jueves, 6 de abril de 2017

Morir con Cristo


El monje se queda solo; esa soledad justifica el nombre de solitario que tiene, pero le conduce a la soledad de un desierto, en el que no tiene posibilidades de sobrevivir. El monje sabe que su vida ya no tiene más sentido que morir junto a aquél que por nosotros murió. No se trata de que la muerta sea buena, ni que se desee, que el monje huya de la existencia y se deje morir poco a poco. El monje sabe que desde que Dios murió en la Cruz y resucitó para nuestra salvación, la muerte ya no es muerte sino un simple paso, y la vida ya no es esta vida sino estar con Cristo; todo lo demás, por muy evidente que nos resulte con los ojos de este mundo, por muy lógico y por muy absoluto que nos parezca, al contrastarse con ese acontecimiento cósmico de la nueva creación en la Pascua de Cristo, ha dejado de ser lo únicamente real, para tener un carácter sumamente relativo.

No todos los días es fácil para el monje asumir este bautismo reforzado que es su profesión monástica, pues su parte humana y mundana se rebela, y quisiera disfrutar de la existencia que el Creador le ha concedido, y gustar con los demás de los gozos y fatigas de la vida real. Sin embargo, el Señor, por los motivos que él sólo conoce, llamó al monje para que estuviera con él, en la forma y manera, en el lugar y en el tiempo que el misteriosamente escogió.

Con María y Juan, el monje debe besar todos los días las taladradas manos del Señor, que los hombres clavaron a la Cruz para que dejaran de hacer el bien, pero que Dios resucitó de entre los muertos para que por toda la eternidad derramen la gracia del Espíritu Santo sobre todo lo creado, asociándonos al amor de la Santa Trinidad.

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