Hemos venido a adorarlo (Mateo 2,2). Antes que cualquier actividad y que cualquier cambio del mundo, debe estar la adoración. Sólo ella nos hace verdaderamente libres, sólo ella nos da los criterios para nuestra acción. Precisamente en un mundo en el que progresivamente se van perdiendo los criterios de orientación y existe el peligro de que cada uno se convierta en su propio criterio, es fundamental subrayar la adoración. Aquí sólo quisiera subrayar una vez más el punto que acabamos de tratar en el contexto de la Jornada Mundial de la Juventud: La adoración del Señor resucitado, presente en la Eucaristía con su carne y su sangre, con su cuerpo y su alma, con su divinidad y su humanidad.
Para mí es conmovedor ver cómo por doquier en la Iglesia se está despertando la alegría de la adoración eucarística y se manifiestan sus frutos. En el período de la reforma litúrgica, a menudo la misa y la adoración fuera de ella se vieron como opuestas entre sí; según una objeción entonces difundida, el Pan eucarístico no nos lo habrían dado para ser contemplado, sino para ser comido. En la experiencia de oración de la Iglesia ya se ha manifestado la falta de sentido de esa contraposición. Ya San Agustín había dicho: Nadie come esta carne sin antes adorarla… pecaríamos si no la adoráramos” (Tratado sobre los Salmos, 98,9).
De hecho, no es que en la Eucaristía simplemente recibamos algo. Es un encuentro y una unificación de personas, pero la Persona que viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros es el Hijo de Dios. Esa unificación sólo puede realizarse según la modalidad de la adoración. Recibir la Eucaristía significa adorar a Aquel a quien recibimos. Precisamente así, y sólo así, nos hacemos uno con Él. Por eso, el desarrollo de la adoración eucarística, como tomó forma a lo largo de la Edad Media, era la consecuencia más coherente del mismo misterio eucarístico: Sólo en la adoración puede madurar una acogida profunda y verdadera. Y precisamente en este acto personal de encuentro con el Señor madura luego también la misión social contenida en la Eucaristía y que quiere romper las barreras no sólo entre el Señor y nosotros, sino también y sobre todo las barreras que nos separan a los unos de los otros.
Benedicto XVI
Saludo navideño
22 de diciembre de 2005.
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