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sábado, 19 de enero de 2019

Una continua e ininterrumpida atmósfera de oración



El fin del monje y la más alta perfección del corazón tienden a establecerle en una continua e ininterrumpida atmósfera de oración. De esta suerte llega a poseer, en cuanto es posible a nuestra fragilidad humana, una tranquilidad inmóvil en la mente y una inviolable pureza de alma. Constituye éste un bien tan preciado, que tratamos de procurárnoslo al precio de un trabajo físico incansable y a trueque de una continua contrición de espíritu. Media una relación recíproca entre estas dos cosas que están inseparablemente unidas. Porque todo el edificio de las virtudes se levanta en orden a alcanzar la perfección de la oración. Y es que si la oración no mantiene este edificio y sostiene todas sus partes conjugándolas y uniéndolas entre sí, no podrá ser éste firme y sólido, sin subsistir por mucho tiempo. Esta tranquilidad estable y esta oración continua de que tratamos no pueden adquirirse sin estas virtudes; y estas virtudes, a su vez, que son como los cimientos, no pueden lograrse sin aquélla.

Juan Casiano
Conferencia IX sobre la Oración, 2

jueves, 23 de junio de 2016

Sobre la oración

El fin del monje y la más alta perfección del corazón tienden a establecerle en una continua e ininterrumpida atmósfera de oración. De esta suerte llega a poseer, en cuanto es posible a nuestra fragilidad humana, una tranquilidad inmóvil en la mente y una inviolable pureza de alma. Constituye éste un bien tan preciado, que tratamos de procurárnoslo al precio de un trabajo físico incansable y a trueque de una continua contrición de espíritu. Media una relación recíproca entre estas dos cosas que están inseparablemente unidas. Porque todo el edificio de las virtudes se levanta en orden a alcanzar la perfección de la oración. Y es que si la oración no mantiene este edificio y sostiene todas sus partes conjugándolas y uniéndolas entre sí, no podrá ser éste firme y sólido, sin subsistir por mucho tiempo. Esta tranquilidad estable y esta oración continua de que tratamos no pueden adquirirse sin estas virtudes; y estas virtudes, a su vez, que son como los cimientos, no pueden lograrse sin aquélla. 

Sería una quimera querer tratar con precipitación y a la ligera de los efectos de la oración, e incluso estudiarla en aquel grado sumo que implica la práctica de todas las virtudes. Importa, ante todo, examinar gradualmente las dificultades que es menester conjurar y los preparativos que se imponen para llegar a su feliz término. Como que la parábola del Evangelio nos enseña a calcular con diligencia y hacer acopio de los materiales que son necesarios para la construcción de esta ingente torre espiritual. 

Pero también estos materiales ensamblados serían de muy poco provecho e incapaces de sustentar la techumbre sublime de la perfección sin contar con un requisito previo. Esto es: desarraigar en primera línea nuestros vicios y arrancar de nuestra alma los tallos de las pasiones, poniendo al desnudo las raíces muertas. Luego, echar sobre la tierra firme de nuestro corazón, o mejor, sobre la piedra de que nos habla el Evangelio, las sólidas bases de la simplicidad de la humanidad. Merced a ellas esta torre que intentamos levantar podrá asentarse inconmovible, rodeada de nuestras virtudes y erguirse segura en su propia solidez hasta los cielos. 

Quien construye sobre tales fundamentos no tiene nada que temer. Aunque irrumpan contra ella las tempestades de las pasiones y azote sus murallas al torrente furioso de la persecución; por más que las potestades enemigas se levanten cual huracán proceloso y embistan su mole, ésta se mantendrá firme contra viento y marea no sufriendo la más leve sacudida.

Juan Casiano, Colaciones, Sobre la oración

jueves, 26 de noviembre de 2015

La perfección del ermitaño consiste en tener la mente liberada de todo lo terreno

Es útil y conveniente que cada cual —según el tipo de vida elegido o la gracia recibida— se apresure, con todo ardor y diligencia, por llegar a la perfección de la obra emprendida, y, aun alabando y admirando las virtudes de los demás, no se aparte de la profesión que eligió de una vez para siempre, sabiendo que —como dice el Apóstol—el cuerpo de la Iglesia es ciertamente uno, pero los miembros son muchos y que los dones que poseemos son diferentes, según la gracia que se nos ha dado.

Muchos son los caminos que nos conducen a Dios: que cada uno recorra hasta el fin el camino que hubiere emprendido, y permanezca irrevocablemente orientado en la dirección que ha escogido. Cualquiera que sea la profesión elegida, tendrá la posibilidad de conseguir en ella la perfección.

En realidad, los indiscutibles valores del desierto no me autorizan a minusvalorar los del cenobio, como el no estar distraído con las preocupaciones por el mañana, el estar sometido, hasta las últimas consecuencias, a la autoridad del abad, como emulando a aquel de quien está escrito: Se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y merezca decir humildemente, usando sus palabras: No he venido para hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me ha enviado.

El cenobita, en efecto, se propone ante todo mortificar y crucificar la propia voluntad y no preocuparse absolutamente del mañana, según el saludable precepto de la perfección evangélica. Y no cabe duda de que el cenobita vive en condiciones óptimas para llevar a la práctica este ideal.

De él teje el profeta Isaías el siguiente elogio: Si detienes tus pies el sábado, y no traficas en mi día santo; si lo honras absteniéndote de viajes, de buscar tu interés, de tratar tus asuntos, entonces el Señor será tu delicia. Te asentaré sobre mis montañas, te alimentaré con la herencia de tu padre Jacob. Ha hablado la boca del Señor.

En cambio, la perfección del ermitaño consiste en tener la mente liberada de todo lo terreno y en unirse a Cristo de la manera más elevada que le está permitida a la debilidad humana. Del ermitaño habla así el profeta Jeremías: Le irá bien al hombre si carga con el yugo desde joven. Que se esté solo y callado cuando la desgracia descarga sobre él. Y el salmista añade: Estoy como lechuza en la estepa, estoy desvelado, gimiendo, como pájaro sin pareja en el tejado.

Es verdadero e integralmente perfecto aquel que con igual magnanimidad sabe soportar, en el desierto, la aspereza de la soledad, y en el cenobio, la debilidad de los hermanos.

Juan Casiano
Conferencias (14, 5;19, 6.8.9: SC 54,186-187: 64,44-47)

lunes, 24 de junio de 2013

Sobre la oración

El fin del monje y la más alta perfección del corazón tienden a establecerle en una continua e ininterrumpida atmósfera de oración. De esta suerte llega a poseer, en cuanto es posible a nuestra fragilidad humana, una tranquilidad inmóvil en la mente y una inviolable pureza de alma. Constituye éste un bien tan preciado, que tratamos de procurárnoslo al precio de un trabajo físico incansable y a trueque de una continua contrición de espíritu. Media una relación recíproca entre estas dos cosas que están inseparablemente unidas. Porque todo el edificio de las virtudes se levanta en orden a alcanzar la perfección de la oración. Y es que si la oración no mantiene este edificio y sostiene todas sus partes conjugándolas y uniéndolas entre sí, no podrá ser éste firme y sólido, sin subsistir por mucho tiempo. Esta tranquilidad estable y esta oración continua de que tratamos no pueden adquirirse sin estas virtudes; y estas virtudes, a su vez, que son como los cimientos, no pueden lograrse sin aquélla. 

Sería una quimera querer tratar con precipitación y a la ligera de los efectos de la oración, e incluso estudiarla en aquel grado sumo que implica la práctica de todas las virtudes. Importa, ante todo, examinar gradualmente las dificultades que es menester conjurar y los preparativos que se imponen para llegar a su feliz término. Como que la parábola del Evangelio nos enseña a calcular con diligencia y hacer acopio de los materiales que son necesarios para la construcción de esta ingente torre espiritual. 

Pero también estos materiales ensamblados serían de muy poco provecho e incapaces de sustentar la techumbre sublime de la perfección sin contar con un requisito previo. Esto es: desarraigar en primera línea nuestros vicios y arrancar de nuestra alma los tallos de las pasiones, poniendo al desnudo las raíces muertas. Luego, echar sobre la tierra firme de nuestro corazón, o mejor, sobre la piedra de que nos habla el Evangelio, las sólidas bases de la simplicidad de la humanidad. Merced a ellas esta torre que intentamos levantar podrá asentarse inconmovible, rodeada de nuestras virtudes y erguirse segura en su propia solidez hasta los cielos. 

Quien construye sobre tales fundamentos no tiene nada que temer. Aunque irrumpan contra ella las tempestades de las pasiones y azote sus murallas al torrente furioso de la persecución; por más que las potestades enemigas se levanten cual huracán proceloso y embistan su mole, ésta se mantendrá firme contra viento y marea no sufriendo la más leve sacudida.

Juan Casiano, Colaciones, Sobre la oración

jueves, 14 de marzo de 2013

La pureza del corazón


La pureza del corazón será, pues, la piedra de toque y el término de nuestras acciones y de nuestros deseos. Por ella debemos abrazar la soledad, sufrir los ayunos, las vigilias, el trabajo, la desnudez, darnos a la lectura y a la práctica de las demás virtudes. Nuestro designio ha de ser guardar, merced a ellas, puro nuestro corazón de todas las malas pasiones y subir, como por otros tantos grados, hasta la perfección de la caridad.
Juan Casiano
Colación I, 7