jueves, 28 de febrero de 2013

28 de Febrero: San Román



SAN ROMÁN
FUNDADOR DE LOS MONASTERIOS DE MONTE-JURA
LLAMADO HOY DE SAN CLAUDIO


Nació San Román en el condado de Borgoña, hacia el año de 390: criáronle sus padres en el santo temor de Dios, y así la niñez como la juventud la pasó con grande inocencia. Por la rectitud de su corazón y por la pureza de sus costumbres fue desde entonces respetado como santo. Tenía Román deseo verdadero de serlo, y pareciéndole que el mundo estaba lleno de escollos para la virtud, resolvió buscar más seguro abrigo para la inocencia en el retiro de la soledad. Hallándose poco instruido en la vida monástica, desconocida entonces en aquel país, determinó ir en busca de un santo abad de Lyon, llamado Sabino, para aprender en su espiritual magisterio la ciencia de la salvación y los caminos derechos de la perfección evangélica.

Los grandes ejemplos que observó en aquella religiosa comunidad, le avivaron de nuevo los deseos de imitarlos. Enseñado en tan buena escuela, se retiró de ella con muchos aumentos de fervor, llevando consigo las vidas de los Padres y las instituciones de los abades, que se cree fueron las colaciones de Casiano. Resuelto á practicar él solo todas las virtudes que admiraba en los otros, se fue á esconder entre las malezas del monte Jura, que separa el Franco-Condado del país de los suizos, dentro de los términos de la diócesis de Lyon. Encontró entre aquellas empinadas montañas un valle llamado Condat, en medio del cual se elevaba un chopo de enorme corpulencia, cuyas ramas, horizontalmente extendidas y entretejidas entre sí, formaban una especie de techo bastantemente unido, así para no dar entrada á los rayos del Sol, como para defender de la lluvia. Al pie de él, ó no muy distante, brotaba una fuente de agua cristalina, rodeada de algunas zarzas, que producían cierta especie de frutilla como acerolas silvestres, de gusto desabrido y agrio. Determinó quedarse en aquel sitio, pasando en él algunos años en una perfecta soledad, tan olvidado del mundo, como el mundo había sido olvidado de él. Empleaba una gran parte del día y la noche en meditar las grandes verdades de la religión, en cantar salmos y en considerarlas misericordias del Señor. Lo restante del tiempo lo ocupaba, ya en cultivar un corto espacio de tierra, ya en leer las vidas de los Padres y las instrucciones de los abades, pudiéndose decir que apenas interrumpía sus ejercicios el breve sueño y reposo que tomaba.

Ya había muchos años que nuestro Santo estaba como enterrado vivo en aquella horrorosa soledad, cuando una noche se apareció en sueños á su hermano segundo, llamado Lupicino, á quien había dejado en el mundo, convidándole á que le fuese á buscar para participar de las celestiales dulzuras que él gozaba en el desierto. Despertó Lupicino, y, movido de la visión, dejó á su madre y á su hermana y fue al instante á hacerse discípulo de su santo hermano. Eran tan grandes los progresos que los dos fervorosos solitarios hacían en el camino de la virtud, que no era fácil los dejase tranquilos el enemigo común de nuestra  salvación. Refiere Gregorio Turonense, que el demonio intentó desviarlos del desierto con todo género de tentaciones; entre otras, siempre que se ponían en oración, caía sobre ellos una especie de lluvia de piedras. Salióle bien este nuevo artificio; porque, como los dos nuevos solitarios eran muy bisoños ó estaban poco aguerridos en aquella especie de combates, tomaron la resolución de desamparar aquel sitio, para buscar otro donde viviesen más sosegados. Iban ya de camino, y, habiéndose hospedado en casa de una buena mujer, noticiosa por ellos de la causa de aquel retiro, los representó con tal viveza el daño que se hacían en rendirse a la tentación, y los habló con tanto celo, que, avergonzados de su cobardía, volvieron pies atrás y en la misma hora se restituyeron á su antigua soledad.

Siguióse á esta generosa resolución nuevo aumento de fervor, extendiéndose tanto por todas partes el buen olor de su virtud, que en poco tiempo atrajeron un gran número de discípulos. Los primeros, que con no corto trabajo descubrieron el lugar donde estaban escondidos nuestros Santos, fueron dos jóvenes eclesiásticos de Noyon, á los que siguieron tantos otros, que fue menester edificar un monasterio , siendo éste el principio de la célebre abadía de Condat, llamada después de San Oyend, discípulo de nuestro Santo, y al cabo de San Claudio, obispo de Besanzon, que, habiendo renunciado el obispado, se retiro á ella, donde hasta hoy se conserva su santo cuerpo todo entero, haciendo el Señor por su intercesión gran número de milagros.

A la fama de los muchos que cada día obraban nuestros Santos en su desierto, concurrió tanta multitud de gente, que fue preciso edificar otro segundo monasterio en un lugar inmediato llamado Laucone; y aunque el humor y el genio de los dos santos hermanos era muy diferente, el Espíritu Santo los unió con tan perfecta conformidad de voluntades, que ninguna cosa pudo jamás descomponer, ni aun alterar su armonía.

Lupicino era de genio austero y duro, severo para sí, y no menos severo para los otros, de una especie de rigidez inflexible; pero Román era su correctivo, siendo por su carácter afable, indulgente y dulce; á la verdad era austero para sí, pero suavísimo para los otros, de cuyas miserias sabía compadecerse. Gobernaba cada uno de estos Santos separadamente su monasterio; pero la regla y el espíritu era uno mismo. No es fácil explicar el fervor, la soledad y la penitencia de aquellos santos religiosos; su piedad, el total desasimiento de todos las cosas, su continuo silencio y las demás virtudes que practicaban, era asunto de la admiración y de los elogios de toda la Francia; mas faltó poco para que el artificio del enemigo común diese en tierra con aquella santa obra. Llegó un año más abundante que los demás, y, aumentándose las provisiones del monasterio, juzgaron algunos religiosos poco mortificados que también debía aumentarse la ración de los monjes. Comenzó la murmuración, y siguióse á ella el turbarse la paz del monasterio de Condat. Temiendo Lupicino que la demasiada blandura de su hermano no sería bastante para remediar aquel desorden, le propuso que por algún tiempo trocasen de gobiernos, que él se encargaría por algunos meses del de Condat, y que Román gobernase mientras tanto el de Laucone. Consintió Román; pero apenas Lupicino comenzó a penitenciar á los monjes imperfectos, cuando en una sola noche se escapó del monasterio una gran parte de ellos. Con su fuga se restituyó la paz á la casa; pero Román se afligió tan extraordinariamente, que con sus lágrimas, con sus oraciones y con sus gemidos movió á compasión al Padre de las misericordias, y consiguió de su piedad el arrepentimiento y la conversión de los fugitivos, que todos volvieron al monasterio llenos de un vivo dolor, y repararon después con su penitencia y con su fervoroso porte el escándalo que habían dado con su apostasía.

Hallábase, poco más ó menos, por este tiempo en Besanzon San Hilario, obispo de Arles, donde juzgaba podía ejercer toda la jurisdicción episcopal, en virtud de la primacía de las Galias, que pretendió competirle. Oyó hablar de la extraordinaria virtud de Román, y, deseando verle, le envió á llamar. En las conversaciones que tuvo con nuestro Santo, descubrió en él una santidad tan eminente, que, sin querer dar oídos á las representaciones de su humildad, le confirió los órdenes sagrados, y, hecho ya sacerdote, le volvió á enviar á su monasterio de Condat. La nueva dignidad sólo sirvió para hacerle más humilde y para que sobresaliese más la religiosa sencillez de su conducta, sin que jamás se conociese que era sacerdote, sino cuando se le veía en el altar. Pero, creciendo cada día el número de las personas que venían á ponerse debajo de su dirección y disciplina, fue preciso edificar otros monasterios. Y como, entre otras, deseasen también muchas doncellas consagrarse al Señor bajo el magisterio de Román, edificó para ellas el monasterio de Beaume, donde, cuando el Santo murió, se contaban ciento y cinco religiosas, gobernadas por una hermana del mismo Santo, que fue la primera abadesa.

Yendo Román á visitar el sepulcro de San Mauricio, que se venera en Agaune, con su compañero Paladio, les cogió la noche en el camino, y para pasarla se refugiaron á una cueva, donde se recogían dos leprosos, padre é hijo, que á la sazón habían salido á buscar un poco de leña para hacer lumbre. Cuando volvieron quedaron admirados de ver en ella á los dos huéspedes; pero aun se asombraron mucho más cuando vieron que Román se abalanzó á abrazarlos y á besarlos, sin tener horror ni asco de su lepra. Pasaron en oración la mayor parte de la noche, como lo acostumbraban, y al mismo rayar el día se pusieron en camino. Los leprosos despertaron después, y se hallaron del todo sanos. Sabiendo que Román tomaba el camino de Genova, se adelantaron por otro más breve, y contaron á todos el milagro que acababa de obrar en ellos; que, siendo ambos muy conocidos de toda la ciudad, su vista era el testimonio más fiel de la maravilla. Con esto, el obispo y el pueblo le salieron á recibir al camino y le condujeron á Genova como en triunfo. Estas honras sirvieron de gran tormento á Román, y le obligaron á volverse cuanto antes á encerrar en su monasterio, donde pocos meses después, extenuado y casi consumido por sus grandes y continuas penitencias, lleno de merecimientos, rindió el espíritu á su Creador el 28 de Febrero del año 460, casi á los sesenta años de su edad, habiendo pasado más de treinta en el desierto.

Fue llevado el santo cadáver al monasterio de Beaume, adonde pasaron los religiosos de Condat á hacerle los funerales, continuando Dios en honrarle después de muerto con los mismos milagros con que le había honrado en vida. Los que juzgan que San Román fue religioso benedictino, no advierten que San Benito nació al mundo veinte años después que murió nuestro glorioso Santo.

Parece que la célebre abadía de Condat no tomó el nombre de San Román, por no haber quedado en ella su santo cuerpo, y que por la contraria razón se llamó la abadía de San Oyend, su tercer abad, hasta el siglo decimotercero, por venerarse en ella las reliquias de este Santo, cuyo nombre perdió también finalmente, y se llamó de San Claudio, por los grandes milagros que comenzó Dios á obrar en el sepulcro de este santo obispo.

P. Juan Croisset, S.J.

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