jueves, 23 de noviembre de 2017

San Clemente de Roma. Maravillosos son los dones de Dios


¡ Qué grandes y maravillosos son, amados hermanos, los dones de Dios! La vida en la inmortalidad, el esplendor en la justicia, la verdad en la libertad, la fe en la confianza, la templanza en la santidad; y todos estos dones son los que están ya desde ahora al alcance de nuestro conocimiento. ¿Y cuáles serán, pues, los bienes que están preparados para los que lo aman? Solamente los conoce el Artífice supremo, el Padre de los siglos; sólo él sabe su número y su belleza.

Nosotros, pues, si deseamos alcanzar estos dones, procuremos, con todo ahínco, ser contados entre aquellos que esperan su llegada. ¿Y cómo podremos lograrlo, amados hermanos? Uniendo a Dios nuestra alma con toda nuestra fe, buscando siempre, con diligencia, lo que es grato y acepto a sus ojos, realizando lo que está de acuerdo con su santa voluntad, siguiendo la senda de la verdad y rechazando de nuestra vida toda injusticia, maldad, avaricia, rivalidad, malicia y fraude.

Este es, amados hermanos, el camino por el que llegamos a la salvación, Jesucristo, el sumo sacerdote de nuestras oblaciones, sostén y ayuda de nuestra debilidad. Por él podemos elevar nuestra mirada hasta lo alto de los cielos; por él vemos como en un espejo el rostro inmaculado y excelso de Dios; por él se abrieron los ojos de nuestro corazón; por él nuestra mente, insensata y entenebrecida, se abre al resplandor de la luz; por él, quiso el Señor que gustásemos el conocimiento inmortal, ya que él es el reflejo de la gloria de Dios, tanto más encumbrado sobre los ángeles cuanto más sublime es el nombre que ha heredado. Militemos, pues, hermanos, con todas nuestras fuerzas, bajo sus órdenes irreprochables.

Ni los grandes podrían hacer nada sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes; la efectividad depende precisamente de la conjunción de todos. Tomemos como ejemplo a nuestro cuerpo. La cabeza sin los pies no es nada, como tampoco los pies sin la cabeza; los miembros más ínfimos de nuestro cuerpo son necesarios y útiles a la totalidad del cuerpo; más aún, todos ellos se coordinan entre sí para el bien de todo el cuerpo.

Procuremos, pues, conservar la integridad de este cuerpo que formamos en Cristo Jesús, y que cada uno se ponga al. servicio de su prójimo según la gracia que le ha sido asignada por donación de Dios.

El fuerte sea protector del débil, el débil respete al fuerte; el rico dé al pobre, el pobre dé gracias a Dios por haberle deparado quien remedie su necesidad. El sabio manifieste su sabiduría no con palabras, sino con buenas obras; el humilde no dé testimonio de sí mismo, sino deje que sean los demás quienes lo hagan.

Por esto, debemos dar gracias a aquel de quien nos vienen todos estos bienes, al cual sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén.

San Clemente de Roma
Carta a los Corintios (Caps 35, 1-5; 36, 1-2; 37, 1.4-5; 38, 1-2.4)

sábado, 18 de noviembre de 2017

Benedicto XVI. San Odón de Cluny

El Martirologio recuerda hoy el tránsito de san Odón, el primer abad santo de Cluny, que tuvo lugar el 18 de noviembre de 942. En su vocación monástica jugó un papel muy importante su devoción a san Martín; por eso, sintiendo ya próxima su muerte, decidió marchar a Tours, para prepararse junto a la tumba del santo para su partida de este mundo. Actualmente celebramos su fiesta litúrgica unida a la de los otros cuatro santos abades cluniacenses, en mayo. El papa Benedicto XVI dedició a san Odón una de sus catequesis, de la cual leemos este fragmento.

Odón fue el segundo abad de Cluny. Había nacido hacia el 880, en los confines entre Maine y Turena, en Francia. Su padre lo consagró al santo obispo Martín de Tours, a cuya sombra benéfica y en cuya memoria Odón pasó toda su vida, concluyéndola al final cerca de su tumba. La elección de la consagración religiosa estuvo en él precedida por la experiencia de un momento de gracia especial, del que él mismo habló a otro monje, Juan el Italiano, que después fue su biógrafo. Odón era aún adolescente, de unos dieciséis años de edad, cuando, en una vigilia de Navidad, sintió cómo le salía espontáneamente de los labios esta oración a la Virgen: "Señora mía, Madre de misericordia, que en esta noche diste a luz al Salvador, ora por mí. Que tu parto glorioso y singular sea, oh piadosísima, mi refugio". El apelativo "Madre de misericordia", con el que el joven Odón invocó entonces a la Virgen, será la forma que elegirá para dirigirse siempre a María, llamándola también "única esperanza del mundo... gracias a la cual se nos han abierto las puertas del paraíso" . En aquel tiempo empezó a profundizar en la Regla de san Benito y a observar algunas de sus indicaciones, "llevando, sin ser monje todavía, el yugo ligero de los monjes". En uno de sus sermones Odón se refirió a san Benito como "faro que brilla en la tenebrosa etapa de esta vida", y lo calificó como "maestro de disciplina espiritual". Con afecto destacó que la piedad cristiana "con más viva dulzura hace memoria" de él, consciente de que Dios lo ha elevado "entre los sumos y elegidos Padres de la santa Iglesia" .

Fascinado por el ideal benedictino, Odón dejó Tours y entró como monje en la abadía benedictina de Baume, para pasar después a la de Cluny, de la que se convirtió en abad en el año 927. Desde ese centro de vida espiritual pudo ejercer una amplia influencia en los monasterios del continente. De su guía y de su reforma se beneficiaron también en Italia distintos cenobios, entre ellos el de San Pablo extramuros. Odón visitó Roma más de una vez, llegando también a Subiaco, Montecassino y Salerno. Fue precisamente en Roma donde, en el verano del año 942, cayó enfermo. Sintiéndose próximo a la muerte, quiso volver a toda costa junto a su san Martín, en Tours, donde murió durante el octavario del santo, el 18 de noviembre del 942. Su biógrafo, al subrayar en Odón la "virtud de la paciencia", ofrece un largo elenco de otras virtudes suyas, como el menosprecio del mundo, el celo por las almas, el compromiso por la paz de las Iglesias. Grandes aspiraciones del abad Odón eran la concordia entre reyes y príncipes, la observancia de los mandamientos, la atención a los pobres, la enmienda de los jóvenes, el respeto a las personas ancianas. Amaba la celdita en la que residía, "alejado de los ojos de todos, preocupado por agradar sólo a Dios". No dejaba, sin embargo, de ejercitar también, como "fuente sobreabundante", el ministerio de la palabra y del ejemplo, "llorando este mundo como inmensamente mísero". En un solo monje, comenta su biógrafo, se hallaban reunidas las distintas virtudes existentes de forma dispersa en los otros monasterios: "Jesús, en su bondad, tomando en los diversos jardines de los monjes, formaba en un pequeño lugar un paraíso, para regar desde su fuente los corazones de los fieles".

En un pasaje de un sermón en honor de María Magdalena, el abad de Cluny nos revela cómo concebía la vida monástica: "María que, sentada a los pies del Señor, con espíritu atento escuchaba su palabra, es el símbolo de la dulzura de la vida contemplativa, cuyo sabor, cuanto más se gusta, tanto más induce al alma a desasirse de las cosas visibles y de los tumultos de las preocupaciones del mundo". Es una concepción que Odón confirma y desarrolla en otros escritos suyos, de los que se trasluce su amor por la interioridad, una visión del mundo como realidad frágil y precaria de la que hay que desarraigarse, una inclinación constante al desprendimiento de las cosas consideradas como fuente de inquietud, una aguda sensibilidad por la presencia del mal en las diferentes categorías de hombres, una íntima aspiración escatológica. Esta visión del mundo puede parecer bastante alejada de la nuestra, y sin embargo la de Odón es una concepción que, viendo la fragilidad del mundo, valora la vida interior abierta al otro, al amor por el prójimo, y precisamente así transforma la existencia y abre el mundo a la luz de Dios.

jueves, 16 de noviembre de 2017

Santa Gertrudis. Tuviste sobre mí designios de paz y no de aflicción

Que mi alma te bendiga, Dios y Señor, mi creador, que mi alma te bendiga y, de lo más íntimo de mi ser, te alabe por tus misericordias, con las que inmerecidamente me ha colmado tu bondad.

Te doy gracias, con todo mi corazón, por tu inmensa misericordia y alabo, al mismo tiempo, tu paciente bondad, la cual puse a prueba durante los años de mi infancia y niñez, de mi adolescencia y juventud, hasta la edad de casi veintiséis años, ya que pasé todo este tiempo ofuscada y demente, pensando, hablando y obrando, siempre que podía, según me venía en gana —ahora me doy cuenta de ello—, sin ningún remordimiento de conciencia, sin tenerte en cuenta a ti, dejándome llevar tan sólo por mi natural detestación del mal y atracción hacia el bien, o por las advertencias de los que me rodeaban, como si fuera una pagana entre paganos, como si nunca hubiera comprendido que tú, Dios mío, premias el bien y castigas el mal; y ello a pesar de que desde mi infancia, concretamente desde la edad de cinco años, me elegiste para entrar a formar parte de tus íntimos en la vida religiosa.

Por todo ello, te ofrezco en reparación, Padre amantísimo, todo lo que sufrió tu Hijo amado, desde el momento en que, reclinado sobre paja en el pesebre, comenzó a llorar, pasando luego por las necesidades de la infancia, las limitaciones de la edad pueril, las dificultades de la adolescencia, los ímpetus juveniles, hasta la hora en que, inclinando la cabeza, entregó su espíritu en la cruz, dando un fuerte grito. También te ofrezco, Padre amantísimo, para suplir todas mis negligencias, la santidad y perfección absoluta con que pensó, habló y obró siempre tu Unigénito, desde el momento en que, enviado desde el trono celestial, hizo su entrada en este mundo hasta el momento en que presentó, ante tu mirada paternal, la gloria de su humanidad vencedora.

Llena de gratitud, me sumerjo en el abismo profundísimo de mi pequeñez y alabo y adoro, junto con tu misericordia, que está por encima de todo, aquella dulcísima benignidad con la que tú, Padre de misericordia, tuviste sobre mí, que vivía tan descarriada, designios de paz y no de aflicción, es decir, la manera como me levantaste con la multitud y magnitud de tus beneficios. Y no te contentaste con esto, sino que me hiciste el don inestimable de tu amistad y familiaridad, abriéndome el arca nobilísima de la divinidad, a saber, tu corazón divino, en el que hallo todas mis delicias.

Más aún, atrajiste mi alma con tales promesas, referentes a los beneficios que quieres hacerme en la muerte y después de la muerte, que, aunque fuese éste el único don recibido de ti, sería suficiente para que mi corazón te anhelara constantemente con una viva esperanza.

Santa Gertrudis
Libro de las Insinuaciones de la divina piedad (Lib 2, 23, 1.3.5.8.10)

miércoles, 15 de noviembre de 2017

Benedicto XVI. San Alberto Magno


Uno de los maestros más grandes de la teología medieval es san Alberto Magno. El título de "grande" (magnus), con el que pasó a la historia, indica la vastedad y la profundidad de su doctrina, que unió a la santidad de vida. Ya sus contemporáneos no dudaban en atribuirle títulos excelentes; un discípulo suyo, Ulrico de Estrasburgo, lo definió "asombro y milagro de nuestra época".

Nació en Alemania a principios del siglo XIII, y todavía muy joven se dirigió a Italia, a Padua, sede de una de las universidades más famosas del Medioevo. Se dedicó al estudio de las llamadas "artes liberales": gramática, retórica, dialéctica, aritmética, geometría, astronomía y música, es decir, de la cultura general, manifestando el típico interés por las ciencias naturales que muy pronto se convertiría en el campo predilecto de su especialización. Durante su estancia en Padua, frecuentó la iglesia de los Dominicos, a los cuales después se unió con la profesión de los votos religiosos. Las fuentes hagiográficas dan a entender que Alberto maduró esta decisión gradualmente. La intensa relación con Dios, el ejemplo de santidad de los frailes dominicos, la escucha de los sermones del beato Jordán de Sajonia, sucesor de santo Domingo en el gobierno de la Orden de los Predicadores, fueron los factores decisivos que lo ayudaron a superar toda duda, venciendo también resistencias familiares. Con frecuencia, en los años de la juventud, Dios nos habla y nos indica el proyecto de nuestra vida. Como para Alberto, también para todos nosotros la oración personal alimentada por la Palabra del Señor, la participación frecuente en los sacramentos y la dirección espiritual de hombres iluminados son medios para descubrir y seguir la voz de Dios. Recibió el hábito religioso de manos del beato Jordán de Sajonia.

Después de la ordenación sacerdotal, sus superiores lo destinaron a la enseñanza en varios centros de estudios teológicos anexos a los conventos de los padres dominicos. Sus brillantes cualidades intelectuales le permitieron perfeccionar el estudio de la teología en la universidad más célebre de la época, la de París. Desde entonces san Alberto emprendió la extraordinaria actividad de escritor que prosiguió durante toda su vida.

Se le asignaron tareas prestigiosas. En 1248 recibió el encargo de abrir un estudio teológico en Colonia, una de las capitales más importantes de Alemania, donde vivió en varios períodos de su vida, y que se convirtió en su ciudad de adopción. De París llevó consigo a Colonia a un alumno excepcional, Tomás de Aquino. Bastaría sólo el mérito de haber sido maestro de santo Tomás, para sentir una profunda admiración por san Alberto. Entre estos dos grandes teólogos, se instauró una relación de recíproca estima y amistad, actitudes humanas que ayudan mucho al desarrollo de la ciencia. En 1254 Alberto fue elegido provincial de la "Provincia Teutoniae" —teutónica— de los padres dominicos, que comprendía comunidades esparcidas en un vasto territorio del centro y del norte de Europa. Se distinguió por el celo con el que ejerció ese ministerio, visitando a las comunidades y exhortando constantemente a los hermanos a vivir la fidelidad a las enseñanzas y los ejemplos de santo Domingo.

Sus dotes no escaparon a la atención del Papa de aquella época, Alejandro IV, que quiso que Alberto estuviera durante un tiempo a su lado en Anagni —adonde los Papas iban con frecuencia—, en Roma y en Viterbo, para servirse de su asesoramiento teológico. El mismo Sumo Pontífice lo nombró obispo de Ratisbona, una diócesis grande y famosa, pero que atravesaba un momento difícil. De 1260 a 1262 Alberto desempeñó este ministerio con infatigable dedicación, y logró traer paz y concordia a la ciudad, reorganizar parroquias y conventos, y dar un nuevo impulso a las actividades caritativas...

Benedicto XVI
Audiencia General - Miércoles 24 de marzo de 2010

domingo, 12 de noviembre de 2017

Luz en la que Dios se revela

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martes, 7 de noviembre de 2017

San Wilibrordo


Celebramos hoy la memoria de san Wilibrordo. Su padre era Wilgils o San Hilgis, un anglo o, según Alcuino de York, un sajón de Northumbria, que se retiró del mundo a una ermita que dedicó a san Andrés. Willibrord tuvo como maestro a san Wilfrido, futuro obispo de York, y fue enviado a la abadía de Ripon. Ingresó en la Orden de san Benito y entre los veinte y los treinta dos años vivió en la abadía de Rathmelsigi, en Irlanda, uno de los focos culturales del momento.1​Estudió con el abad san Egberto, que lo ordenó sacerdote.

San Egberto lo envió con doce compañeros a cristianizar a las tribus germánicas del norte, en la región de Frisia, que comprendía los actuales Países Bajos, Flandes y Luxemburgo. Pipino de Heristal, mayordomo de palacio de todos los francos, había conquistado los territorios de la otra ribera del Rin y quería que se evangelizaran, ya que todavía no había llegado el cristianismo. Hacia 690, llegó con un grupo de monjes y se encargó de organizar la Iglesia en la región.

En 695 fue a Roma, donde recibió la aprobación del papa Sergio I, que lo consagró como obispo de los frisios, con el nombre de Clemente, y le dio el palio. De vuelta en Frisia, continuó la predicación, fundando numerosas iglesias y monasterios. En Utrecht, estableció la sede de la diócesis, convirtiéndose así en su primer obispo. Dependientes de ésta, creó las diócesis de Deventer y Haarlem, y en 698 fundó la abadía de Echternach, en Luxemburgo. Destruyó templos e imágenes de los dioses paganos,2​ lo cual provocó la animadversión de los frisios que no quisieron aceptar la nueva religión.


Willibrord intentó convertir a Radbod, el rey de los frisios, pero no lo consiguió y volvió a Fontenelle. La tradición dice que Radbod estuvo a punto de bautizarse, pero que, en el último momento, cuando supo que no encontraría en el cielo a ninguno de sus antepasados, ya que al no ser cristianos estaban condenados, prefirió «pasar la eternidad en el infierno con los suyos, que en el cielo con extraños». La misión tenía el apoyo de los francos, que así querían hacerse con el control del puerto de Dorestad, importante foco comercial. En 714, a la muerte de Pipino, Rabdod inició una revuelta; en 716 ya había cogido nuevamente el poder en Frisia, tras lo cual quemó iglesias y asesinó a muchos de los misioneros cristianos. Willibrord se refugió en el monasterio de Echternach, que él mismo había fundado.

Al morir Radbod en 719, Willibrord pudo volver a su tarea, ayudado por san Bonifacio, que estaba evangelizando las tierras germánicas. Ahora contaban con el apoyo de Carlos Martel. Willibrod falleció durante una de sus estancias en Echternach, el 7 de noviembre de 739, en cuya abadía fue sepultado.

lunes, 6 de noviembre de 2017

San Leonardo de Noblac


Es uno de los santos más populares de Europa central. En efecto; dice un estudioso que en su honor se erigieron no menos de seiscientas iglesias y capillas, y su nombre aparece frecuentemente en la toponomástica y en el folclor. El mismo estudioso añade que él «despertó una devoción particular en tiempos de las cruzadas, y entre los devotos se cuenta el príncipe Boemundo de Antioquía que, hecho prisionero por los infieles en 1100, atribuyó su liberación en 1103 al santo, y, de regreso a Europa, donó al santuario de Saint-Léonard-de-Noblac, como ex voto, unas cadenas de plata parecidas a las que él había llevado durante su cautiverio». San Leonardo de Noblac (o de Limoges) es un santo «descubierto» a principios del siglo XI, y a ese período remontan las primeras biografías, que después inspiraron el culto hacia él.

Leonardo nació en Galia en tiempos del emperador Anastasio, es decir, entre el 491 y el 518. Como sus padres, a más de nobles, eran amigos de Clodoveo, el gran jefe de los Francos, éste quiso servir de padrino en el bautismo del niño. Cuando ya era joven, Leonardo no quiso seguir la carrera de las armas y prefirió ponerse al servicio de San Remigio, que era obispo de Reims.

Como San Remigio, sirviéndose de la amistad con el rey, había obtenido el privilegio de poder conceder la libertad a todos los prisioneros que encontrara, también Leonardo pidió y obtuvo un poder semejante, que ejerció muchas veces. El rey quiso concederle algo más: la dignidad episcopal. Pero Leonardo, que no aspiraba a glorias humanas, prefirió retirarse primero a San Maximino en Micy, y después a un lugar cercano a Limoges, en el centro de un bosque llamado Pavum.

Un día su soledad se vio interrumpida por la llegada de Clodoveo que iba a cacería junto con todo su séquito. Con el rey iba también la reina, a quien precisamente en ese momento le vinieron los dolores del parto. Las oraciones y los cuidados de San Leonardo hicieron que el parto saliera muy bien, y entonces el rey hizo con el santo un pacto muy particular: le obsequiaría, para construir un monasterio, todo el territorio que pudiera recorrer a lomo de un burro.

domingo, 5 de noviembre de 2017

San Orsiesio. Somos hombres de fe para salvar el alma


Seamos iguales, hermanos, desde el más pequeño hasta el mayor, tanto el rico como el pobre, perfectos en la concordia y la humildad, para que también de nosotros pueda decirse: Al que recogía mucho, no le sobraba; y al que recogía poco, no le faltaba. Que nadie busque su propio regalo, mientras ve al hermano pasar apuros, no sea que tenga que oír el reproche del profeta: ¿No os creó el mismo Dios? ¿No tenemos todos un solo Padre? ¿Por qué, pues, cada cual se desentiende de su hermano profanando la alianza de vuestros padres? Judá traiciona, en Israel se cometen abominaciones Por eso y de acuerdo con lo que el Señor y Salvador ordenó a sus apóstoles, diciendo: Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado; y en esto conoceréis que sois discípulos míos, nosotros debemos amarnos mutuamente y dar pruebas de que realmente somos siervos de nuestro Señor Jesucristo y discípulos de los cenobios.

El que camina de día no tropieza; en cambio, el que camina en la noche tropieza, porque carece de luz. Pero nosotros —como dice el Apóstol— no somos gente que se arredra para su perdición, sino hombres de fe para salvar el alma. Y en otro lugar: Todos sois hijos de la luz e hijos de Dios; no lo sois de la noche ni de las tinieblas Luego si somos hijos de la luz, debemos conocer lo que es propio de la luz y producir frutos de luz fructificando en toda obra buena: porque lo que se manifiesta, luz es.

Si volvemos al Señor de todo corazón y con corazón sencillo seguimos los mandatos de sus, santos y de nuestro Padre, abundaremos en toda clase de obras buenas. Pero si nos dejamos vencer por los placeres de la carne, en pleno día iremos palpando la pared como si de medianoche se tratara, y no encontraremos el camino de la ciudad donde habitamos, de la que se dice: Pasaban hambre y sed, se les iba agotando la vida, por haber despreciado la ley que Dios les entregó, y no haber escuchado la voz de los profetas; por eso no pudieron llegar al descanso prometido.

Siendo tan grande la clemencia de nuestro Señor y Salvador, que nos incita a la salvación, volvamos a él nuestros corazones, pues ya es hora de espabilarse. La noche está avanzada, el día se echa encima: dejemos las actividades de las tinieblas y pertrechémonos con las armas de la luz. Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Hijitos míos, amemos en primer lugar a Dios con todo el corazón, y luego amémonos mutuamente unos a otros, acordándonos de los mandamientos de nuestros Dios y Salvador, en los que nos dice: La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. Estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas.

San Orsiesio
Libro que, al morir, legó a los hermanos

sábado, 4 de noviembre de 2017

Benedicto XVI. San Carlos Borromeo


San Carlos Borromeo, arzobispo de Milán. Su figura destaca en el siglo XVI como modelo de pastor ejemplar por su caridad, por su doctrina, por su celo apostólico y, sobre todo, por su oración:

Las almas —decía— se conquistan de rodillas. Consagrado obispo con tan sólo 25 años, puso en práctica las indicaciones del concilio de Trento, que imponía a los pastores residir en sus respectivas diócesis, y se dedicó totalmente a la Iglesia ambrosiana:  la visitó en su totalidad tres veces; convocó seis sínodos provinciales y once diocesanos; fundó seminarios para formar una nueva generación de sacerdotes; construyó hospitales y destinó las riquezas de su familia al servicio de los pobres; defendió los derechos de la Iglesia contra los poderosos; renovó la vida religiosa e instituyó una nueva congregación de sacerdotes seculares:  los Oblatos.

En 1576, cuando en Milán se propagó la peste, visitó, confortó y gastó todos sus bienes por los enfermos. Su lema consistía en una sola palabra:  "Humilitas". La humildad lo impulsó, como al Señor Jesús, a renunciar a sí mismo para convertirse en servidor de todos.

Benedicto XVI
Ángelus - Domingo 4 de noviembre de 2007

viernes, 3 de noviembre de 2017

Biografía de San Martín de Porres

Nació en la ciudad de Lima, Perú, el día 9 de diciembre del año 1579. Fue hijo de Juan de Porres, caballero español de la Orden de Calatrava, y de Ana Velásquez, negra libre panameña. Martín es bautizado en la iglesia de San Sebastián, donde años más tarde Santa Rosa de Lima también lo fuera. Son misteriosos los caminos del Señor: no fue sino un santo quien lo confirmó en la fe de sus padres.

A los doce Martín entró de aprendiz de peluquero, y asistente de un dentista. La fama de su santidad corre de boca en boca por la ciudad de Lima. Martín conoció al Fraile Juan de Lorenzana, famoso dominico como teólogo y hombre de virtudes, quien lo invita a entrar en el Convento de Nuestra Señora del Rosario. Las leyes de aquel entonces le impedían ser religioso por el color y por la raza, por lo que Martín de Porres ingresó como Donado, pero él se entrega a Dios y su vida está presidida por el servicio, la humildad, la obediencia y un amor sin medida.

San Martín tiene un sueño que Dios le desbarata: "Pasar desapercibido y ser el último". Su anhelo más profundo siempre es de seguir a Jesús. Se le confía la limpieza de la casa; por lo que la escoba será, con la cruz, la gran compañera de su vida. Sirve y atiende a todos, pero no es comprendido por todos. Un día cortaba el pelo a un estudiante: éste molesto ante la mejor sonrisa de Fray Martín, no duda en insultarlo: ¡Perro mulato! ¡Hipócrita! La respuesta fue una generosa sonrisa.

San Martín llevaba ya dos años en el convento, y hacía seis que no veía a su padre, éste lo visita y… después de dialogar con el P. Provincial, éste y el Consejo Conventual deciden que Fray Martín se convierta en hermano cooperador. El 2 de junio de 1603 se consagra a Dios por su profesión religiosa. El P. Fernando Aragonés testificará: "Se ejercitaba en la caridad día y noche, curando enfermos, dando limosna a españoles, indios y negros, a todos quería, amaba y curaba con singular amor". La portería del convento es un reguero de soldados humildes, indios, mulatos, y negros; él solía repetir: "No hay gusto mayor que dar a los pobres".

Su hermana Juana tenía buena posición social, por lo que, en una finca de ella, daba cobijo a enfermos y pobres. Y en su patio acoge a perros, gatos y ratones. Pronto la virtud del moreno dejó de ser un secreto. Su servicio como enfermero se extendía desde sus hermanos dominicos hasta las personas más abandonadas que podía encontrar en la calle. Su humildad fue probada en el dolor de la injuria, incluso de parte de algunos religiosos dominicos. Incomprensión y envidias: camino de contradicciones que fue asemejando al mulato a su Reconciliador.

Los religiosos de la Ciudad Virreinal van de sorpresa en sorpresa, por lo que el Superior le prohíbe realizar nada extraordinario sin su consentimiento. Un día, cuando regresaba al Convento, un albañil le grita al caer del andamio; el Santo le hace señas y corre a pedir permiso al superior, éste y el interesado quedan cautivados por su docilidad.

Cuando vio que se acercaba el momento feliz de ir a gozar de la presencia de Dios, pidió a los religiosos que le rodeaban que entonasen el Credo. Mientras lo cantaban, entregó su alma a Dios. Era el 3 de noviembre de 1639. Su muerte causó profunda conmoción en la ciudad. Había sido el hermano y enfermero de todos, singularmente de los más pobres. Todos se disputaban por conseguir alguna reliquia. Toda la ciudad le dio el último adiós.

Su culto se ha extendido prodigiosamente. Gregorio XVI lo declaró Beato en 1837. Fue canonizado por Juan XXIII en 1962. Recordaba el Papa, en la homilía de la canonización, las devociones en que se había distinguido el nuevo Santo: su profunda humildad que le hacía considerar a todos superiores a él, su celo apostólico, y sus continuos desvelos por atender a enfermos y necesitados, lo que le valió, por parte de todo el pueblo, el hermoso apelativo de "Martín de la caridad".

jueves, 2 de noviembre de 2017

San Agustín. La resurrección de los muertos


No guardes silencio, Señor, sobre la resurrección de la carne, no sea que los hombres no crean en ella, y nosotros de predicadores nos convirtamos en razonadores.

Porque igual que el Padre dispone de la vida, así ha dado también al Hijo el disponer de la vida. Entiendan los que oyen, crean para que entiendan, obedezcan para que vivan. Escuchen todavía otro texto, para que no piensen que aquí se acaba la resurrección. Y le ha dado potestad para juzgar. ¿Quién? El Padre. ¿A quién se lo dio? Al Hijo. Pues al que le dio poder disponer de la vida, le dio asimismo potestad para juzgar. Porque es el Hijo del hombre. Cristo, en efecto, es Hijo de Dios e Hijo del hombre. En el principio ya existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios. La Palabra en el principio estaba junto a Dios. Mira cómo le dio poder disponer de la vida. Pero como la Palabra se hizo carne, y acampó entre nosotros, hecho hombre de María Virgen, es Hijo del hombre. ¿Y qué es lo que recibió por ser Hijo del hombre? Potestad para juzgar. ¿En qué juicio? En el juicio final; entonces tendrá lugar la resurrección de los muertos, pero sólo de los cuerpos, pues las almas las resucita Dios por medio de Cristo, Hijo de Dios. Los cuerpos los resucita Dios, por el mismo Cristo, Hijo del hombre. Le ha dado potestad. No tendría esta potestad de no haberla recibido, y sería un hombre sin potestad. Pero el Hijo del hombre es al mismo tiempo Hijo de Dios.

A propósito de la resurrección de los cuerpos, escuchad ahora no a mí, sino al Señor, que nos va a hablar con ocasión de los que resucitaron surgiendo de la muerte, adhiriéndose a la vida. ¿A qué vida? A la vida que no conoce la muerte. ¿Por qué no conoce la muerte? Porque dispone de la vida. Y le ha dado potestad para juzgar, porque es el Hijo del hombre. ¿Con qué tipo de juicio? No os sorprenda esto, porque ha dicho: le ha dado potestad para juzgar. Porque viene la hora. No añadió: y ya está aquí, pues quiere insinuar una hora cualquiera al final de los tiempos. Ahora es el momento de resucitar los muertos, la hora del fin del mundo es el momento de resucitar los muertos: pero que ahora resuciten en el espíritu, entonces en la carne; resuciten ahora en el espíritu por medio del Verbo de Dios, Hijo de Dios; resuciten entonces en la carne por medio del Verbo de Dios hecho carne, Hijo del hombre.

El Padre no vendrá para juzgar a vivos y muertos, y sin embargo el Padre no se separa del Hijo. ¿En qué sentido no vendrá, pues? Pues en el sentido de que no se le verá en el juicio. Mirarán al que traspasaron. El juez se presentará en la misma forma en que fue presentado al juez; juzgará en la misma forma en que fue juzgado; fue juzgado inicuamente, juzgará justamente. Vendrá en la condición de siervo y como tal aparecerá. ¿Cómo podría aparecerse en su condición de Dios a justos e inicuos? Si el juicio se celebrara únicamente para los justos, como a justos Dios se les aparecería en condición tal; pero como el juicio es para justos e inicuos, no parece conveniente que los inicuos vean a Dios, pues Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. El juez aparecerá en forma tal que pueda ser visto tanto por aquellos a quienes va a coronar como por aquellos a quienes va a condenar. Aparecerá la forma de siervo, permanecerá oculta la forma de Dios.

El Hijo de Dios estará oculto en el siervo, y aparecerá el Hijo del hombre, pues le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. Y como quiera que él aparecerá sólo en la condición de siervo y el Padre no aparecerá, pues no se revistió de la forma de siervo, por eso decía hace un momento: El Padre no juzga a nadie, sino que ha confiado al Hijo el juicio de todos.

San Agustín de Hipona
Tratado 19 sobre el evangelio de san Juan (15-16: CCL 36, 198-200)

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Suscipe me, Domine


Hoy celebro el 25 aniversario de mi profesión temporal. Aquel día, en la Solemnidad de Todos los Santos, canté una oración, que todos los monjes cantamos en nuestra profesión, y que quiero compartir con gran agradecimiento al Señor.

Suscipe me, Domine, secundum eloquium tuum, et vivam,
et non confundas me ab expectatione mea.
Gloria Patri, et Filio, et Spiritui Sancto,
sicut erat in principio, et nunc, et semper,
et in saecula saeculorum. Amen.