domingo, 16 de junio de 2013

Homilía de Benedicto XVI a los Cartujos 2

El progreso técnico, especialmente en el campo de los transportes y de las comunicaciones, ha hecho la vida del hombre más confortable, pero también más agitada, a veces convulsa. Las ciudades son casi siempre ruidosas: raramente hay silencio en ellas, porque siempre persiste un ruido de fondo, en algunas zonas también de noche. En las últimas décadas, además, el desarrollo de los medios de comunicación ha difundido y amplificado un fenómeno que ya se perfilaba en los años sesenta: la virtualidad, que corre el peligro de dominar sobre la realidad. Cada vez más, incluso sin darse cuenta, las personas están inmersas en una dimensión virtual a causa de mensajes audiovisuales que acompañan su vida desde la mañana hasta la noche. Los más jóvenes, que han nacido ya en esta situación, parecen querer llenar de música y de imágenes cada momento vacío, casi por el miedo de sentir, precisamente, este vacío. Se trata de una tendencia que siempre ha existido, especialmente entre los jóvenes y en los contextos urbanos más desarrollados, pero hoy ha alcanzado tal nivel que se habla de mutación antropológica. Algunas personas ya no son capaces de permanecer por mucho tiempo en silencio y en soledad.

He querido aludir a esta condición sociocultural, porque pone de relieve el carisma específico de la cartuja, como un don precioso para la Iglesia y para el mundo, un don que contiene un mensaje profundo para nuestra vida y para toda la humanidad. Lo resumiría de este modo: retirándose al silencio y la soledad, el hombre, por así decirlo, se «expone» a la realidad de su desnudez, se expone a ese aparente «vacío» al que aludí antes, para experimentar en cambio la Plenitud, la presencia de Dios, de la Realidad más real que existe, y que está más allá de la dimensión sensible. Es una presencia perceptible en toda criatura: en el aire que respiramos, en la luz que vemos y que nos calienta, en la hierba, en las piedras... Dios, Creator omnium, lo penetra todo, pero está más allá, y precisamente por esto es el fundamento de todo. El monje, dejándolo todo, por así decirlo «se arriesga»: se expone a la soledad y al silencio para vivir sólo de lo esencial, y precisamente viviendo de lo esencial encuentra también una profunda comunión con los hermanos, con cada hombre.

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