El Señor se quedó sólo. Los discípulos sólo le acompañaron hasta el huerto, no perseveraron con él en la oración, precisamente en el momento supremo de la historia de la humanidad, cuando Dios se disponía a entregar su vida humana, asumida en el Hijo, para que así la creación entera pudiera vivir en plenitud su historia como historia de salvación en Dios.
Esta noche, después de la gozosa intimidad de la Última Cena, el Señor nos espera en el silencio, en la agonía que sufrió hasta dejarse arrastrar a la muerte, en el sufrimiento y el miedo al saber el horrible suplicio que le esperaba, en la definitiva lucha cósmica entre Dios y el poder del mal.
Esta noche el Señor nos pide que velemos y oremos, para no caer en la tentación, pues el alma está dispuesta, pero la carne es débil. Esta noche el Señor nos enseña a empuñar las únicas armas, la oración, para poder combatir junto a él, para poder afrontar los sufrimientos de la Cruz, y para prepararnos a la muerte con el Señor en la espera de la Pascua.
Esta noche aprendemos en la oración a esperar esperanzados nuestra muerte, pues la vida nos espera en la Resurrección del Señor. Esta noche nos sirve para comprender todas las noches, todas las oscuridades, todas las incertidumbres de nuestra vida. ¡Velad y orad esta noche!
En la memoria de san Lesmes, Adelmo, visitamos el Monasterio de la Chaise Dieu, la Casa de Dios, que está en los orígenes de su vocación. Fundado por san Roberto de Turlandia, se trata de uno de los lugares más impresionantes del centro de Francia. Desgraciadamente, no logró superar la prueba de la Revolución Francesa. En cualquier caso, dejó en la Iglesia medieval frutos tan logrados como la santidad de Lesmes, o la fundación del Cebreiro, en el Camino de Santiago gallego.
Existen muchas formas de ser monje cristiano. Una de ellas, por supuesto no la única, es la que tiene en la Regla de san Benito y en la tradición benedictina una norma de vida. El concepto fundamental de esta forma de ser monje diríamos, con un término técnico que san Benito tomó del griego, que es el cenobitismo. Somos monjes cenobitas, es decir, que vivimos en común. No somos ermitaños, es decir, los monjes que siguen a Dios en la soledad absoluta. Los cenobitas se agrupan, comparten la vida y se ayudan mutuamente en su vida espiritual. Los puntos de encuentro fundamentales en la vida del monje cenobita son la oración coral, la comida en común y la escucha del magisterio del Abad. Estos elementos de vida comunitaria se complementan con otros de soledad, especialmente la vida de oración en la celda. Después, cada tradición benedictina ha articulado estos elementos según su genio propio.
La oración común en el oratorio no simplemente es un acto comunitario. Expresa la dimensión eclesial de la comunidad de monjes que, unidos a Jesucristo, alaba la gloria de la Trinidad Santa e intercede por las necesidades de todos los hombres.
La tradición benedictina se ha caracterizado por tener en la más alta consideración este elemento cenobítico; de ahí, su impresionante esfuerzo por dotar de belleza estos momentos privilegiados de la jornada del monje. El canto gregoriano, el cuidado por el lugar sagrado donde se desarrolla la celebración litúrgica, la ordenación del ceremonial y la belleza de los ornamentos, solo son signos visibles que intentan hacer tangible el Misterio que evocan.
También en nuestros días, muchas comunidades monásticas han sucumbido a la tentación de prescindir de estos elementos simbólicos, considerándolos como una estética ajena a la sensibilidad actual y que distancia del común sentir del pueblo de Dios, buscando una pretendida simplificación que, sencillamente, ha conducido a una fealdad que, carente de cualquier sentido simbólico, es incapaz de alcanzar los grados de sublimidad atesorados en la tradición benedictina.
La estética cristiana implica una objetividad y exige una disciplina. La objetividad se refiere a que dicha estética se fundamente en un lenguaje objetivo, transmitido de generación en generación, que no depende de la voluntad de cada monje y que, por lo mismo, es susceptible de ser comprendida en todo tiempo y lugar. Por ejemplo, a pesar de ser latinos, somos capaces de comprender la disposición de una catedral ortodoxa rusa, sencillamente, porque mantienen la objetividad de un lenguaje estético que se remonta al origen del cristianismo.
La disciplina alude al esfuerzo necesario para crear belleza recreando, en fidelidad a la tradición, el lenguaje recibido de la tradición. El arte tiende a no ser sencillo; de hecho, se fundamenta en el artificio, es decir, en la elaboración de los elementos simples y naturales, para construir realidades más complejas a través de las cuales se expresa la inefable riqueza del misterio cristiano.
Por eso mismo, la liturgia monástica debiera reformarse en fidelidad a la objetividad y a la disciplina, por más que estos conceptos sean rechazados por la estética contemporánea, o creamos que nos alejan de la comprensión y sensibilidad de la gente normal. Por el contrario, el pueblo fiel suele ser movido más intensamente por la captación de la belleza que remite a un misterio inexpresable, que por la comprensión intelectual de unos contenidos que necesariamente han de ser simplificados y que son incapaces de expresar el misterio sin destruirlo.
La liturgia protestante, fiel a su erróneo principio de que sólo mediante la libre interpretación de la Palabra podemos acceder a Dios, despojó a su liturgia de todo simbolismo y la redujo a un racionalismo, tantas veces estéril. De hecho, sus templos son meros auditorios, y sus celebraciones muchas veces son clases magistrales. Es una liturgia subjetiva y que no se atiene a la disciplina de la tradición; por lo mismo, no puede ser universalmente comprendida ni expresa en todo tiempo y lugar el único misterio de Dios. La liturgia católica, y especialmente la monástica, debiera huir de la influencia de tal liturgia que, por desgracia, en las últimas décadas ha sido tan intensa.
El Señor se quedó sólo. Los discípulos sólo le acompañaron hasta el huerto, no perseveraron con él en la oración, precisamente en el momento supremo de la historia de la humanidad, cuando Dios se disponía a entregar su vida humana, asumida en el Hijo, para que así la creación entera pudiera vivir en plenitud su historia como historia de salvación en Dios.
Esta noche, después de la gozosa intimidad de la Última Cena, el Señor nos espera en el silencio, en la agonía que sufrió hasta dejarse arrastrar a la muerte, en el sufrimiento y el miedo al saber el horrible suplicio que le esperaba, en la definitiva lucha cósmica entre Dios y el poder del mal.
Esta noche el Señor nos pide que velemos y oremos, para no caer en la tentación, pues el alma está dispuesta, pero la carne es débil. Esta noche el Señor nos enseña a empuñar las únicas armas, la oración, para poder combatir junto a él, para poder afrontar los sufrimientos de la Cruz, y para prepararnos a la muerte con el Señor en la espera de la Pascua.
Esta noche aprendemos en la oración a esperar esperanzados nuestra muerte, pues la vida nos espera en la Resurrección del Señor. Esta noche nos sirve para comprender todas las noches, todas las oscuridades, todas las incertidumbres de nuestra vida. ¡Velad y orad esta noche!
El monje se queda solo; esa soledad justifica el nombre de solitario que tiene, pero le conduce a la soledad de un desierto, en el que no tiene posibilidades de sobrevivir. El monje sabe que su vida ya no tiene más sentido que morir junto a aquél que por nosotros murió. No se trata de que la muerta sea buena, ni que se desee, que el monje huya de la existencia y se deje morir poco a poco. El monje sabe que desde que Dios murió en la Cruz y resucitó para nuestra salvación, la muerte ya no es muerte sino un simple paso, y la vida ya no es esta vida sino estar con Cristo; todo lo demás, por muy evidente que nos resulte con los ojos de este mundo, por muy lógico y por muy absoluto que nos parezca, al contrastarse con ese acontecimiento cósmico de la nueva creación en la Pascua de Cristo, ha dejado de ser lo únicamente real, para tener un carácter sumamente relativo.
No todos los días es fácil para el monje asumir este bautismo reforzado que es su profesión monástica, pues su parte humana y mundana se rebela, y quisiera disfrutar de la existencia que el Creador le ha concedido, y gustar con los demás de los gozos y fatigas de la vida real. Sin embargo, el Señor, por los motivos que él sólo conoce, llamó al monje para que estuviera con él, en la forma y manera, en el lugar y en el tiempo que el misteriosamente escogió.
Con María y Juan, el monje debe besar todos los días las taladradas manos del Señor, que los hombres clavaron a la Cruz para que dejaran de hacer el bien, pero que Dios resucitó de entre los muertos para que por toda la eternidad derramen la gracia del Espíritu Santo sobre todo lo creado, asociándonos al amor de la Santa Trinidad.
Muchas personas se acercan a los Monasterios, para participar de alguna forma de su vida espiritual y enriquecerse, así, del rico legado que detentan. Existen asociaciones de oblatos que agrupan a laicos que se vinculan a un Monasterio por los lazos de la oración y de la caridad. En el día de hoy, la Iglesia recuerda a una santa que lo hizo de una manera peculiar: santa Francisca Romana.
Pero, ¿cómo vivir fuera del Monasterio la espiritualidad benedictina? ¿Es, acaso, posible? San Benito propone un camino espiritual para monjes, pero sus líneas maestras también pueden adaptarse a una vida normal de laico en algunos aspectos, fundamentalmente en el esfuerzo por buscar a Dios en la oración, en algunos momentos especiales consagrados al silencio, y en la caridad.
La vida que hoy vivimos corre a un ritmo trepidante. Tal vez por eso, hoy más que nunca, tiene actualidad esta propuesta, que podríamos formular en dos facetas: por una parte, el reservar algunos días al año para un retiro espiritual en un Monasterio; y para dedicar, cada día, algunos minutos a la oración y a la práctica de las obras de misericordia.
Se trata de una fórmula que permite romper el absolutismo de las ocupaciones mundanas, para recordar en la vida cotidiana que el núcleo central de nuestra existencia consiste en tender hacia Dios. Es algo, por tanto, que no sólo está al alcance de los monjes, sino de toda persona que desee vivir en su vida familiar y laboral momentos de especial contacto con el Señor.
La vida de Domingo Manso arranca en el pueblo riojano de Cañas, cerca del Monasterio de San Millán de la Cogolla, en el que ingresaría a los treinta años, después de una experiencia eremítica. Tras diversas vicisitudes, llegó a ser prior de la comunidad. Gobernaba por entonces los reinos de Navarra y La Rioja don García, hijo mayor del rey don Sancho. Pródigo a veces con los monasterios e iglesias, cuando se veía apurado por las necesidades de la guerra, no respetaba ni derechos sagrados ni sus propias donaciones, ni siquiera las de San Millán. En el año 1040, exhausto su tesoro y creyendo que el nuevo abad le apoyaría en sus pretensiones, se dirigió al monasterio exigiendo una fuerte suma por sus pretendidos derechos reales. La negativa de Domingo fue respetuosa pero rotunda.
Esta obstinación exacerbó de tal manera la cólera del monarca. Apenas salió de la iglesia, el rey tuvo una larga entrevista con el abad, quien consintió en deponer a Domingo del cargo de prior y enviarle desterrado al priorato de San Cristóbal, llamado también Tres Celdas. En 1041, Domingo se dirige hacia Castilla. El rey don Fernando le ofreció su protección y una morada en palacio, pero el Santo pidió al monarca licencia para vivir retirado en la ermita que pertenecía al monasterio de San Millán, sirviendo en ella a la Virgen María.
A principios del año 1041, el monasterio de San Sebastián de Silos estaba casi abandonado. Perdido su antiguo prestigio y gran parte del patrimonio, todo anunciaba un fin poco glorioso, pues el puñado de monjes que lo habitaba, vegetaba y languidecía tristemente. Fue entonces cuando el rey don Fernando, movido tal vez por los ruegos del padre del Cid Campeador, que tenía sus posesiones colindantes con las de Silos, encomendó a Domingo la resturación del monasterio de San Sebastián de Silos y le propuso como abad. En una mañana de invierno, Santo Domingo entraba en la iglesia acompañado del obispo y de algunos nobles, para tomar posesión del cargo.
Comenzó la restauración material del monasterio por la iglesia, de tal modo que, completada con la cúpula y atrio por sus sucesores, llegó a ser una de las más bellas basílicas románicas de España, parecida a la catedral antigua de Salamanca. Hacia 1056, se comenzó la construcción de la sala capitular en el sitio llamado hoy el gallinero del Santo, así como el maravilloso claustro románico, que es la joya más original en su estilo y que eternizará en la historia del arte el nombre de Santo Domingo de Silos.
Corrían los años, y con ellos la actividad material y espiritual del monasterio de Silos iba aumentando. En los últimos años, la muerte se había llevado a sus mejores amigos: al rey don Fernando y a su hijo don Sancho, y finalmente a su amigo y vecino el abad de Arlanza, en 1072. Las fuerzas de su cuerpo se rendían al peso de sus 72 años, tan cargados de fatigas; su cuerpo, necesitaba el apoyo de aquel báculo sencillo de avellano, que aún se conserva en el Monasterio como preciosa reliquia. Su espíritu se mantenía firme y sereno, pero las fatigas del otoño de 1073, después de los últimos esfuerzos para la distribución de las cosechas, le rindieron del todo y cayó enfermo. Santo Domingo, murió el viernes 20 de diciembre de 1073.
Queridos hermanos y hermanas de la gran familia benedictina:
Al concluir mi visita, con mucho gusto me detengo en este lugar sagrado, en esta abadía, cuatro veces destruida y reconstruida, la última vez tras los bombardeos de la segunda guerra mundial, hace 65 años. "Succisa virescit": las palabras de su nuevo escudo indican bien su historia. Montecassino, como encina secular plantada por san Benito, fue "escamondada" por la violencia de la guerra, pero resurgió con mayor vitalidad. En varias ocasiones yo también he disfrutado de la hospitalidad de los monjes, y en esta abadía he vivido momentos inolvidables de descanso y oración.
Esta tarde hemos entrado cantando las Laudes regiae para celebrar juntos las Vísperas de la solemnidad de la Ascensión de Jesús. A cada uno de vosotros expreso la alegría de compartir este momento de oración, saludándoos a todos con afecto y agradeciendo la acogida que me habéis dispensado a mí y a quienes me acompañan en esta peregrinación apostólica. En particular, saludo al abad, dom Pietro Vittorelli, que ha interpretado vuestros sentimientos comunes. Extiendo mi saludo a los abades, a las abadesas y a las comunidades benedictinas aquí presentes.
Hoy la liturgia nos invita a contemplar el misterio de la Ascensión del Señor. La lectura breve, tomada de la primera carta de san Pedro, nos ha exhortado a fijar la mirada en nuestro Redentor, que murió "una sola vez para siempre por los pecados" para llevarnos nuevamente a Dios, a cuya diestra se encuentra, "tras haber ascendido al cielo y haber recibido la soberanía sobre los ángeles, los principados y las potestades" (cf. 1 P 3, 18.22). Jesús, "elevado al cielo" e invisible a los ojos de los discípulos, no los abandonó, pues, "muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu" (1 P 3, 18), ahora está presente de una manera nueva, interior, en los creyentes, y en él la salvación se ofrece a todo ser humano, sin distinción de pueblo, lengua y cultura.
La primera carta de san Pedro contiene referencias precisas a los acontecimientos cristológicos fundamentales de la fe cristiana. El Apóstol quiere poner de relieve el alcance universal de la salvación en Cristo. Lo mismo pretende san Pablo, de cuyo nacimiento estamos celebrando el bimilenario, el cual escribe a la comunidad de Corinto: Cristo "murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
Ya no vivir para sí mismos, sino para Cristo: esto es lo que da pleno sentido a la vida de quien se deja conquistar por él. Lo manifiesta claramente la historia humana y espiritual de san Benito que, tras abandonarlo todo, siguió fielmente a Jesucristo. Encarnando en su propia existencia el Evangelio, se convirtió en el iniciador de un amplio movimiento de renacimiento espiritual y cultural en Occidente. Quiero mencionar aquí un acontecimiento extraordinario de su vida, referido por su biógrafo san Gregorio Magno, que vosotros conocéis muy bien.
Se podría decir que también el santo patriarca fue "elevado al cielo" en una indescriptible experiencia mística. La noche del 29 de octubre del año 540 —se lee en la biografía—, mientras estaba asomado a la ventana, "con los ojos fijos en las estrellas para penetrar en la divina contemplación, el santo sentía que el corazón le ardía... Para él el firmamento cuajado de estrellas era como la cortina bordada que desvelaba al Santo de los Santos. En un momento determinado, su alma se sintió transportada a la otra parte del velo para contemplar sin estorbos el rostro de Aquel que habita en una luz inaccesible" (cf. A.I. Schuster, Storia di san Benedetto e dei suoi tempi, ed. Abadía de Viboldone, Milán 1965, p. 11 y ss). Desde luego, como le sucedió a san Pablo tras ser arrebatado al cielo, también san Benito, después de esa experiencia espiritual extraordinaria, tuvo que comenzar una nueva vida. Aunque la visión fue pasajera, los efectos permanecieron; su fisonomía misma —refieren los biógrafos— cambió, su aspecto fue siempre sereno y su porte angélico; y, aun viviendo en la tierra, se comprendía que con el corazón ya estaba en el paraíso.
San Benito no recibió este don divino para satisfacer su curiosidad intelectual, sino más bien para que el carisma que Dios le había dado tuviera la capacidad de reproducir en el monasterio la misma vida del cielo y restablecer en él la armonía de la creación a través de la contemplación y el trabajo. Por eso, con razón, la Iglesia lo venera como "eminente maestro de vida monástica" y "doctor de sabiduría espiritual en el amor a la oración y al trabajo"; "guía resplandeciente de pueblos a la luz del Evangelio" que, "elevado al cielo por una senda luminosa", enseña a los hombres de todos los tiempos a buscar a Dios y las riquezas eternas por él preparadas (cf. Prefacio del santo en el suplemento monástico al Misal Romano, 1980).
Sí, san Benito fue ejemplo luminoso de santidad e indicó a los monjes como único gran ideal a Cristo; fue maestro de civilización que, proponiendo una equilibrada y adecuada visión de las exigencias divinas y de las finalidades últimas del hombre, tuvo siempre muy presentes también las necesidades y las razones del corazón, para enseñar y suscitar una fraternidad auténtica y constante, a fin de que en el conjunto de las relaciones sociales no se perdiera una unidad de espíritu capaz de construir y alimentar siempre la paz.
No es casualidad que la palabra Pax acoja a los peregrinos y los visitantes a las puertas de esta abadía, reconstruida después del enorme desastre de la segunda guerra mundial: se eleva como una silenciosa advertencia a rechazar cualquier forma de violencia para construir la paz: en las familias, en las comunidades, entre los pueblos y en toda la humanidad. San Benito invita a toda persona que sube a este monte a buscar la paz y a seguirla: "Inquire pacem et sequere eam (Sal 33, 14-15)" (Regla, Prólogo, 17).
Siguiendo la escuela de san Benito, con el paso de los siglos, los monasterios se han convertido en centros fervientes de diálogo, de encuentro y de benéfica fusión entre personas diversas, unificadas por la cultura evangélica de la paz. Los monjes han sabido enseñar con la palabra y con el ejemplo el arte de la paz, sirviéndose de los tres "vínculos" que san Benito consideraba necesarios para conservar la unidad del Espíritu entre los hombres: la cruz, que es la ley misma de Cristo; el libro, es decir, la cultura; y el arado, que indica el trabajo, el señorío sobre la materia y sobre el tiempo.
Gracias a la actividad de los monasterios, articulada en el triple compromiso cotidiano de la oración, el estudio y el trabajo, pueblos enteros del continente europeo han experimentado un auténtico rescate y un beneficioso desarrollo moral, espiritual y cultural, educándose en el sentido de la continuidad con el pasado, en la acción concreta con vistas al bien común, en la apertura hacia Dios y la dimensión trascendente. Oremos para que Europa valore siempre este patrimonio de principios e ideales cristianos que constituye una inmensa riqueza cultural y espiritual.
Pero esto sólo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es decir, el "quaerere Deum", buscar a Dios, como compromiso fundamental del hombre. Sin Dios el ser humano no se realiza plenamente ni puede ser verdaderamente feliz. De manera especial, vosotros, queridos monjes, debéis ser ejemplos vivos de esta relación interior y profunda con él, actuando sin compromisos el programa que vuestro fundador sintetizó en el "nihil amori Christi praeponere", "no anteponer nada al amor de Cristo" (Regla 4, 21). En esto consiste la santidad, propuesta válida para todo cristiano, más que nunca en nuestra época, en la que se experimenta la necesidad de anclar la vida y la historia en firmes puntos de referencia espirituales. Por eso, queridos hermanos y hermanas, es muy actual vuestra vocación y es indispensable vuestra misión de monjes.
Desde este lugar, en el que descansan sus restos mortales, el santo patrono de Europa sigue invitando a todos a proseguir su obra de evangelización y promoción humana. Os alienta en primer lugar a vosotros, queridos monjes, a permanecer fieles al espíritu de los orígenes y a ser intérpretes auténticos de su programa de renacimiento espiritual y social.
Que os conceda este don el Señor, por intercesión de vuestro santo fundador, de su hermana santa Escolástica y de los santos y santas de la Orden. Y que la Madre celestial del Señor, a la que hoy invocamos como "Auxilio de los cristianos", vele sobre vosotros y proteja a esta abadía y a todos vuestros monasterios, así como a la comunidad diocesana que vive en torno a Montecassino.
PROFECÍA DE SAN BENITO SOBRE LA DESTRUCCIÓN DE SU MONASTERIO
Cierto hombre noble, llamado Teoprobo, había sido convertido por las exhortaciones del abad Benito, quien por su vida ejemplar le tenía gran confianza y familiaridad. Un día entró Teoprobo en su celda y le encontró llorando amargamente, Esperó largo rato, pero al ver que no cesaban sus lágrimas y que el hombre de Dios no lloraba como en la oración, sino por alguna congoja, preguntóle la causa de tanto llanto. A lo que respondió enseguida el hombre de Dios: "Todo este monasterio que he construido y todas estas cosas que he preparado para los monjes, por disposición de Dios todopoderoso, serán entregadas a los bárbaros. Sólo a duras penas he podido alcanzar que se me concedieran las vidas de los monjes".
Este oráculo, que entonces oyó Teoprobo, nosotros lo vemos cumplido, pues sabemos que su monasterio ha sido destruido por las hordas de los lombardos.
En efecto, no ha muchos años, una noche, mientras los monjes dormían, entraron allí los lombardos y lo saquearon todo, pero no pudieron apresar ni un solo monje. Así Dios todopoderoso cumplió lo que había prometido a su fiel siervo Benito: que aunque entregaría los bienes a los bárbaros, salvaría empero la vida de los monjes. Y en esto veo que a Benito le sucedió lo mismo que a san Pablo, el cual vio cómo su navío perdía todo lo que llevaba, pero salvó, para consuelo suyo, la vida de todos los que iban con él
El fuerte llamado Casino está situado en la ladera de una alta montaña, que le acoge en su falda como un gran seno, y luego continúa elevándose hasta tres millas de altura, levantando su cumbre hacia el cielo. Hubo allí un templo antiquísimo, en el que según las costumbres de los antiguos paganos, el pueblo necio e ignorante daba culto a Apolo. A su alrededor había también bosques consagrados al culto de los demonios, donde todavía en aquel tiempo una multitud enloquecida de paganos ofrecía sacrificios sacrílegos. Cuando llegó allí el hombre de Dios, destrozó el ídolo, echó por tierra el ara y taló los bosques. Y en el mismo templo de Apolo construyó un oratorio en honor de san Martín, y donde había estado el altar de Apolo edificó un oratorio a san Juan. Además, con su predicación atraía a la fe a las gentes que habitaban en las cercanías. Pero he aquí que el antiguo enemigo, no pudiendo sufrir estas cosas en silencio, se aparecía a los ojos del abad, no veladamente o en sueños, sino visiblemente, y con grandes clamores se quejaba de la violencia que tenía que padecer por su causa. Los hermanos, aunque oían su voz, no veían su figura. Pero el venerable abad contaba a sus discípulos cómo el antiguo enemigo se aparecía a sus ojos corporales horrible y envuelto en fuego y le amenazaba echando fuego por la boca y por los ojos. En efecto, todos oían lo que decía, porque primero le llamaba por su nombre, y como el hombre de Dios no le respondía nada, enseguida prorrumpía en ultrajes. Pues cuando gritaba: "¡Benito, Benito!", y veía que éste nada respondía, a continuación añadía: "
¡Maldito y no bendito! ¿Qué tienes contra mí? ¿Por qué me persigues?". Pero veamos ahora los nuevos embates del antiguo enemigo contra el siervo de Dios, a quien incitó presentándole batalla, pero, muy a pesar suyo, con ello no hizo más que proporcionarle ocasiones de nuevas victorias.
Hubo un hombre de vida venerable, por gracia y por nombre Benito, que desde su infancia tuvo cordura de anciano. En efecto, adelantándose por sus costumbres a la edad, no entregó su espíritu a placer sensual alguno, sino que estando aún en esta tierra y pudiendo gozar libremente de las cosas temporales, despreció el mundo con sus flores, cual si estuviera marchito. Nació en el seno de una familia libre, en la región de Nursia, y fue enviado a Roma a cursar los estudios de las ciencias liberales. Pero al ver que muchos iban por los caminos escabrosos del vicio, retiró su pie, que apenas había pisado el umbral del mundo, temeroso de que por alcanzar algo del saber mundano, cayera también él en tan horrible precipicio. Despreció, pues, el estudio de las letras y abandonó la casa y los bienes de su padre. Y deseando agradar únicamente a Dios, buscó el hábito de la vida monástica.
Retiróse, pues, sabiamente ignorante y prudentemente indocto. No conozco todos los hechos de su vida, pero los que voy a narrar aquí los sé por referencias de cuatro de sus discípulos, a saber: Constantino, varón venerabilísimo, que le sucedió en el gobierno del monasterio; Valentiniano, que gobernó durante muchos años el monasterio de Letrán; Simplicio, que fue el tercer superior de su comunidad, después de él; y Honorato, que todavía hoy gobierna el cenobio donde vivió primero.
Willibaldo (Wessex, Inglaterra, ca. 700 - Eichstätt, Baviera, ca. 786) fue un obispo anglosajón de Eichstätt (Baviera). Nació en Wessex (hoy, Inglaterra) y era hijo de San Ricardo el Peregrino, hermano de los santos Wunibaldo y Walburga y primo de Bonifacio de Maguncia. A los cinco años entró en la abadía benedictina de Waltham Forest para ser educado y se convirtiera en monje con el tiempo. En 722, marchó con su padre y su hermano a Roma. Su padre murió en el camino.
Continuó el viaje hasta Tierra Santa, y volivendo a Italia, pasó por Constantinopla, donde estuvo dos años. Ya a Italia, vivió en un monasterio de Montecassino, casa madre de los benedictinos, donde fue sacristán, y contribuyó a su restauración, que había comenzado Petronax poco antes.
En Roma, el papa Gregorio III le envió a tierras alemanas para que ayudara a su primo Bonifacio en la evangelización. Bonifacio le envió a Eichstätt, donde Willibaldo comenzó a predicar, y hacia el 741 fue consagrado obispo en Turingia. Con Winebaldo, en 742 fundó la abadía mixta de Heidenheim, y se decidió que Wunibaldo se quedara como abad. Al morir, se nombró a su hermana Walburga abadesa. Willibaldo murió el 786, muy mayor y fue enterrado en la catedral de Eichstätt. León VII lo canonizó en 935.
Queridos hermanos y hermanas de la gran familia benedictina: Al concluir mi visita, con mucho gusto me detengo en este lugar sagrado, en esta abadía, cuatro veces destruida y reconstruida, la última vez tras los bombardeos de la segunda guerra mundial, hace 65 años. "Succisa virescit": las palabras de su nuevo escudo indican bien su historia. Montecassino, como encina secular plantada por san Benito, fue "escamondada" por la violencia de la guerra, pero resurgió con mayor vitalidad. En varias ocasiones yo también he disfrutado de la hospitalidad de los monjes, y en esta abadía he vivido momentos inolvidables de descanso y oración.
Hoy la liturgia nos invita a contemplar el misterio de la Ascensión del Señor. La lectura breve, tomada de la primera carta de san Pedro, nos ha exhortado a fijar la mirada en nuestro Redentor, que murió "una sola vez para siempre por los pecados" para llevarnos nuevamente a Dios, a cuya diestra se encuentra, "tras haber ascendido al cielo y haber recibido la soberanía sobre los ángeles, los principados y las potestades" (cf. 1 P 3, 18.22). Jesús, "elevado al cielo" e invisible a los ojos de los discípulos, no los abandonó, pues, "muerto en la carne, pero vivificado en el espíritu" (1 P 3, 18), ahora está presente de una manera nueva, interior, en los creyentes, y en él la salvación se ofrece a todo ser humano, sin distinción de pueblo, lengua y cultura.
La primera carta de san Pedro contiene referencias precisas a los acontecimientos cristológicos fundamentales de la fe cristiana. El Apóstol quiere poner de relieve el alcance universal de la salvación en Cristo. Lo mismo pretende san Pablo, de cuyo nacimiento estamos celebrando el bimilenario, el cual escribe a la comunidad de Corinto: Cristo "murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2 Co 5, 15).
Ya no vivir para sí mismos, sino para Cristo: esto es lo que da pleno sentido a la vida de quien se deja conquistar por él. Lo manifiesta claramente la historia humana y espiritual de san Benito que, tras abandonarlo todo, siguió fielmente a Jesucristo. Encarnando en su propia existencia el Evangelio, se convirtió en el iniciador de un amplio movimiento de renacimiento espiritual y cultural en Occidente. Quiero mencionar aquí un acontecimiento extraordinario de su vida, referido por su biógrafo san Gregorio Magno, que vosotros conocéis muy bien.
Se podría decir que también el santo patriarca fue "elevado al cielo" en una indescriptible experiencia mística. La noche del 29 de octubre del año 540 —se lee en la biografía—, mientras estaba asomado a la ventana, "con los ojos fijos en las estrellas para penetrar en la divina contemplación, el santo sentía que el corazón le ardía... Para él el firmamento cuajado de estrellas era como la cortina bordada que desvelaba al Santo de los Santos. En un momento determinado, su alma se sintió transportada a la otra parte del velo para contemplar sin estorbos el rostro de Aquel que habita en una luz inaccesible" (cf. A.I. Schuster, Storia di san Benedetto e dei suoi tempi, ed. Abadía de Viboldone, Milán 1965, p. 11 y ss). Desde luego, como le sucedió a san Pablo tras ser arrebatado al cielo, también san Benito, después de esa experiencia espiritual extraordinaria, tuvo que comenzar una nueva vida. Aunque la visión fue pasajera, los efectos permanecieron; su fisonomía misma —refieren los biógrafos— cambió, su aspecto fue siempre sereno y su porte angélico; y, aun viviendo en la tierra, se comprendía que con el corazón ya estaba en el paraíso.
San Benito no recibió este don divino para satisfacer su curiosidad intelectual, sino más bien para que el carisma que Dios le había dado tuviera la capacidad de reproducir en el monasterio la misma vida del cielo y restablecer en él la armonía de la creación a través de la contemplación y el trabajo. Por eso, con razón, la Iglesia lo venera como "eminente maestro de vida monástica" y "doctor de sabiduría espiritual en el amor a la oración y al trabajo"; "guía resplandeciente de pueblos a la luz del Evangelio" que, "elevado al cielo por una senda luminosa", enseña a los hombres de todos los tiempos a buscar a Dios y las riquezas eternas por él preparadas (cf. Prefacio del santo en el suplemento monástico al Misal Romano, 1980).
Sí, san Benito fue ejemplo luminoso de santidad e indicó a los monjes como único gran ideal a Cristo; fue maestro de civilización que, proponiendo una equilibrada y adecuada visión de las exigencias divinas y de las finalidades últimas del hombre, tuvo siempre muy presentes también las necesidades y las razones del corazón, para enseñar y suscitar una fraternidad auténtica y constante, a fin de que en el conjunto de las relaciones sociales no se perdiera una unidad de espíritu capaz de construir y alimentar siempre la paz.
No es casualidad que la palabra Pax acoja a los peregrinos y los visitantes a las puertas de esta abadía, reconstruida después del enorme desastre de la segunda guerra mundial: se eleva como una silenciosa advertencia a rechazar cualquier forma de violencia para construir la paz: en las familias, en las comunidades, entre los pueblos y en toda la humanidad. San Benito invita a toda persona que sube a este monte a buscar la paz y a seguirla: "Inquire pacem et sequere eam (Sal 33, 14-15)" (Regla, Prólogo, 17).
Siguiendo la escuela de san Benito, con el paso de los siglos, los monasterios se han convertido en centros fervientes de diálogo, de encuentro y de benéfica fusión entre personas diversas, unificadas por la cultura evangélica de la paz. Los monjes han sabido enseñar con la palabra y con el ejemplo el arte de la paz, sirviéndose de los tres "vínculos" que san Benito consideraba necesarios para conservar la unidad del Espíritu entre los hombres: la cruz, que es la ley misma de Cristo; el libro, es decir, la cultura; y el arado, que indica el trabajo, el señorío sobre la materia y sobre el tiempo.
Gracias a la actividad de los monasterios, articulada en el triple compromiso cotidiano de la oración, el estudio y el trabajo, pueblos enteros del continente europeo han experimentado un auténtico rescate y un beneficioso desarrollo moral, espiritual y cultural, educándose en el sentido de la continuidad con el pasado, en la acción concreta con vistas al bien común, en la apertura hacia Dios y la dimensión trascendente. Oremos para que Europa valore siempre este patrimonio de principios e ideales cristianos que constituye una inmensa riqueza cultural y espiritual.
Pero esto sólo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es decir, el "quaerere Deum", buscar a Dios, como compromiso fundamental del hombre. Sin Dios el ser humano no se realiza plenamente ni puede ser verdaderamente feliz. De manera especial, vosotros, queridos monjes, debéis ser ejemplos vivos de esta relación interior y profunda con él, actuando sin compromisos el programa que vuestro fundador sintetizó en el "nihil amori Christi praeponere", "no anteponer nada al amor de Cristo" (Regla 4, 21). En esto consiste la santidad, propuesta válida para todo cristiano, más que nunca en nuestra época, en la que se experimenta la necesidad de anclar la vida y la historia en firmes puntos de referencia espirituales. Por eso, queridos hermanos y hermanas, es muy actual vuestra vocación y es indispensable vuestra misión de monjes.
Desde este lugar, en el que descansan sus restos mortales, el santo patrono de Europa sigue invitando a todos a proseguir su obra de evangelización y promoción humana. Os alienta en primer lugar a vosotros, queridos monjes, a permanecer fieles al espíritu de los orígenes y a ser intérpretes auténticos de su programa de renacimiento espiritual y social.
Que os conceda este don el Señor, por intercesión de vuestro santo fundador, de su hermana santa Escolástica y de los santos y santas de la Orden. Y que la Madre celestial del Señor, a la que hoy invocamos como "Auxilio de los cristianos", vele sobre vosotros y proteja a esta abadía y a todos vuestros monasterios, así como a la comunidad diocesana que vive en torno a Montecassino.
Sí, san Benito fue ejemplo luminoso de santidad e indicó a los monjes como único gran ideal a Cristo; fue maestro de civilización que, proponiendo una equilibrada y adecuada visión de las exigencias divinas y de las finalidades últimas del hombre, tuvo siempre muy presentes también las necesidades y las razones del corazón, para enseñar y suscitar una fraternidad auténtica y constante, a fin de que en el conjunto de las relaciones sociales no se perdiera una unidad de espíritu capaz de construir y alimentar siempre la paz.
Son palabras del Santo Padre Benedicto XVI pronunciadas en el curso de su visita, el 24 de mayo de 2009, a la Abadía de Montecasino. Hoy, como preparación a dicha celebración, podemos ver las imágenes del comienzo de las solemnes vísperas que se celebraron en la Basílica. Comienza con la procesión de entrada, desde la Sala Capitular, a través del claustro, hasta la Puerta del templo, y la procesión hasta el altar; sigue el saludo que le dirigió el entonces Abad de Montecasino.
La Orden de los Celestinos fue fundada por Pedro de Murrone en 1254. El nombre deriva del de su fundador en 1294 después de su elección al papado con el nombre de Celestino V. El monje benedictino desde 1230 y sacerdote en 1239, Pedro de Murrone escogió siempre la vida ermitaña y prefería transcurrir su tiempo en las ermitas en Abruzzo de Majella. Su figura atrajo rápidamente a numerosos discípulos: así surge una nueva comunidad con sede en la ermita del Santo Espíritu en "Maiella di Roccamorice" (Pescara).
La regla de la congregación (originalmente llamada "los Hermanos del Espíritu Santo") fue aprobada por el papa Urbano IV, con la bula papal de 1 de junio de 1263. Con el mismo documento, el pontífice autorizó a la comunidad para que fuera incorporada a la Orden de San Benito.
La congregación de los Celestinos se extendió rápidamente, especialmente en Italia (con 96 de abadías y conventos) y Francia (21 casas), donde fue presentado por Felipe el Hermoso, especialmente para celebrar la figura de Celestino V, considerado una víctima de Bonifacio VIII.
Eremo de San Bartolomé en Reggio
En el Capítulo General de 1320 se elaboraron las constituciones aprobadas el 25 de marzo de 1321 por el Papa Juan XXII por la Bula Pastoralis Solicitudinis. La estructura organizativa se inspira en el de las órdenes cistercienses y Franciscanos Menores: la cumbre de la congregación, enmarcado en la orden benedictina, era el abad del Monasterio del Espíritu Santo en Sulmona. Los monasterios son individuales y se rigen por un prior que, junto con un delegado de cada monasterio, formó el capítulo general, que se reúne cada tres años para elegir a un nuevo abad general. Los reglamentos de los monjes imponen la abstinencia perpetua de la carne y la oración de vigilias a media noche. El vestido de los monjes consistió en sotana blanca con escapulario y capucha negros.
Inmediatamente después de 1320 , la orden de emprendió una expansión mayor y, durante el siglo XIV los celestinos fundaron monasterios sobre todo en el sur de Italia (con exclusión de Sicilia ). Llegaron a contar con una veintena de monasterios en Francia, que obtuvieron más tarde del Papa Clemente VII permiso para constituirse en congregación autónoma. Otras casas se establecieron en Bohemia y Alemania , pero todo se disolvieron con la Reforma protestante. La congregación desapareció con la Revolución Francesa; los monasterios del reino de Nápoles fueron abolidos en 1807 y los del resto de Italia en 1810. Sobrevivieron sólo dos monasterios femeninos: la de San Basilio en El Águila y San Ruggero en Barletta, que todavía existen. Los intentos por restablecer la rama masculina fracasaron.
En el monasterio de Cava, en la Campania, san Pedro, que habiendo seguido desde su juventud vida eremítica, fue elegido obispo de Policastro, pero cansado del estrépito de la vida exterior, regresó al monasterio, donde, constituido abad, restableció admirablemente la disciplina (1123).
El Martirologio romano nos lleva hoy a uno de los Monasterios más célebres del sur de Italia: Cava de' Tirreni. Pedro de Cava o Pedro de Pappacarbone (Salerno, Campania, c. 1038 - Cava de' Tirreni, 1123) fue un obispo y abad benedictino italiano. Es recordado como abad tercero de la Abadía de Cava. Nacido en Salerno, era sobrino de Alfiero de Pappacarbone, noble salernitano que se había retirado par ahacer una vida heremítica y había fundado la Abadía de Cava, puesta bajo la observancia benedictina. Pedro ingresó bajo el mando del abada León I. Marchó a la Abadía de Cluny, doonde estuvo entre 1062 y 1068, y fue obispo de Policastro y, entre 1067 y enero de 1072, fue abad de San Arcangelo nel Cilento.
Fue elegido entonces coadjutor de la abadía de Cava por León I, hacia 1072 y renunció al obispado. Poco después, en noviembre de 1078 se convirtió en abad. Su mandato fue muy riguroso. Amplió el monasterio y consolidó la relación con otros monasterios que dependían, constituyendo una congregación benedictina sobre el modelo de la Congregación de Cluny. Creó así la llamada Orden de Cava, que acabó teniendo un papel relevante en el sur de Italia. Redactó las Constitutiones Cavensis a partir de les constituciones de Cluny. En 1092 recibió en la abadía el papa Urbano II, que consagró la basílica. Renunció al cargo después de muchos años de gobierno y murió haciendo vida hermética en la cueva de Arsicia, cerca de la abadía. Le sucedió Constable, que era entonces el coadjutor.
Con tal motivo, vamos a visitar el Monasterio de Cava, a través de un reportaje de la Televisión Italiana, con motivo de su milenario, el año 2011.
Visitamos hoy uno de los monasterios benedictinos más importantes del centro de Europa, la Abadía de Pannonhalma, en Hungría. Los monjes benedictinos no sólo celebran solemnemente el Oficio Divino en su suntuoso templo, sino que también mantienen un importante centro educativo, donde ejercen la docencia varios monjes.
En la memoria de san Lesmes, Adelmo, visitamos el Monasterio de la Chaise Dieu, la Casa de Dios, que está en los orígenes de su vocación. Fundado por san Roberto de Turlandia, se trata de uno de los lugares más impresionantes del centro de Francia. Desgraciadamente, no logró superar la prueba de la Revolución Francesa. En cualquier caso, dejó en la Iglesia medieval frutos tan logrados como la santidad de Lesmes, o la fundación del Cebreiro, en el Camino de Santiago gallego.