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miércoles, 3 de mayo de 2017

Beato Ogerio de Lucedio. El Señor es mi lote


Pero Felipe, no comprendiendo que él era absolutamente semejante al Padre, le dice: Muéstranos al Padre y nos basta. Por lo cual, Jesús, echándole en cara su desconocimiento incluso del Hijo, le replica: Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Realmente no me habéis conocido, porque si me conocierais a mí, conoceríais también al Padre. No conoce al Hijo, quien piensa que el Padre es mejor: no porque uno sea el Padre y otro sea el Hijo, sino porque es absolutamente semejante. Por eso, porque el Hijo es absolutamente semejante al Padre, prosigue diciendo: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? Lo que no puedes ver, créelo al menos. Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia, pues no hablo por mí mismo: lo que yo hago lo atribuyo a aquel de quien yo, que actúo, procedo. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras, entre las que se cuentan las palabras, las palabras que son obras buenas cuando a alguien edifican. Y siendo el Padre quien obra en mí, ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Si estuviéramos separados, en modo alguno prodríamos actuar inseparablemente.

Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Es decir: os aseguro que el que cree en mí, esto es, cree que soy un Dios con el Padre, venerable y amable, también él hará las obras que yo hago, es decir, las obras que ahora las hago por mí mismo, después las haré por su medio: y aún mayores, siempre por medio de él, porque yo me voy al Padre: me voy a aquel del cual según mi divinidad nunca me he separado.

Carísimos hermanos: pidámosle esto: que su gracia nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien. En su nombré pidámosle a él solo, pues es en extremo avaro quien no se contenta con Cristo. Quien posee al Señor y dice con el profeta: El Señor es mi lote, nada puede poseer fuera de él.

Por lo cual, no debemos preocuparnos de otra cosa, sino de cómo merecer que Cristo sea nuestra heredad, él por cuyo amor hemos renunciado al amor propio y a la propia voluntad. Esta es, carísimos, la heredad que hace la dicha de sus poseedores.

Beato Ogerio de Lucedio
Sermón 7 (2.3.4.7: PL 184, 906. 907-908.909)

miércoles, 3 de agosto de 2016

Doroteo de Gaza. Humildad

26. Dice un anciano: "Ante todo necesitamos humildad; y por cada cosa que nos dicen debemos estar dispuestos a decir: Perdón. Porque es por la humildad por lo que es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario". Busquemos el sentido de este dicho del anciano. ¿Por qué nos dice: "Ante todo necesitamos humildad", y no más bien: "Ante todo necesitamos la temperancia"? En efecto el Apóstol nos dice: El atleta se priva de todo (1 Co 9, 25). ¿O por qué no dijo más bien: "Ante todo necesitamos el temor de Dios". ya que la Escritura nos dice: El principio de la sabiduría es el temor del Señor (Pr 15, 27)? ¿O por qué no dijo tampoco: "Ante todo necesitamos la limosna, o la fe" como en efecto está escrito: Por las limosnas y la fe los pecados son purificados (ibíd), o como nos dice el Apóstol: Sin la fe es imposible agradar a Dios? (Hb 11, 6). Por lo tanto, si es imposible agradar a Dios sin la fe, si por las limosnas y la fe son purificados los pecados, si el hombre se aparta del mal por el temor del Señor, si el principio de la sabiduría es el temor del Señor, y finalmente si el atleta se priva de todo, ¿por qué dijo el anciano: "Ante todo necesitamos humildad", dejando de lado todo aquello que es tan necesario? Porque lo que nos quiere enseñar es que, ni el temor de Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la temperancia, ni ninguna otra virtud, puede existir sin la humildad. Y por ese motivo dice: "Ante todo necesitamos humildad: y por cada cosa que nos dicen debemos estar dispuestos a decir: Perdón. Porque es por la humildad por lo que es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario".

domingo, 20 de septiembre de 2015

San Máximo de Turín. Por la humildad se llega al reino; por la sencillez se entra en el cielo

Esteban Jordán - Llanto sobre Cristo muerto

Si habéis escuchado con atención la lectura evangélica habréis podido comprender el respeto que se debe a los ministros y sacerdotes de Dios y la humildad con que los mismos clérigos deben prevenirse unos a otros. En efecto, preguntado el Señor por sus discípulos quién de ellos sería el más grande en el reino de los cielos, acercando a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: El que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos. De donde deducimos que por la humildad se llega al reino, por la sencillez se entra en el cielo.

Por tanto, quien desee escalar la cima de la divinidad esfuércese por conseguir los abismos de la humildad; quien desee preceder a su hermano en el reino debe antes anticipársele en el amor, como dice el Apóstol: Estimando a los demás más que a uno mismo. Supérele en obsequiosidad, para poder vencerle en santidad. Pues si el hermano no te ha ofendido es acreedor al don de tu amor; y si te hubiere tal vez ofendido, es mayormente acreedor al regalo de tu superación. Esta es efectivamente la quintaesencia del cristianismo: devolver amor por amor y responder con la paciencia a quien nos ofende.

Así pues, quien más paciente fuere en soportar las injurias, más potente será en el reino. Porque al imperio de los cielos no se llega mediante una brillante ejecutoria avalada por la fastuosidad de las riquezas, sino mediante la humildad, la pobreza, la mansedumbre. ¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida! En consecuencia, quien estuviere hinchado de honores y cargado de oro, cual jumento sobrecargado, no conseguirá pasar por el angosto camino del reino. Y en el preciso momento en que crea haber llegado, la puerta estrecha, al no dar cabida a su carga, le impedirá entrar y le obligará a retroceder. La puerta del cielo le resulta al rico tan angosta como estrecha le es al camello el ojo de una aguja. Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el reino de los cielos.

San Máximo de Turín
Sermón 48 (1-2: CCL 23, 187-188)

lunes, 6 de julio de 2015

Regla de San Benito. La humildad


La Sagrada Escritura, hermanos, nos advierte con voz muy fuerte diciendo: Todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. Al decir esto nos muestra que toda exaltación es una forma de soberbia. El profeta indica que la evitaba al decir: Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros, no pretendo grandezas que superan mi capacidad. Y, ¿qué pasará si no fui humilde, si se ensoberbeció mi alma? Tratarás a mi alma como al recién destetado en brazos de su madre. 

Por tanto, hermanos, si queremos llegar a la cumbre de la humildad y llegar pronto a aquella exaltación celestial a la que se asciende por la humildad de la vida presente mediante los peldaños de nuestras obras, tendremos que levantar aquella escala que Jacob vio en sueños y en la que se veían ángeles bajando y subiendo. Sin duda alguna, en el bajar y subir no entendemos otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube. Pues esa escala levantada es nuestra vida temporal que Dios eleva hasta el cielo por nuestra humildad de corazón. Los largueros de esa escala son nuestro cuerpo y nuestra alma. La vocación divina ha dispuesto en ellos diversos peldaños de humildad o de observancia que se deben subir.

domingo, 4 de agosto de 2013

Doroteo de Gaza. Humildad

26. Dice un anciano: "Ante todo necesitamos humildad; y por cada cosa que nos dicen debemos estar dispuestos a decir: Perdón. Porque es por la humildad por lo que es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario". Busquemos el sentido de este dicho del anciano. ¿Por qué nos dice: "Ante todo necesitamos humildad", y no más bien: "Ante todo necesitamos la temperancia"? En efecto el Apóstol nos dice: El atleta se priva de todo (1 Co 9, 25). ¿O por qué no dijo más bien: "Ante todo necesitamos el temor de Dios". ya que la Escritura nos dice: El principio de la sabiduría es el temor del Señor (Pr 15, 27)? ¿O por qué no dijo tampoco: "Ante todo necesitamos la limosna, o la fe" como en efecto está escrito: Por las limosnas y la fe los pecados son purificados (ibíd), o como nos dice el Apóstol: Sin la fe es imposible agradar a Dios? (Hb 11, 6). Por lo tanto, si es imposible agradar a Dios sin la fe, si por las limosnas y la fe son purificados los pecados, si el hombre se aparta del mal por el temor del Señor, si el principio de la sabiduría es el temor del Señor, y finalmente si el atleta se priva de todo, ¿por qué dijo el anciano: "Ante todo necesitamos humildad", dejando de lado todo aquello que es tan necesario? Porque lo que nos quiere enseñar es que, ni el temor de Dios, ni la limosna, ni la fe, ni la temperancia, ni ninguna otra virtud, puede existir sin la humildad. Y por ese motivo dice: "Ante todo necesitamos humildad: y por cada cosa que nos dicen debemos estar dispuestos a decir: Perdón. Porque es por la humildad por lo que es aniquilado todo engaño de nuestro enemigo y adversario".

viernes, 5 de julio de 2013

Scala Claustralium VI


Pero no temas, esposa, no desesperes, no te consideres despreciada, si por un poco el esposo te oculta su rostro. Todo esto contribuye a tu bien, y de su venida y de su alejamiento sacas ventaja. Viene a ti, y también se retira. Viene para consolarte, se retira por prudencia, para que la magnitud de la consolación no te ensoberbezca, no sea que al estar siempre junto a ti el esposo, empieces a despreciar a las compañeras y atribuyas esta continua visita no ya a la gracia sino a la naturaleza. Pues el esposo concede esta gracia a quien quiere y cuando quiere, no se la posee por derecho hereditario. Un proverbio popular dice que la excesiva familiaridad engendra el desprecio. Se aleja, pues, para que, al ser demasiado asiduo, no sea despreciado, y para que al estar ausente sea más deseado, deseado más ávidamente buscado, buscado por largo tiempo sea finalmente con más gozo hallado. Además si nunca faltara esta consolación (la cual es enigmática y parcial, en relación con la futura gloria que se revelará en nosotros) tal vez creeríamos que tenemos aquí una ciudad permanente y buscaríamos menos la futura. Por tanto, para que no consideremos el exilio como patria, la prenda como el premio último, el esposo viene y a veces se va, unas trayendo consolación, otras cambiando todo nuestro lecho en enfermedad. Por un poco nos permite gustar lo suave que es, y antes de que lo podamos experimentar hasta el fondo, desaparece. Y así, revoloteando como con alas desplegadas sobre nosotros, nos estimula a volar, como si dijera: Ya habéis gustado por un poco lo dulce y suave que soy, pero si queréis ser saciados hasta el fondo por esta dulzura mía, corred tras de mí al olor de mis perfumes teniendo elevado el corazón allí donde yo estoy a la diestra de Dios Padre. Allí me veréis, no como en un espejo, confusamente, sino cara a cara y vuestro corazón gozará plenamente, y vuestra alegría nadie os la podrá quitar.

Pero ten cuidado, esposa. Cuando se ausenta el esposo no se va lejos, y aunque tú no le ves, él sin embargo te ve siempre. Está lleno de ojos, por delante y por detrás. Nunca puedes estarle escondido. Tiene también en torno a sí como mensajeros espíritus atentísimos y sagaces para ver cómo te comportas en la ausencia del esposo, y para acusarte ante él si hubieren hallado en ti signos de lascivia y de ligereza. Este esposo es el típico celoso. Si por casualidad recibieras a otro amante, si trataras de agradar más a otros, inmediatamente se apartaría de ti y se uniría a otras jóvenes. Este esposo es delicado, noble y rico, bello de aspecto, más que ningún otro entre los hijos de los hombres y por lo tanto no quiere tener más que una bella esposa. Si viera en ti una mancha o una arruga, inmediatamente apartaría de ti los ojos. Pues no puede soportar ninguna impureza. Sé, pues, casta, llena de pudor y humilde, de modo que merezcas ser visitada a menudo por tu esposo.

Temo haber hablado demasiado sobre el tema, pero a ello me impulsó la materia fértil y al mismo tiempo dulce, que no mi propia iniciativa. Ignoro cómo he sido atraído por su dulzura a pesar mío.

Carta de Guigues II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

jueves, 4 de julio de 2013

Scala Claustralium V


Pero, Señor, ¿cómo sabremos cuándo haces esto y cuál es la señal de tu llegada?, ¿acaso no son los suspiros y las lágrimas los testigos y los mensajeros de esta consolación y alegría? Si es así, se trata de una señal nueva e inusitada. ¿Pues qué relación existe entre la consolación y los suspiros?, ¿entre la alegría y las lágrimas?, si es que se les puede llamar a eso lágrimas y no más bien abundancia desbordante del rocío interior y como ablución del hombre exterior. Así como en el bautismo de los niños se representa y se indica con una ablución externa una purificación interna del hombre, así aquí, por el contrario, la purificación interior precede a la ablución exterior. ¡Felices lágrimas, por las que se lavan las manchas interiores, por las que se extinguen los incendios de los pecados! Bienaventurados los que así lloráis porque reiréis (Mt 5, 5). Reconoce, alma mía, en estas lágrimas a tu esposo, abraza al que deseas. Embriágate ahora de un torrente de placer, sáciate de esa ubre de consolación como de leche y miel. Los gemidos y las lágrimas son los pequeños regalos, estupendos y reconfortantes, que te ha dado tu esposo. En esta lágrimas te pone delante una bebida sobreabundante. Estas lágrimas son tu pan día y noche, pan, sí, que reafirma el corazón del hombre, más dulces que el panal de miel. Señor Jesús: si tan dulces son estas lágrimas suscitadas por el recuerdo y el deseo de ti, ¡cuánto más dulce no será el gozo que se tendrá en la plena visión de ti! Si es tan dulce llorar por ti, ¡cuán dulce será gozar de ti! Pero ¿por qué proferimos en público estos secretos coloquios?, ¿por qué tratamos de expresar, con palabras comunes, sentimientos indecibles e inenarrables? Los que no han gustado (inexperti) tales cosas no pueden entender, a menos que las lean expresamente en el libro de la experiencia amaestrados por la misma unción (divina). Si no, la letra exterior no sirve de nada al lector. Poco sabor tiene la lectura de la letra externa a no ser que tome la explicación y el sentido interno de su corazón.

¡Oh, alma!, hemos prolongado mucho la conversación. Buena cosa sería quedarnos aquí, contemplando con Pedro y Juan la gloria del esposo, y permanecer largo tiempo con él, y plantar, si él quisiera, no ya dos ni tres tiendas (Mt 17, 1-4), sino una en la que estuviéramos juntos y juntos gozáramos. Pero ya está diciendo el esposo: Déjame que ya viene la aurora, ya has recibido la luz de la gracia y la visita que deseabas. Habiendo dado, pues, su bendición, herido el nervio femoral, y cambiado el nombre de Jacob en Israel (Gn 32, 25-31) el esposo tan largamente deseado se aleja por un poco, desapareciendo rápidamente. Se oculta tanto en lo que se refiere a la visión de la que hemos hablado como a la dulzura de la contemplación, pero permanece presente como guía.

Carta de Guigues II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

martes, 2 de julio de 2013

Scala Claustralium IV


Oratio-Contemplatio: Viendo, pues, el alma que no puede alcanzar por sí sola esa dulzura deseada por el conocimiento y la experiencia, y que cuanto más se eleva ella tanto más lejano está Dios (Salm 63, 7-8), entonces se humilla y se refugia en la oración diciendo: Señor, que no te dejas ver más que por los limpios de corazón, leyendo he investigado, meditando he buscado cómo pueda adquirirse la verdadera pureza del corazón, para poderte conocer, gracias a ella, al menos un poco. Buscaba tu rostro Señor, tu rostro buscaba (Salm 26, 8). Largamente he meditado en mi corazón y en mi meditación se ha encendido un fuego y un deseo mayor de conocerte (Salm 38, 4). Cuando rompes para mi el pan de la Sagrada Escritura, en la fracción del pan hay gran conocimiento (Lc 24, 30-31) y cuanto más te conozco, más deseo conocerte, no ya en la corteza de la letra, sino en el sentido de la experiencia. Y esto no te lo pido, Señor, por mis méritos, sino por tu misericordia. Pues confieso que soy indigna y pecadora, pero también los perritos comen migas que caen de la mesa de sus señores (Mt 15, 27). Dame, Señor, una prenda de la herencia futura, una gota al menos de la lluvia celeste con la que pueda aliviar mi sed, porque me abraso de amor.

Con estos y otros encendidos pensamientos el alma inflama su deseo y muestra así su efecto. Con estos encantos llama a su esposo. Los ojos del Señor están sobre los justos y sus oídos están atentos a las oraciones (Sam 33, 16), hasta tal punto que no espera siquiera a que la oración haya terminado sino que, interviniendo en el curso mismo de ella, se apresura a entrar en el alma que lo busca con deseo, se apresura a encontrarse con ella, bañado por el rocío de la dulzura celeste y el perfume de ungüentos preciosos. Recrea así al alma fatigada, sostiene a la que está sedienta, nutre a la que tiene hambre, le hace olvidar todas las cosas de la tierra, la vivifica haciendo admirablemente que se olvide de sí y embriagándola la hace sobria. Y así como en algunos actos carnales la concupiscencia de la carne vence al alma hasta el punto que pierde el uso de la razón y el hombre resulta casi completamente carnal, también en esta contemplación superior, por el contrario, los movimientos de la carne son superados y absorbidos por el alma hasta tal punto que la carne no contradice en nada al espíritu y el hombre resulta casi completamente espiritual.

Carta de Guigues II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

sábado, 29 de junio de 2013

Cuando eras joven, tú mismo te ceñías


El que mire ahora a Pedro, verá que no sólo se recobró suficientemente por la penitencia y el dolor vivísimo de la negación, en la que por debilidad cayó, sino que desterró totalmente de su alma el vicio de la arrogancia con que pretendía preferirse a los demás.

Queriendo el Señor mostrarnos a todos esto, después de haber padecido por nosotros la muerte y haber resucitado al tercer día, se dirigió a Pedro con aquellas palabras transmitidas en el evangelio de hoy, diciéndole: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?, es decir, más que mis discípulos.

Mira su conversión a la humildad. Antes, aun cuando nadie le había preguntado, se antepone a los demás, diciendo: Aunque todos... yo jamás; ahora, interrogado si le ama más que los otros, asiente a lo del amor, pero omite aquello de «más», diciendo: Sí, Señor, tú sabes que te quiero. Y entonces, ¿qué es lo que hace el Señor? Ahora que ve que Pedro no le falla en la caridad y que ha adquirido la humildad, da cumplimiento a lo que ya anteriormente le había anunciado, y le dice: Apacienta mis corderos.

A la Iglesia de los creyentes la llamó edificio: ahora le promete que le pondrá a él como fundamento. Y si queremos hablar acudiendo a imágenes de pesca, podríamos decir que le hace pescador de hombres, al decirle: Desde ahora serás pescador de hombres. Y como ahora está hablando de su grey, pone al frente de ella a Pedro comopastor, diciendo: Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas.

Pedro, interrogado una y otra vez si ama a Cristo, se contrista ante la reiterada pregunta pensando que no va a ser fiel. Pero sabiendo que ama y no ignorando que de esto es más consciente quien le interroga que él mismo, como acosado por ambas cosas, no sólo confiesa que ama, sino que proclama además que el Dios de todas las cosas es amado por él, diciendo: Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero. El saberlo todo es propio únicamente del Dios del universo.

Y el Señor, al autor de semejante confesión, no sólo lo constituye pastor y pastor supremo de la Iglesia, sino que, además, le dota de una fortaleza tal, que perseverará firme hasta la muerte, y muerte de cruz, quien fue incapaz de sostener con entereza ni siquiera la pregunta o el diálogo con una criada.

Te lo aseguro: cuando eras joven, tú mismo te ceñías con una juventud corporal y espiritual, esto es, usabas tu propia fortaleza, e ibas adonde querías, moviéndote con espontaneidad y usando en tu vida de la propia libertad; pero cuando seas viejo, llegado al final de tu juventud, tanto natural como espiritual, extenderás las manos, con lo que se da a entender que moriría en la cruz, a la cual subiría forzado.

Extenderás las manos, otro te ceñirá, es decir, te dará brío, y te llevará adonde no quieras, sacándote de esta vida. Nuestra naturaleza desea vivir y, por tanto, el martirio de Pedro era algo superior a sus fuerzas. Sin embargo, dice el Señor, lo tolerarás por mí y por mi testimonio, inmolándote con mi ayuda y superando lo que está sobre la naturaleza.

Gregorio de Palamás, Homilía 28 

viernes, 28 de junio de 2013

Scala Claustralium III

Ahora se pasa a la atenta meditación, que no se queda fuera, no permanece en la superficie, sino que da un paso más, penetra en el interior, escruta todo en detalle. Considera atentamente que no se dice: Bienaventurados los limpios de cuerpo, sino de corazón, porque no basta tener las manos limpias de malas acciones, si nuestra mente no está limpia de pensamientos impuros. Y esto lo confirma la autoridad del profeta que dice: ¿Quién subirá al monte del Señor? o ¿Quién habitará en su templo santo? El que tiene manos inocentes y puro corazón (Salm 23, 3-4).

Considera aun cuánto desease ese mismo profeta la pureza de corazón pues orando decía:

Crea en mí, oh Dios, un corazón puro (Salm 50, 12), y también: Si hubiera visto iniquidad en mi corazón, el Señor no me hubiera escuchado (Salm 65, 18).

Piensa cuán solicito era el bienaventurado Job en la custodia de su corazón cuando decía:

He hecho con mis ojos el pacto de no mirar a doncella alguna (Job 31, 1).

Mira qué violencia no se hacía este hombre santo que cerraba sus ojos para no mirar vanidad que tal vez, después de vista por imprudencia, pudiera involuntariamente desear. Después de haber considerado estas y otras cosas semejantes acerca de la pureza del corazón, la meditación empieza a pensar en el premio, o sea cuán glorioso y deleitable sea ver el rostro deseado del Señor, el más hermoso de entre los hijos de los hombres, no ya rechazado y despreciado, ni con la apariencia de la cual le revistió su madre la Sinagoga, sino con la estola de la inmortalidad y coronado con la diadema con la cual le coronó su Padre el día de la resurrección y de la gloria, día que hizo el Señor. Piensa que en aquella visión se tendrá aquella saciedad de la que dice el profeta: Me saciaré cuando aparezca tu gloria (Salm 16, 15).

¿Ves cuánto jugo brotó de un racimo de uva tan pequeño, cuánto fuego salió de esta chispa, cuánto se haya dilatado, bajo el yunque de la meditación, esta exigua masa de Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8)? ¿Pero cuánto más se podría dilatar aún si se aplicara a ello uno más experto? Pues intuyo que el pozo es profundo, mas yo todavía soy un aprendiz sin experiencia y con dificultad he podido recoger estas pocas cosas.

Inflamada el alma por estas ascuas, estimulada por estos deseos, roto el alabastro empieza a presentir la suavidad del perfume, aún no por el gusto, sino como si dijéramos por el olfato y por él capta cuán dulce pueda ser tener experiencia de esta pureza, de la que ya por su meditación advierte llena de placer. ¿Pero qué puede hacer? Se quema por el deseo de poseerla, pero no encuentra en sí el modo de tenerla y cuanto más busca, más sed tiene. Mientras se entrega a la meditación conoce también el dolor, porque tiene sed de la dulzura que la meditación le muestra deba darse en la pureza de corazón, pero no se la da a gustar. Pues el sentir esta dulzura no es del que lee o medita, a no ser que se le conceda de lo alto. En efecto, leer y meditar es común tanto a los buenos como a los malos. Y los mismos filósofos paganos, por su razón, hallaron en qué consiste la esencia del verdadero bien. Mas, puesto que habiendo conocido a Dios no le dieron gloria como a Dios (Rm 1,21), y fiándose presuntuosamente de sus fuerzas decían: La lengua es nuestro fuerte, nuestros labios por nosotros, ¿quién va a ser nuestro amo? (Salm 11, 5), no merecieron recibir lo que pudieron ver. Se perdieron en la vanidad de sus pensamientos (Rm 1, 21), y toda su sabiduría fue inutilizada (Salm 106, 27), sabiduría que les venía del estudio de disciplinas humanas, no el espíritu de sabiduría, único que da la verdadera sabiduría, es decir, el conocimiento sabroso que alegra y recrea con un gusto inestimable al alma en la que se da. De esta sabiduría se dijo: La sabiduría no entrará en un espíritu malvado (Sb 1, 1).

Pues ella solamente procede de Dios. En efecto, el Señor ha concedido a muchos la tarea de bautizar, pero el poder y la autoridad de perdonar los pecados en el Bautismo se los ha reservado únicamente para él. Por eso Juan dijo bien de él distinguiendo: El es quien bautiza (Jn 1, 33).

Así lo mismo podemos decir de él: El es el que da sabor a la sabiduría y la hace gustosa al alma. La palabra se ofrece ciertamente a muchos, pero la sabiduría (del Espíritu) a pocos. Dios la distribuye a quien quiere y como quiere.

Carta de Guigues II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

jueves, 27 de junio de 2013

Scala Claustralium II

Lectio-Meditatio: Habiendo, pues, descrito los cuatro peldaños nos queda por ver ahora sus funciones. La lectura busca la dulzura de la vida feliz, la meditación la halla, la oración la pide, la contemplación la experimenta. Porque el mismo Dios dice: Buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá (Mt 7, 7).

Buscad leyendo y hallaréis meditando, llamad orando y se os abrirá contemplando. La lectura pone en la boca pedazos, la oración le extrae el sabor, la contemplación es la misma dulzura que alegra y recrea. La lectura se queda en la corteza, la meditación penetra en el pulpa, la oración en la petición llena de deseo, la contemplación en el goce de la dulzura adquirida. Para que esto pueda verse con mayor claridad proponemos un ejemplo entre muchos. En la lectura escucho esto: Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8).

He aquí una palabra breve, pero suave y llena de múltiples resonancias, ofrecida como un racimo de uva para alimento del alma. Ante ella el alma después de haberla examinado diligentemente, dice para sí: aquí puede haber algo bueno, volveré a entrar en mi corazón e intentaré si me es posible comprender y encontrar esta pureza. Esta es, en efecto, algo precioso y deseable, alabada por tantos pasajes de la Escritura, a quien la posee se le llama dichoso y se le promete la visión de Dios, esto es, la vida eterna. Deseando, por tanto, que se le explique esto más plenamente, empieza a masticar y a triturar esta uva poniéndola, como si dijéramos, en el lagar, después estimula su razón para indagar en qué consista y cómo pueda adquirirse esta pureza tan preciosa y deseable.

Carta de Guigues II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

miércoles, 26 de junio de 2013

La castidad sin la caridad no tiene valor

Alegoría de la Castidad. Hans Memling
La castidad, la caridad y la humildad carecen externamente de relieve, pero no de belleza; y, ciertamente, no es poca su belleza, ya que llenan de gozo a la divina mirada. ¿Qué hay más hermoso que la castidad, la cual purifica al que ha sido concebido de la corrupción, convierte en familiar de Dios al que es su enemigo y hace del hombre un ángel?

El hombre casto y el ángel son diferentes por su felicidad, pero no por su virtud. Y si bien la castidad del ángel es más feliz, sabemos que la del hombre es más esforzada. Sólo la castidad significa el estado de la gloria inmortal en este tiempo y lugar de mortalidad; sólo la castidad reivindica para sí, en medio de las solemnidades nupciales, el modo de vida de aquella dichosa región en la cual ni los hombres ni las mujeres se casarán, y permite, así, en la tierra la experiencia de la vida celestial.

Sin embargo, aunque la castidad sobresalga de modo tan eminente, sin la caridad no tiene ni valor ni mérito. La castidad sin la caridad es una lámpara sin aceite; y, no obstante, como dice el sabio, qué hermosa es la generación casta, con caridad, con aquella caridad que, como escribe el Apóstol, brota del corazón limpio, de la buena conciencia y de la fe sincera.

San Bernardo de Claraval, Carta 42, a Enrique, arzobispo de Sens

martes, 25 de junio de 2013

No os agobiéis por el mañana

El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Puede también interpretarse de esta manera: nosotros que hemos renunciado al mundo y que, fiados en la gracia espiritual, hemos despreciado sus riquezas y pompas, debemos solamente pedir para nosotros el alimento y el sustento. Nos lo advierte el Señor con estas palabras: El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío. Y el que ha comenzado a ser discípulo de Cristo renunciando a todo, secundando la voz de su maestro, debe pedir el pan de cada día, sin extender al mañana los deseos de su petición, de acuerdo con la prescripción del Señor, que nuevamente nos dice: No os agobiéis por el mañana, porque el mañana traerá su propio agobio. A cada día le bastan sus disgustos. Con razón, pues, el discípulo de Cristo pide para sí el cotidiano sustento, él a quien le está prohibido agobiarse por el mañana, pues sería pecar de contradicción e incongruencia solicitar una larga permanencia en este mundo, nosotros que pedimos la acelerada venida del reino de Dios.

El Señor nos enseña que las riquezas no sólo son despreciables, sino incluso peligrosas, que en ellas está la raíz de los vicios que seducen y despistan la ceguera de la mente humana con solapada decepción. Por eso reprende Dios a aquel rico necio que sólo pensaba en las riquezas de este mundo y se jactaba de su gran cosecha, diciendo: Esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Se regodeaba el necio en su opulencia, él que moriría aquella noche; y él, a quien la vida se le estaba escapando, pensaba en la abundante cosecha.

En cambio, el Señor declara que es perfecto y consumado el que, vendiendo todo lo que tiene, lo distribuye entre los pobres, y abre una cuenta corriente en el cielo. Dice que es digno de seguirle y de imitar la gloria de la pasión del Señor, quien, expedito y ceñido, no se deja enredar en los lazos del patrimonio familiar, sino que, desembarazado y libre, sigue él mismo tras los tesoros que previamente había enviado al Señor.

Para que todos y cada uno de nosotros podamos disponernos a un tal desprendimiento, nos enseña a orar de este modo y a conocer, por el tenor de la oración, las cualidades que la oración debe revestir.

San Cipriano de Cartago, Tratado sobre el Padrenuestro

domingo, 23 de junio de 2013

Scala Claustralium


Cuando cierto día, ocupado en un trabajo manual, había empezado a pensar en la actividad espiritual del hombre, se presentaron repentinamente a mi consideración los cuatro peldaños espirituales, a saber, la lectura, la meditación, la oración y la contemplación. Esta es la escalera de los monjes (Scala Claustralium) por la que se elevan de la tierra al cielo, compuesta en realidad de pocos peldaños, pero de inmensa e increíble magnitud. Su parte inferior se apoya en la tierra, mientras que la superior penetra las nubes y escruta los secretos del cielo. Estos peldaños se distinguen tanto por sus nombres y su número como por su orden y su función. Si uno examina diligentemente sus propiedades y funciones, el efecto que produzca cada uno en nosotros, cómo se diferencian y en qué relación jerárquica están entre ellos, entonces considerará breve y ligero el trabajo y la aplicación que se les haya dedicado, frente a la gran utilidad y dulzura que aportan. En efecto, la lectura (lectio) es la inspección cuidadosa de las Escrituras con entrega de espíritu. La meditación (meditatio) es la concentrada operación de la mente que investiga con la ayuda de la propia razón el conocimiento de la verdad oculta. La oración (oratio) es la fervorosa inclinación del corazón a Dios con el fin de evitarle males y alcanzar bienes. La contemplación (contemplatio) es la elevación de la mente mantenida en Dios, que degusta las alegrías de la eterna dulzura.

CARTA DE GUIGUES II, cartujo, a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa

martes, 28 de mayo de 2013

De la paciencia


Un hermano que había sido insultado por otro hermano, acudió al abad Sisoés de Tebas y le dijo:
"Ese hermano me ha insultado y quiero vengarme". 
El anciano le rogaba: "No, hijo. Deja en manos de Dios la venganza". 
Pero el otro decía: "No descansaré hasta que me haya vengado yo mismo". 
El anciano insistió: "Hermano, hagamos oración". 
Y el anciano puesto en pie añadió: "Dios mío, ya no necesitamos que te ocupes de nosotros, pues nos vengamos nosotros mismos". 
Al oír esto el hermano se echó a los pies del anciano y le dijo: "Ya no tengo nada contra aquel hermano. ¡Por favor, Padre, perdóname!".


Sentencias de los Padres del Desierto. Cal XVI. De la paciencia

miércoles, 22 de mayo de 2013

La ciencia de los santos

Dijo el Padre Isidoro: "Esta es la ciencia de los santos, el conocimiento de la voluntad de Dios: Cuando todo obedece a la verdad, el hombre está por encima de todo, porque es imagen y semejanza de Dios. De todos los espíritus, el más terrible es seguir al propio impulso, es decir, nuestro propio pensamiento y no el de Dios. Esto se convierte al final en aflicción para el hombre.( Apotegmas de los Padres del desierto)

Jamás se deben examinar las razones de lo que Dios hace, por más que se turbe nuestro entendimiento: porque al Señor le toca mandar, y a los siervos obeceder. No puede decir la obra al que la ha formado: ¿Por qué me has hecho así? ¿Para qué es hacer esfuerzos queriendo penetrar los secretos de Dios? ¿No sabéis que de todo tiene cuidado, que es infinitamente sabio, que nada hace en vano, que no obra temerariamente, que os ama más que los padres que os han engendrado, y que los cuidados que tiene de vosotros exceden infinitamente a la ternura de un buen padre o de una buena madre? No busquéis, pues, las ocultas razones de su conducta; no paséis adelante, porque estas consideraciones deben ser suficientes para sosegar vuestro espíritu. (S. Juan Crisósto., Homil. 82, c. 11, Ep. ad Rom., sent. 283, Tric. t. 6, p. 358.)"

viernes, 17 de mayo de 2013

El encuentro

la Abadia cistercense Madre de Dios, el encuentro, situada en el corazón de la Sierra Madre Michoacana, vecina del fastuoso Santuario de las Mariposas, en el Rincón de San Jerónimo, correspondiente al municipio de Ciudad Hidalgo (Michoacán) Mejico.

Las 25 Monjas Cistercienses que conforman la Abadía, ofrecen una increíble imagen de mujeres preparadas y modernas que han sabido, de manera magistral, consagrarse a una vocación divina y aportar, a la sociedad moderna, un perfil de mujer, altamente madura y culta que despierta la admiración y el respeto de cuantos las conocen o acuden a ellas.

domingo, 12 de mayo de 2013

El Monacato

Les dejo este vídeo realizado en Sta. María de la Oliva, Navarra, sobre el monacato.


El monacato (del griego monachos, solitario) es la adopción de un estilo de vida más o menos ascético dedicado a una religión y sujeto a determinadas reglas en común. En varias religiones se encuentran formas de vida monásticas, aunque sus características varían enormemente entre ellas: budismo, cristianismo, taoísmo, shintoismo, hinduismo e islamismo.

Al miembro de una comunidad que lleva una vida monástica se le denomina monje o monja. Se rigen por las reglas características de la orden religiosa a la que pertenecen y llevan una vida de oración y contemplación. Algunos viven como ermitaños, en pequeñas ermitas y otros en comunidad, en monasterio.

El monacato cristiano surge en Egipto, entre los siglos III y IV, con san Pablo Ermitaño y san Antonio Abad (considerados los primeros monjes cristianos), dando lugar a las primeras comunidades de "solitarios" en la Tebaida, Egipto, (Padres del desierto), quienes renunciaban al mundo material con el fin de seguir una vida de ascetismo y contemplación, orientada hacia las realidades divinas. Los cristianos de Egipto asumieron el monaquismo con tanto entusiasmo que el emperador Valente tuvo que limitar el número de hombres que podría convertirse en monjes. En su origen el monacato era "eremítico", después los monjes se fueron agrupando en comunidades, y fue san Pacomio quien redactó la primera regla para cenobitas, cuando los monjes comenzaron a reunirse en monasterios. El monasticismo fue exportado de Egipto al resto del mundo cristiano. A partir del siglo V se difundió en Occidente, uno de los aportes más ricos de la Edad Media. Teniendo gran repercusión la Regla de san Benito.

En la Iglesia católica, los monjes están agrupados en lo que se conoce como clero regular, y pertenecen a órdenes monásticas (benedictinos, cistercienses, cartujos, camaldulenses, jerónimos y paulinos son las órdenes contemplativas principales), en oposición al clero secular o seglar.

En la Iglesia Ortodoxa hay una gran tradición monástica, en la que todos sus monasterios siguen la regla de san Basilio. El conjunto de monasterios del Monte Athos son, quizás, la representación más famosa del monacato ortodoxo aunque sin duda, y por fortuna, no la única, ya que esta iglesia es fundamentalmente monástica.

La reforma protestante suprimió el monacato, aunque en la Iglesia Anglicana se revivieron, comenzando en el siglo XIX, los monacatos benedictino, franciscano, cisterciense y dominicos, entre otros.

viernes, 10 de mayo de 2013

Monasterio recuperado

Excavado en la roca, sobre un acantilado en medio del desierto de Judea, a aproximadamente media hora de Jerusalén, se encuentra el Monasterio Griego Ortodoxo de San Jorge, construido en el s. V Según la tradición el profeta Elías se escondió aquí para escapar de quien lo quería matar. Nació como una "laura" en el año 470 d.C., fundada por San Juan de Egipto. Luego cayó en ruina y en el siglo VI Jorge de Koziba fundó ahí un monasterio que atrajo muchos monjes. Se considera el primer santuario del mundo dedicado a María, madre de Jesús. La construcción actual es de 1878 con renovaciones hechas en el siglo XX. Hoy viven en el monasterio 5 monjes griegos que  lleva una vida austera como hacían sus antecesores, que se retiraban al desierto y ahí permanecían allí toda la vida buscando en el silencio a Dios.


viernes, 3 de mayo de 2013

El Señor es mi lote

Pero, Felipe, no comprendiendo que él era absolutamente semejante al Padre, le dice: Muéstranos al Padre y nos basta. Por lo cual, Jesús, echándole en cara su desconocimiento incluso del Hijo, le replica: Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Realmente no me habéis conocido, porque si me conocierais a mí, conoceríais también al Padre. No conoce al Hijo, quien piensa que el Padre es mejor: no porque uno sea el Padre y otro sea el Hijo, sino porque es absolutamente semejante. Por eso, porque el Hijo es absolutamente semejante al Padre, prosigue diciendo: Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: «Muéstranos al Padre»? Lo que no puedes ver, créelo al menos. Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia, pues no hablo por mí mismo: lo que yo hago lo atribuyo a aquel de quien yo, que actúo, procedo. El Padre, que permanece en mí, él mismo hace las obras, entre las que se cuentan las palabras, las palabras que son obras buenas cuando a alguien edifican. Y siendo el Padre quien obra en mí, ¿no crees que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Si estuviéramos separados, en modo alguno prodríamos actuar inseparablemente.

Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores, porque yo me voy al Padre. Es decir: os aseguro que el que cree en mí, esto es, cree que soy un Dios con el Padre, venerable y amable, también él hará las obras que yo hago, es decir, las obras que ahora las hago por mí mismo, después las haré por su medio: y aún mayores, siempre por medio de él, porque yo me voy al Padre: me voy a aquel del cual según mi divinidad nunca me he separado.

Carísimos hermanos: pidámosle esto: que su gracia nos preceda y acompañe, de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien. En su nombré pidámosle a él solo, pues es en extremo avaro quien no se contenta con Cristo. Quien posee al Señor y dice con el profeta: El Señor es mi lote, nada puede poseer fuera de él.

Por lo cual, no debemos preocuparnos de otra cosa, sino de cómo merecer que Cristo sea nuestra heredad, él por cuyo amor hemos renunciado al amor propio y a la propia voluntad.

Esta es, carísimos, la heredad que hace la dicha de sus poseedores.

Beato Ogerio de Lucedio, Sermón 7 (2.3.4.7: PL 184, 906. 907-908.909)