgado gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva al pensar que el celo de las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón» (Ib., II, 5, p. 100 s).

Estima en particular dos favores, más que cualquier otro, como Gertrudis misma escribe: «Los estigmas de tus salutíferas llagas que me imprimiste, como joyas preciosas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con la que lo marcaste. Tú me inundaste con tus dones de tanta dicha que, aunque tuviera que vivir mil años sin ninguna consolación ni interna ni externa, su recuerdo bastaría para confortarme, iluminarme y colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de distintos modos el sagrario nobilísimo de tu divinidad que es tu Corazón divino (…). A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María, Madre tuya, y de haberme encomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría encomendar a su propia madre a su amada esposa» (Ib., ii, 23, p. 145).

Orientada hacia la comunión sin fin, concluye su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de cerca de 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: «Oh Jesús, a quien amo inmensamente, quédate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división y tú bendigas mi tránsito, para que mi espíritu, liberado de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar descanso en ti. Amén» (Ejercicios, Milán 2006, p. 148).

Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de camino recto, y nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús, el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor a la Sagrada Escritura, en al amor a la liturgia, en la fe profunda, en el amor a María, para conocer cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.

Benedicto XVI - Plaza de San Pedro de Roma
Miércoles, 16 de octubre de 2010

domingo, 15 de noviembre de 2015

Benedicto XVI. San Alberto Magno


Uno de los maestros más grandes de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de "grande" (magnus), con el que pasó a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que unió a la santidad de vida. Ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió "asombro y milagro de nuestra época".

Nació en Alemania a principios del siglo XIII, y todavía muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de las universidades más famosas del Medioevo. Se dedicó al estudio de las llamadas "artes liberales": gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general, manifestando el típico interés por las ciencias naturales que muy pronto se convertiría en el campo predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los cuales después se unió con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró esta decisión gradualmente. La intensa relación con Dios, el ejemplo de santidad de los frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en el gobierno de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que lo ayudaron a superar toda duda, venciendo también resistencias familiares. Con frecuencia, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal alimentada por la Palabra del Señor, la participación frecuente en los sacramentos y la dirección espiritual de hombres iluminados son medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso de manos del beato Jordán de Sajonia.

Después de la ordenación sacerdotal, sus superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros de estudios teológicos anexos a los conventos de los padres dominicos. Sus brillantes cualidades intelectuales le permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió la extraordinaria actividad de escritor que prosiguió durante toda su vida.

Se le asignaron tareas prestigiosas. En 1248 recibió el encargo de abrir un estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en varios períodos de su vida, y que se convirtió en su ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia a un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para sentir una profunda admiración por san Alberto. Entre estos dos grandes teólogos, se instauró una relación de recíproca estima y amistad, actitudes humanas que ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido provincial de la "Provincia Teutoniae" —teutónica— de los padres dominicos, que comprendía comunidades esparcidas en un vasto territorio del centro y del norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció ese ministerio, visitando a las comunidades y exhortando constantemente a los hermanos a vivir la fidelidad a las enseñanzas y los ejemplos de santo Domingo.

Sus dotes no escaparon a la atención del Papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso que Alberto estuviera durante un tiempo a su lado en Anagni —adonde los Papas iban con frecuencia—, en Roma y en Viterbo, para servirse de su asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una diócesis grande y famosa, pero que atravesaba un momento difícil. De 1260 a 1262 Alberto desempeñó este ministerio con infatigable dedicación, y logró traer paz y concordia a la ciudad, reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas...

Benedicto XVI
Audiencia General - Miércoles 24 de marzo de 2010

sábado, 14 de noviembre de 2015

Pedro el Venerable, abad de Cluny


Cuando parecía declinar la estrella de Cluny, se enfriaba el fervor primitivo con la prodigalidad exagerada del rezo litúrgico, y surgía en Claraval el espíritu de San Bernardo que había de atraer hacia su reforma la atención unánime de príncipes y prelados, Pedro el Venerable, abad de Cluny, con su sencillez y energía, con su dinamismo, su buena prosa y su temperamento ardiente y combativo, logra contener una decadencia que se inicia, y en sus treinta y cuatro años de prelacía mantiene la venerable abadía borgoñona a la altura a que la elevaron San Odón y San Hugo.

Su viaje a España en 1141 obedeció sin duda a este afán de vigorizar una disciplina que se relajaba, en la cabeza y en sus miembros, y tal vez a su deseo también de afirmar la observancia cluniacense, que no podía menos de resentirse ante los avances de los Estatutos del Cister y de Fontevrault (1). En 1142 (29 de julio) estaba en Salamanca, donde recibía de Alfonso VII el monasterio de San Pedro de Cardeña con todas sus dependencias a cambio del tributo de 2.000 monedas de oro que desde Alfonso VI debían pagar anualmente a Cluny los reyes de León y Castilla. Por el mismo concepto se incorporó a Cluny el lugar de Villalbilla, junto a Burgos, con sus términos, y dos familias pecheras. El 7 de septiembre del mismo año encontramos en Burgos a Pedro el Venerable, donde el Emperador le otorgaba extraordinarias exenciones para el barrio de San Zoilo de Carrión, formado en derredor del monasterio clunaciense del mismo nombre. Las donaciones a Cluny siguieron a partir de entonces, lo que ha hecho pensar si no fueron principalmente de orden económico las razones que le movieron a venir a España.

Pero otras trascendentales consecuencias en orden a la cultura cristiana de su siglo, tuvo el viaje a España del venerable abad de Cluny. Al llegar a la región del Ebro, tal vez en Nájera, conoció a dos extranjeros, Roberto de Retines, inglés, y Hermann de Carintia, o el Dálmata, que llevados por sus aficiones astrológicas, habían venido a España a estudiar la ciencia de los árabes. Pedro el Venerable les indujo a colaborar en la traducción del Alcorán, empresa que había encomendado al Maestro Pedro Toledano, para poder, con conocimiento de causa, refutar la doctrina de Mahoma, contra la cual escribió además un tratado que se conserva incompleto. A Roberto de Retines, o de Chester, lo hemos de ver en 1143 de arcediano en Pamplona, en 1145 aparece en Segovia y desde 1147 hasta 1150 sabemos que vivió en Londres. Hermann el Dálmata, en 1142 estaba en León y al año siguiente se le encuentra en Toulouse y en Beziéres. Merced al celo de Pedro el Venerable la Europa cristiana conoció, con su refutación vigorosa, la  primera  traducción latina  del  Corán.

En Nájera se detendría el abad de Cluny varios días, tal vez  meses.  La abadía que creara  García  el  de Nájera, era una de las posesiones más ricas de la Casa Madre de Cluny, desde que la incorporara, entre generales protestas, Alfonso VI en el año 1079. Allí, acompañado de los prelados Esteban de Osma y Arnaldo de Olorón, tuvo ocasión de informarse de la estupenda visión que refería el antiguo burgués de Estella, Pedro Engelberto, ahora monje en una decanía que dependía de Nájera.

viernes, 13 de noviembre de 2015

La Regla de san Leandro

San Leandro de Sevilla escribió una obra que llevaba por título : Libro de la Educación de las Vírgenes y del Desprecio del Mundo. Se trataba de una obra, dirigida a su hermana Florentina, con el fin de organizar la vida de una comunidad monástica de vírgenes. Se la conoce, también, como la Regla monástica de San Leandro. Sus fuentes son occidentales: Tertuliano, Cipriano, Ambrosio, Agustín..., aunque también contiene elementos del monacato egipcio a través de Juan Casiano.

En este día, en el que celebramos la memoria de san Leandro, volveremos nuestra mirada a aquel venerable texto monástico, leyendo las primeras líneas de esta obra.

Murillo: San Leandro

LEANDRO, EN CRISTO DIOS, POR SU MISERICORDIA, OBISPO, 
SALUDA A SU HIJA EN CRISTO Y HERMANA FLORENTINA

Al preguntarme con insistencia a mí mismo, queridísima hermana Florentina, qué caudal de riquezas podría dejarte en herencia como lote del patrimonio, acudían a mi imaginación multitud de bienes falaces. Pero después de espantarlos como molestas moscas con el meneo de la reflexión, me decía para mis adentros: «El oro y la plata proceden de la tierra, y a la tierra vuelven; la hacienda y las rentas patrimoniales son de poco valor, son caducas, pues pasa la apariencia de este mundo» Nada, por consiguiente, de lo que he contemplado bajo el sol lo he creído digno de ti, hermana mía; convencido estoy de que nada de ello puede caer en gracia a tu profesión. He visto que todo ha de ser mudable, caduco y vacío; por eso he comprendido qué verdad son las palabras de Salomón: Voy a ensalzar mis empresas: me edifiqué casas y planté viñas, me formé jardines y vergeles, y puse en ellos toda clase de árboles. Me construí estanques de agua para regar el plantío de los tiernos árboles. Tuve a mi disposición esclavos y esclavas y numerosa servidumbre. Asimismo, rebaños de bueyes, corderos y ovejas, como también de cabras, en mayor cantidad que todos cuantos existieron antes de mí en Jerusalén. Amontoné oro, y plata, y riquezas de reyes y regiones; me organicé cantores y cantoras y diversiones de los hombres; copas y vasijas para el servicio de los vinos. Y sobrepujé en riquezas a todos los que existieron en Jerusalén.

En resumen, que toda esta pompa humana la expuso en tales términos, que concluyó: Después de volver la mirada a todas las obras de mis manos y a los trabajos en que inútilmente me había afanado, vi en todo vanidad y un azotar el aire y que nada hay estable bajo el sol. Y en otro pasaje continúa el mismo: He aborrecido solemnemente a toda mi actividad, en que me empleé tan afanosamente en este mundo, pues he de tener un heredero, que ignoro si será avisado o necio. Él poseerá el fruto de mis trabajos, que tantos sudores y afanes me costaron. Y ¿puede haber algo tan huero como esto? Por eso he dado de mano a todo esto y decidido en mi intención no afanarme más en este mundo.

Por mi parte, pues, ilustrado con estas palabras del oráculo, no me creería un verdadero padre para ti si te entregara tales riquezas carentes de toda consistencia, que, pudiendo ser arrebatadas por los vaivenes del mundo, podrían dejarte pobre y desamparada. Además, cargaría sobre ti un cúmulo de ruinas y te expondría a un continuo temor si pensara en reservarte, en razón de tu legítima fraternidad para conmigo, tesoros que los ladrones podían robar, roer la polilla, devorar el orín, consumir el fuego, tragárselos la tierra, destruir el agua, abrasar el sol, pudrir la lluvia, congelar el hielo. Y, en efecto, no cabe duda que, enredado el espíritu en estos negocios humanos, se va apartando de Dios y acaba por alejarse de la norma inconmovible y permanente de la verdad. Ni es capaz tampoco de dar cabida en sí mismo a la dulcedumbre del Verbo de Dios y a la suavidad del Espíritu Santo el corazón que se ve agitado con tantos obstáculos mundanos y acribillado con tantas espinas de inquietudes temporales.

Si, pues, te ligare con tales lazos, si te echare encima tales cargas y te oprimiere con el peso de preocupaciones terrenas, deberías considerarme no como padre, sino como enemigo; habrías de pensar que era un asesino, no un hermano. Por eso, queridísima hermana, en vista de que todo cuanto se encierra bajo la bóveda del cielo se apoya sobre cimientos de tierra y va rodando sobre su haz, nada he encontrado digno de constituir tu tesoro. Allá en lo alto de los cielos hay que buscarlo, de modo que topes con el patrimonio de la virginidad allí donde aprendiste su profesión. El valor, pues, de la integridad se echa de ver en su recompensa, apreciándose su mérito por la retribución que recibe; pues cuanto más despreciable sería considerada si se enriqueciera con bienes transitorios y terrenos, tanto más bella y excelente es la virginidad, que después de pisar y repudiar los placeres del mundo, conservando en la tierra la entereza de los ángeles, se granjeó la herencia del Señor de los ángeles. ¿Cuál es entonces la herencia de la virginidad ¿No ves cómo la canta en los Salmos David, el salmista: El Señor es mi herencia; y en otro lugar: Mi lote es el Señor?

jueves, 12 de noviembre de 2015

San Teodoro, abad de Studion


Recuerda hoy la liturgia latina a un gran monje bizantino, san Teodoro, abad del Monasterio de Studion, en Constantinopla. Además de participar en la defensa del culto a las sagradas imágenes, polémica que perturbó la cristiandad oriental durante los siglos VIII y IX, san Teodoro destacó por su esfuerzo en fomentar la vida espiritual de su monasterio.

De san Teodoro de Studion conservamos, entre muchos otros escritos, una conmovedora descripción de su despedida, que compendia sus principales líneas espirituales. Dice así:

Padres y hermanos míos: Como veis, he llegado al término de mi vida, término que siempre he esperado. A todos les está reservado este cáliz, si bien unos han de apurarlo antes, otros después. En efecto, desde el momento mismo en que entramos en esta vida, debemos aceptar igualmente el fin, como lo ha establecido nuestro óptimo Señor: los que disfrutan de la vida, han de soportar también la muerte. También yo debo ciertamente emprender el camino del resto de los mortales y marchar a donde me precedieron mis padres, donde se goza de la vida eterna o, mejor, del mismo Señor, mi Dios: aquel a quien mi alma ha amado, aquel a quien mi corazón ha siempre deseado, aquel de quien he sido llamado siervo, si bien he descuidado su servicio; a él le he consagrado toda mi vida.

En cuanto a vosotros, hijitos, permaneced firmes en la doctrina que os hemos predicado, observando las reglas que habéis recibido y guardando incontaminada vuestra vida junto con vuestra fe. Una y otra os son necesarias si queréis aguardar a Dios y serle gratos a él.

Sabéis muy bien que no he escatimado esfuerzo alguno con tal de anunciaros la verdad, antes bien, en público o en privado, he indicado a todos lo que era bueno. ¡Quiera Dios que todas estas verdades permanezcan inmutablemente en vuestras mentes!

Por mi parte, os prometo que si, en mi pobreza, el día del Señor consigo el premio esperado, ofreceré incesantemente súplicas y plegarias por vosotros, para que también vosotros podáis constantemente avanzar en la virtud y este vuestro cenobio goce de incrementos siempre mayores.

Saludad con mis palabras a los padres que no están aquí presentes. Enviad mi saludo, con expresiones apropiadas a su rango, a los obispos y sacerdotes. A todos los hermanos esparcidos por doquier, y a todos los demás que perseveran en un mismo testimonio de fe y de vida, hacedles llegar, de mi parte, estas mis últimas palabras.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

De la Vida de san Martín


Cierto día, no llevando consigo nada más que sus armas y una sencilla capa militar (era entonces un invierno más riguroso que de costumbre, hasta el punto de que muchos morían de frío), encontró Martín, en la puerta de la ciudad de Amiens, a un pobre desnudo. Como la gente que pasaba a su lado no atendía a los ruegos que les hacía para que se apiadaran de él, el varón, lleno de Dios, comprendió que sí los demás no tenían piedad, era porque el pobre le estaba reservado a él.

¿Qué hacer? No tenía más que la capa militar. Lo demás ya lo había dado en ocasiones semejantes. Tomó pues la espada que ceñía, partió la capa por la mitad, dio una parte al pobre y se puso de nuevo el resto. Entre los que asistían al hecho, algunos se pusieron a reír al ver el aspecto ridículo que tenía con su capa partida, pero muchos en cambio, con mejor juicio, se dolieron profundamente de no haber hecho otro tanto, pues teniendo más hubieran podido vestir al pobre sin sufrir ellos la desnudez.

A la noche, cuando Martín se entregó al sueño, vio a Cristo vestido con el trozo de capa con que había cubierto al pobre. Se le dijo que mirara atentamente al Señor y la capa que le había dado. Luego oyó al Señor que decía con voz clara a una multitud de ángeles que lo rodeaban: Martín, siendo todavía catecúmeno, me ha cubierto con este vestido.

En verdad el Señor, recordando las palabras que él mismo dijera: Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mi me lo hicisteis, proclamó haber recibido el vestido en la persona del pobre. Y para confirmar tan buena obra se dignó mostrarse llevando el vestido que recibiera el pobre.

Martín no se envaneció con gloria humana por esta visión, sino que reconoció la bondad de Dios en sus obras. Tenía entonces dieciocho años, y se apresuró a recibir el bautismo- Sin embargo no renunció inmediatamente a la carrera de las armas, vencido por los ruegos de su tribuno, con quien lo ligaban lazos de amistad. Pues este prometía renunciar al mundo una vez concluido el tiempo de su tribunato. Martín, en suspenso ante esta expectativa, durante casi dos años después de su bautismo continuó en el ejército, aunque sólo de nombre.

Sulpicio Severo
Vida de San Martín

martes, 10 de noviembre de 2015

San León Magno. El especial servicio de nuestro ministerio

Aunque toda la Iglesia está organizada en distintos grados, de manera que la integridad del sagrado cuerpo consta de una diversidad de miembros, sin embargo, como dice el Apóstol, todos somos uno en Cristo Jesús; y esta diversidad de funciones no es en modo alguno causa de división entre los miembros, ya que todos, por humilde que sea su función, están unidos a la cabeza. En efecto, nuestra unidad de fe y de bautismo hace de todos nosotros una sociedad indiscriminada, en la que todos gozan de la misma dignidad, según aquellas palabras de san Pedro, tan dignas de consideración: También vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo; y más adelante: Vosotros sois una raza elegida, un sacerdocio real, una nación consagrada, un pueblo adquirido por Dios.

La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? ¿Y qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?

Aunque esto, por gracia de Dios, es común a todos, sin embargo, es también digno y laudable que os alegréis del día de nuestra promoción como de un honor que os atañe también a vosotros, para que sea celebrado así en todo el cuerpo de la Iglesia el único sacramento del pontificado, cuya unción consecratoria se derrama ciertamente con más profusión en la parte superior, pero desciende también con abundancia a las partes inferiores.

Así pues, amadísimos hermanos, aunque todos tenemos razón para gozarnos de nuestra común participación en este oficio, nuestro motivo de alegría será más auténtico y elevado si no detenéis vuestra atención en nuestra humilde persona, ya que es mucho más provechoso y adecuado elevar nuestra mente a la contemplación de la gloria del bienaventurado Pedro y celebrar este día solemne con la veneración de aquel que fue inundado tan copiosamente por la misma fuente de todos los carismas, de modo que, habiendo sido el único que recibió en su persona tanta abundancia de dones, nada pasa a los demás si no es a través de él. Así, el Verbo hecho carne habitaba ya entre nosotros, y Cristo se había entregado totalmente a la salvación del género humano.

San León Magno
Sermón 4 (1-2: PL 54, 148-149)

lunes, 9 de noviembre de 2015

Es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios


También hoy, hermanos, celebramos una solemnidad, una espléndida solemnidad. Y si queréis saber cuál, es la fiesta de la casa del Señor, del templo de Dios, de la ciudad del Rey eterno, de la esposa de Cristo. Y ¿quién puede lícitamente dudar de que la casa de Dios sea santa? De ella leemos: La santidad es el adorno de tu casa. Así también es santo su templo, admirable por su justicia. Y Juan atestigua que vio también la ciudad santa: Vi —dice— la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo.

Ahora, deteniéndonos un momento en esta especie de atalaya, busquemos la casa de Dios, busquemos el templo, busquemos la ciudad, y busquemos también la esposa. Pues ciertamente no lo he olvidado, pero sí que lo digo con temor y respeto: Somos nosotros. Insisto, somos nosotros, pero en el corazón de Dios; somos nosotros, pero por dignación suya, no por dignidad nuestra. Que no usurpe el hombre lo que es de Dios y cese de gloriarse de su poder; de otra suerte, reduciéndolo a su propio ser, Dios humillará al que se enaltece.

Y recuerda que el Señor define su casa como casa de oración, lo cual parece cuadrar admirablemente con el testimonio del profeta, el cual afirma que seremos acogidos por Dios —por supuesto, en la oración—, para ser alimentados con el pan de las lágrimas y para darnos a beber lágrimas a tragos. Por lo demás —como dice el mismo profeta—, la santidad es el adorno de esta casa, de suerte que las lágrimas de penitencia han de ir siempre acompañadas de la pureza de la continencia, y así, la que ya era casa, se convierta seguidamente en templo de Dios. Seréis santos —dice—, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo. Y el Apóstol: ¿O es que no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo? El habita en vosotros. Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él.

Pero, ¿es que bastará ya la misma santidad? Es asimismo necesaria la paz, como lo asegura el Apóstol cuando dice: Buscad la paz con todos y la santificación, sin la cual ninguno verá a Dios. Esta paz es la que, a los de un mismo talante, los hace vivir unidos como hermanos, construyendo a nuestro Rey, el verdadero Rey de la paz, una ciudad ciertamente nueva, llamada también Jerusalén, es decir, visión de paz.

Por tanto, hermanos míos, si la casa de un gran padre de familia se reconoce por la abundancia de los manjares, el templo de Dios por la santidad, la ciudad del gran Rey por la recíproca comunión de vida, la esposa del Esposo inmortal por el amor, pienso que no hay ya motivo de enrojecer al afirmar que ésta es nuestra solemnidad. Ni debéis maravillaros de que esta solemnidad se celebre en la tierra, pues que se celebra igualmente en los cielos. En efecto, si —como dice la Verdad (y no puede por menos de ser verdadero)— hay alegría en el cielo, incluso para los ángeles de Dios, por un solo pecador que se convierta, no cabe duda de que la alegría será multiplicada por la conversión de tan gran número de pecadores.

Unámonos, pues, a la alegría de los ángeles de Dios, unámonos al gozo de Dios y celebremos esta solemnidad con rendidas acciones de gracias, porque cuanto más íntima nos es, con mayor devoción hemos de celebrarla.

San Bernardo de Claraval
Sermón 5 (1.8-10)

viernes, 6 de noviembre de 2015

San Leonardo de Noblac

Hoy, 6 de noviembre, conmemoramos a san Leonardo de Noblac (496-559). Nació probablemente en una familia de la corte de los reyes merovingios. De acuerdo con la tradición medieval, Leonardo de Noblac, o de Limoges, fue un noble francés de la corte de Clodoveo I, fundador de la dinastía de los merovingios.

Leonardo fue convertido al cristianismo junto con su rey y padrino la Navidad de 496 por San Remigio, obispo de Reims. Ya mayor de edad, el rey Clodoveo le concedió a san Leonardo el privilegio de liberar a los prisioneros que él considerara que estuvieran injustamente en prisión, con lo cual llegó a salvar a muchos inocentes.

Clodoveo le otorgó también un obispado que él rechazó, prefiriendo ingresar al monasterio de Micy, cerca de Orléans. Más tarde san Leonardo buscó la soledad de los bosques de la región de Limousin, donde vivió muchos años como ermitaño.

Gracias a sus oraciones, la reina de los francos dio a luz a un varón y sobrevivió al parto, por lo cual el rey, probablemente Clodomiro, lo recompensó con una gran porción de terreno en Noblac, el actual pueblo de St-Léonard-de-Noblat, a 20 kilómetros de Limoges. En esas tierras San Leonardo fundó una abadía, y se dice que muchos de sus primeros monjes fueron antiguos cautivos que él había liberado. A san Leonardo de Noblac se le considera patrono de los prisioneros y de las parturientas. Su culto estuvo muy difundido en Europa occidental a finales de la Edad Media.

jueves, 5 de noviembre de 2015

Speculum Caritatis. El libre albedrío, entre el deseo y la caridad

28.- Entre la concupiscencia carnal, muy adecuadamente llamada deseo, y aquella otra, propia del espíritu, que no sin razón denominamos caridad, puesto que es espíritu de Dios y no nuestro: La caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado. Entre estas dos, repito, tiene un lugar medio lo que en el hombre se llama libre albedrío, para que el alma, o cualquiera de ellas que se vuelva, lo haga ciertamente por el libre albedrío.

Que nadie, por tanto, se equivoque ni se atreva a suponer en el hombre igual facultad para inclinarse al bien y al mal, ya que no somos capaces de pensar nada como verdaderamente nuestro; es Dios el que obra en nosotros, tanto el querer como el hacer, según su voluntad: y nada depende decisivamente del que quiere ni del que se fatiga, sino sólo de Dios misericordioso.

¿Qué diremos por consiguiente? ,¡Se desprende de todo ello que en el hombre no exista el libre albedrío? Todo lo contrario.

Elredo de Rieval
El Espejo de la Caridad

miércoles, 4 de noviembre de 2015

San Carlos Borromeo. No seas de los que dicen una cosa y hacen otra


Todos somos débiles, lo admito, pero el Señor ha puesto en nuestras manos los medios con que poder ayudar fácilmente, si queremos, esta debilidad. Algún sacerdote querría tener aquella integridad de vida que sabe que se le demanda, querría ser continente y vivir una vida angélica, como exige su condición, pero no piensa en emplear los medios requeridos para ello: ayunar, orar, evitar el trato con los malos y las familiaridades dañinas y peligrosas.

Algún otro se queja de que, cuando va a salmodiar o a celebrar la misa, al momento le acuden a la mente mil cosas que lo distraen de Dios; pero éste, antes de ir al coro o a celebrar la misa, ¿qué ha hecho en la sacristía, cómo se ha preparado, qué medios ha puesto en práctica para mantener la atención?

¿Quieres que te enseñe cómo irás progresando en la virtud y, si ya estuviste atento en el coro, cómo la próxima vez lo estarás más aún y tu culto será más agradable a Dios? Oye lo que voy a decirte. Si ya arde en ti el fuego del amor divino, por pequeño que éste sea, no lo saques fuera en seguida, no lo expongas al viento, mantén el fogón protegido para que no se enfríe y pierda el calor; esto es, aparta cuanto puedas las distracciones, conserva el recogimiento, evita las conversaciones inútiles.

¿Estás dedicado a la predicación y la enseñanza? Estudia y ocúpate en todo lo necesario para el recto ejercicio de este cargo; procura antes que todo predicar con tu vida y costumbres, no sea que, al ver que una cosa es lo que dices y otra lo que haces, se burlen de tus palabras meneando la cabeza.

¿Ejerces la cura de almas? No por ello olvides la cura de ti mismo, ni te entregues tan pródigamente a los demás que no quede para ti nada de ti mismo; porque es necesario, ciertamente, que te acuerdes de las almas a cuyo frente estás, pero no de manera que te olvides de ti.

Sabedlo, hermanos, nada es tan necesario para los clérigos como la oración mental; ella debe preceder, acompañar y seguir nuestras acciones: Salmodiaré —dice el salmista— y entenderé. Si administras los sacramentos, hermano, medita lo que haces; si celebras la misa, medita lo que ofreces; si salmodias en el coro, medita a quién hablas y qué es lo que hablas; si diriges las almas, medita con qué sangre han sido lavadas, y así, todo lo que hagáis, que sea con amor; así venceremos fácilmente las innumerables dificultades que inevitablemente experimentamos cada día (ya que esto forma parte de nuestra condición); así tendremos fuerzas para dar a luz a Cristo en nosotros y en los demás.

San Carlos Borromeo
 Sermón pronunciado en el último sínodo que convocó