San Leandro de Sevilla escribió una obra que llevaba por título : Libro de la Educación de las Vírgenes y del Desprecio del Mundo. Se trataba de una obra, dirigida a su hermana Florentina, con el fin de organizar la vida de una comunidad monástica de vírgenes. Se la conoce, también, como la Regla monástica de San Leandro. Sus fuentes son occidentales: Tertuliano, Cipriano, Ambrosio, Agustín..., aunque también contiene elementos del monacato egipcio a través de Juan Casiano.
En este día, en el que celebramos la memoria de san Leandro, volveremos nuestra mirada a aquel venerable texto monástico, leyendo las primeras líneas de esta obra.
Murillo: San Leandro |
LEANDRO, EN CRISTO DIOS, POR SU MISERICORDIA, OBISPO,
SALUDA A SU HIJA EN CRISTO Y HERMANA FLORENTINA
Al preguntarme con insistencia a mí mismo, queridísima hermana Florentina, qué caudal de riquezas podría dejarte en herencia como lote del patrimonio, acudían a mi imaginación multitud de bienes falaces. Pero después de espantarlos como molestas moscas con el meneo de la reflexión, me decía para mis adentros: «El oro y la plata proceden de la tierra, y a la tierra vuelven; la hacienda y las rentas patrimoniales son de poco valor, son caducas, pues pasa la apariencia de este mundo» Nada, por consiguiente, de lo que he contemplado bajo el sol lo he creído digno de ti, hermana mía; convencido estoy de que nada de ello puede caer en gracia a tu profesión. He visto que todo ha de ser mudable, caduco y vacío; por eso he comprendido qué verdad son las palabras de Salomón: Voy a ensalzar mis empresas: me edifiqué casas y planté viñas, me formé jardines y vergeles, y puse en ellos toda clase de árboles. Me construí estanques de agua para regar el plantío de los tiernos árboles. Tuve a mi disposición esclavos y esclavas y numerosa servidumbre. Asimismo, rebaños de bueyes, corderos y ovejas, como también de cabras, en mayor cantidad que todos cuantos existieron antes de mí en Jerusalén. Amontoné oro, y plata, y riquezas de reyes y regiones; me organicé cantores y cantoras y diversiones de los hombres; copas y vasijas para el servicio de los vinos. Y sobrepujé en riquezas a todos los que existieron en Jerusalén.
En resumen, que toda esta pompa humana la expuso en tales términos, que concluyó: Después de volver la mirada a todas las obras de mis manos y a los trabajos en que inútilmente me había afanado, vi en todo vanidad y un azotar el aire y que nada hay estable bajo el sol. Y en otro pasaje continúa el mismo: He aborrecido solemnemente a toda mi actividad, en que me empleé tan afanosamente en este mundo, pues he de tener un heredero, que ignoro si será avisado o necio. Él poseerá el fruto de mis trabajos, que tantos sudores y afanes me costaron. Y ¿puede haber algo tan huero como esto? Por eso he dado de mano a todo esto y decidido en mi intención no afanarme más en este mundo.
Por mi parte, pues, ilustrado con estas palabras del oráculo, no me creería un verdadero padre para ti si te entregara tales riquezas carentes de toda consistencia, que, pudiendo ser arrebatadas por los vaivenes del mundo, podrían dejarte pobre y desamparada. Además, cargaría sobre ti un cúmulo de ruinas y te expondría a un continuo temor si pensara en reservarte, en razón de tu legítima fraternidad para conmigo, tesoros que los ladrones podían robar, roer la polilla, devorar el orín, consumir el fuego, tragárselos la tierra, destruir el agua, abrasar el sol, pudrir la lluvia, congelar el hielo. Y, en efecto, no cabe duda que, enredado el espíritu en estos negocios humanos, se va apartando de Dios y acaba por alejarse de la norma inconmovible y permanente de la verdad. Ni es capaz tampoco de dar cabida en sí mismo a la dulcedumbre del Verbo de Dios y a la suavidad del Espíritu Santo el corazón que se ve agitado con tantos obstáculos mundanos y acribillado con tantas espinas de inquietudes temporales.
Si, pues, te ligare con tales lazos, si te echare encima tales cargas y te oprimiere con el peso de preocupaciones terrenas, deberías considerarme no como padre, sino como enemigo; habrías de pensar que era un asesino, no un hermano. Por eso, queridísima hermana, en vista de que todo cuanto se encierra bajo la bóveda del cielo se apoya sobre cimientos de tierra y va rodando sobre su haz, nada he encontrado digno de constituir tu tesoro. Allá en lo alto de los cielos hay que buscarlo, de modo que topes con el patrimonio de la virginidad allí donde aprendiste su profesión. El valor, pues, de la integridad se echa de ver en su recompensa, apreciándose su mérito por la retribución que recibe; pues cuanto más despreciable sería considerada si se enriqueciera con bienes transitorios y terrenos, tanto más bella y excelente es la virginidad, que después de pisar y repudiar los placeres del mundo, conservando en la tierra la entereza de los ángeles, se granjeó la herencia del Señor de los ángeles. ¿Cuál es entonces la herencia de la virginidad ¿No ves cómo la canta en los Salmos David, el salmista: El Señor es mi herencia; y en otro lugar: Mi lote es el Señor?
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