sábado, 2 de febrero de 2013

Bendición Monástica de la Liturgia Hispana

Antifonario Visigótico de León

Señor, Padre santo, Dios eterno. Tú nos has elegido en Jesucristo, antes de la creación del mundo, para que seamos santos e irreprochables, en tu presencia, en el amor. Nos has predestinado en tu Hijo amado a ser hijos adoptivos tuyos, según el designio de tu amor, para alabanza de la gloria de tu gracia.

En el curso de los tiempos, has escogido hombres a quienes has atraído y llevado al desierto y les has hablado al corazón. Lo mismo que a tu pueblo santo, los has probado y les has hecho pasar hambre, los has alimentado con un maná oculto, para enseñarles que no solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que procede de tu boca.

Así llamaste a Abraham, nuestro padre en la fe, y le mandaste que dejara su familia y la casa de su padre para que fuera a la tierra que Tú le habías de mostrar.

Luego te manifestaste a Moisés, tu siervo, hombre humilde, el más humilde que ha habido en la tierra. Vio la zarza ardiendo, sin consumirse, oyó tu nombre santo e inefable, sacó a tu pueblo de Egipto, casa de servidumbre, atravesó el mar, entró en el desierto y recibió las tablas de la ley en el Sinaí. Tú hablabas con él cara a cara, como un amigo con su amigo, y su rostro irradiaba luz porque tú le habías hablado.

Tú llamaste a Samuel, de niño, cuando dormía junto al arca de Dios, y él respondió: «Habla, Señor, que tu siervo escucha». Fue profeta de Israel y ungió a David, tu escogido. También Elías, hombre de Dios, estuvo en el desierto durante cuarenta días y cuarenta noches, fortalecido con el alimento que le dio el ángel; en el monte Horeb oyó tu voz, en forma de una brisa suave. De generación en generación, te han cantado todos los salmistas; han implorado sin cesar tu auxilio, tú que habitas donde Israel te alaba. Su único anhelo era estar en tu casa todos los días de su vida, para gozar de ti; así te ofrecían un sacrificio de alabanza y, día tras día, buscaban tu rostro. También los profetas respondieron a tu llamada -tu palabra era dentro de ellos un fuego devorador- y los sabios conocieron el misterio de tu salvación; y los pobres pusieron en ti su esperanza. Por eso, el anciano Simeón y la profetisa Ana esperaban el consuelo de Israel: vieron al Niño, creyeron y te dieron gracias.

Finalmente, enviaste a Juan, el precursor, cuya voz gritaba en el desierto; venía a preparar el camino del Señor, a proclamar un bautismo de conversión, a mostrar al Cordero de Dios, a dar testimonio de la luz, hasta derramar su sangre.

Para completar a tus santos elegidos, escogiste a María, la hija de Sión, la conservaste libre de toda culpa y la inspiraste el propósito de perpetua virginidad. Por el anuncio del ángel, el Espíritu Santo vino sobre ella; tu poder, oh Dios Altísimo, le cubrió con su sombra, y, la esclava de Señor, se convirtió en Madre de Dios, santa e  inmaculada.

Al llegar la plenitud de los tiempos, Padre santo, revelaste tu Hijo único al mundo; en su vida oculta nos dio ejemplos de humildad; abrazó el camino de la obediencia hasta la muerte de cruz, y nos abrió las puertas de tu reino. Para reconciliar al mundo consigo, se entregó a la muerte, y,  resucitando de entre los muertos, envió sobre nosotros al Espíritu de gracia y de verdad, y nos anunció su venida gloriosa.

Por medio del Espíritu Santo  prometido, suscitó en la Iglesia a nuestros padres en la vida monástica: a san Antonio, el primero de los padres del desierto, a san Pacomio y a san Basilio, a san Martín; a san Fructuoso y a san Isidoro, los legisladores hispanos; a san Valerio y a los monjes del Bierzo, a san Millán de la Cogolla; a nuestro Padre san Benito que nos dio su Regla para monjes; a santo Domingo de Silos; a los santos abades Veremundo de Irache, Íñigo de Oña, Sisebuto de Cardeña, García de Arlanza y Lesmes de Burgos, a san Frutos; y a tantos santos monjes que vivieron en la soledad y en el silencio buscándote de veras, a ti, único Dios verdadero. 

Ahora te pedimos, Señor, que envíes tu Espíritu Santo sobre estos hermanos nuestros, que han respondido solícitos a la llamada de Cristo y se han comprometido a seguirle por el camino del Evangelio. Dales en plenitud los dones de tu Espíritu para que su vida no sea ya para ellos mismos, sino para tu Hijo único, muerto y resucitado por nosotros.

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