Juan es aquel que permaneció virgen y recibió por gracia singular y como tesoro preciosísimo, a la Virgen Madre, única entre las madres; Juan es aquel a quien Cristo amó con amor de predilección y mereció ser llamado hijo, con preferencia a los otros evangelistas. Por eso hace resonar con fuerza la trompeta al anunciarnos los prodigios de la resurrección del Señor de entre los muertos, y al relatarnos con mayor claridad el modo cómo se manifestó a sus discípulos, según lo hallamos escrito en su evangelio, cuando nos dice: El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo, a quien tanto quería Jesús. Así es como se presenta a sí mismo.
Juan y Pedro, habiendo oído a María, van corriendo al sepulcro, donde vieron que había salido la Vida; y habiendo visto y creído, admirados por las pruebas se volvieron a casa.
Consideremos, hermanos, cuánta mayor dignidad que María Magdalena no tenía Pedro, el príncipe de los apóstoles, y el mismo Juan, a quien tanto quería Jesús, y sin embargo ella fue considerada digna de una gracia tan grande, con preferencia a ellos. Porque los apóstoles, corriendo al sepulcro, sólo vieron las vendas y el sudario; María, en cambio, por su firmeza y constancia, perseverando hasta el fin a la entrada del sepulcro, llegó a ver no sólo a los ángeles, sino al mismo Señor de los ángeles en la carne, antes que los apóstoles.
Este templo que veis, es un símbolo de aquel sepulcro; y no sólo un símbolo, sino una realidad mucho más sublime. Detrás de esa cortina, en el interior, está el lugar donde se coloca el cuerpo del Señor, y ahí está también la mesa o el altar santo. Así pues, lo mismo que María, todo el que se acerque con presteza a la recepción del misterio divino y persevere hasta el fin, teniendo recogida en Dios su propia alma, no sólo reconocerá las enseñanzas de la Escritura santa, redactada por el Espíritu de Dios, ni sólo a los ángeles que anunciaron el misterio de la divinidad y humanidad del Verbo de Dios, encarnado por nosotros, sino que verá también y sin ningún género de duda al mismo Señor con los ojos del alma, y también con los del cuerpo.
Pues aquel que con fe ve la mesa mística y el pan de vida depositado sobre ella ve al mismo Verbo de Dios oculto bajo las especies, hecho carne por nosotros y habitando en nosotros como en un sagrario. Más aún: si es considerado digno de recibirle, no sólo le ve, sino que participa de él, le recibe en sí mismo como huésped, y es enriquecido con el don de la misma gracia divina. Y así como María Magdalena vio lo que antes que nada los apóstoles deseaban ver, así el alma, poseída por la fe, será considera rada digna de ver y de gozar de aquello que —según el apóstol— los ángeles desean penetrar, divinizándose por completo, tanto por la contemplación como por la participación de estos misterios.
Gregorio de Palamás
Homilía 20 (PG 151, 266.271)
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