Se desarrolla en nosotros un combate más arduo que la guerra visible. El obrero de la santidad debe, animosamente, correr en espíritu hacia la meta (cf. Flp 3, 14) para conservar perfectamente en su corazón el recuerdo de Dios, tal como se hace con una perla fina o una piedra preciosa. Debemos abandonarlo todo; despreciar nuestro cuerpo y la vida presente para tener en nuestro corazón solamente a Dios.
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