Cierto día, no llevando consigo nada más que sus armas y una sencilla capa militar (era entonces un invierno más riguroso que de costumbre, hasta el punto de que muchos morían de frío), encontró Martín, en la puerta de la ciudad de Amiens, a un pobre desnudo. Como la gente que pasaba a su lado no atendía a los ruegos que les hacía para que se apiadaran de él, el varón, lleno de Dios, comprendió que sí los demás no tenían piedad, era porque el pobre le estaba reservado a él.
¿Qué hacer? No tenía más que la capa militar. Lo demás ya lo había dado en ocasiones semejantes. Tomó pues la espada que ceñía, partió la capa por la mitad, dio una parte al pobre y se puso de nuevo el resto. Entre los que asistían al hecho, algunos se pusieron a reír al ver el aspecto ridículo que tenía con su capa partida, pero muchos en cambio, con mejor juicio, se dolieron profundamente de no haber hecho otro tanto, pues teniendo más hubieran podido vestir al pobre sin sufrir ellos la desnudez.
¿Qué hacer? No tenía más que la capa militar. Lo demás ya lo había dado en ocasiones semejantes. Tomó pues la espada que ceñía, partió la capa por la mitad, dio una parte al pobre y se puso de nuevo el resto. Entre los que asistían al hecho, algunos se pusieron a reír al ver el aspecto ridículo que tenía con su capa partida, pero muchos en cambio, con mejor juicio, se dolieron profundamente de no haber hecho otro tanto, pues teniendo más hubieran podido vestir al pobre sin sufrir ellos la desnudez.
A la noche, cuando Martín se entregó al sueño, vio a Cristo vestido con el trozo de capa con que había cubierto al pobre. Se le dijo que mirara atentamente al Señor y la capa que le había dado. Luego oyó al Señor que decía con voz clara a una multitud de ángeles que lo rodeaban: Martín, siendo todavía catecúmeno, me ha cubierto con este vestido.
En verdad el Señor, recordando las palabras que él mismo dijera: Lo que hicisteis a uno de estos pequeños, a mi me lo hicisteis, proclamó haber recibido el vestido en la persona del pobre. Y para confirmar tan buena obra se dignó mostrarse llevando el vestido que recibiera el pobre.
Martín no se envaneció con gloria humana por esta visión, sino que reconoció la bondad de Dios en sus obras. Tenía entonces dieciocho años, y se apresuró a recibir el bautismo- Sin embargo no renunció inmediatamente a la carrera de las armas, vencido por los ruegos de su tribuno, con quien lo ligaban lazos de amistad. Pues este prometía renunciar al mundo una vez concluido el tiempo de su tribunato. Martín, en suspenso ante esta expectativa, durante casi dos años después de su bautismo continuó en el ejército, aunque sólo de nombre.
Sulpicio Severo
Vida de San Martín
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