18 de febrero de 1938 - viernes
Por suerte... ¡oh Señor!, no solamente mi espíritu padece. Hasta que no vine a la Trapa no sabia lo que era llorar de hambre. Mi enfermedad es una mina inagotable de sufrimientos físicos y morales... Bendita sea tu mano, o buen Jesús..., yo te la beso y la adoro, lo mismo cuando con ella me azotas, que cuando me acaricias... Bendita sea tu voluntad...
Lágrimas de hambre..., ¿quién me lo había de decir? Y, sin embargo, ésa es la realidad. ¡Cuánto sufro, oh Señor! Tú lo sabes... Cuántos días salgo con los ojos húmedos del refectorio, y a los pies de tu Cruz bendita, coloco mi penitencia..., ese hambre que mi enfermedad produce, y que aquí en la Trapa puedo decir que hay muy pocos momentos en que se vea saciada.
Recuerdo la primera Cuaresma que pasé siendo novicio. Qué alegría el verme ayunando en medio de la comunidad. ¿Dónde estaba mi penitencia?... ¿Dónde estaba el pan de lágrimas que es el agradable a Jesús?
Yo no tenía entonces más que una vana satisfacción al ver la pobreza de mi alimento... Quizás algún día me acordara de lo que dejé..., pero no pasé hambre como ahora, en que mi vida es y será una Cuaresma continua..., en medio de mi soledad en la enfermería.
Cuando después de comer me levante de la mesa y como hombre carnal, miserable y material, vaya a llorar los sufrimientos de mi enfermedad a los pies del Sagrario..., ¡ah!, si fuera ángel no lloraría, pero soy hombre..., y hombre como hay pocos, Dios lo sabe.
Señor, ayúdame..., atiéndeme en la tentación; no me dejes, Señor, pues yo solo ¿qué podré hacer?... ¿A dónde iré con mi dolor? ¿Quién atenderá mis quejidos?...
Sufro, Señor, Tú lo sabes... ¿Hasta cuándo prolongarás esta vida mía, inútil para Ti, y para todos, pues aunque en momentos de generosidad deseo sufrir por el mundo entero, y me ofrezco a Ti, para lo que Tú quieras..., son tan pocos los momentos en que pienso así..., es tanta la sensualidad de mi carne, y la flaqueza de mi espíritu, que ya ves, Señor... cuantas veces desfallezco.
Nada soy, y nada valgo... ¿Qué se puede esperar del lodo, del barro miserable..., débil y enfermo?
Señor..., Señor, no tardes... Ayúdame; mira que mis pies vacilan si me veo solo... Mira que no sé hasta dónde llegaré y quisiera, Señor, llegar al fin, pero al ver mis pies ensangrentados, y con tanto dolor... ¿resistiré?... No me dejes, buen Jesús... Ampárame, Virgen María.
¡No sé para qué escribo esto!... No sé para qué! ¿Quién ha de leer mis flaquezas y miserias?... No lo sé, ni me importa, pero es un consuelo para mi, ya que con nadie me comunico, llenar pliegos de papel y escribir como si al mismo Jesús escribiera... Quizás me sirva esto de oración y Él me oiga.
Dulce soledad, que hace arrimarse el alma a Jesús y a sólo El buscar.
Dulce penitencia ignorada de los hombres, y que hace llorar en silencio y sin que nadie más que Jesús se entere.
Feliz, mil veces feliz soy, cuando a los pies de la Cruz de Cristo, a Él y sólo a Él, le cuento mis cuitas, le ofrezco mis alegrías profundas de yerme querido de Él, le entrego otras veces mi alma apenada y dolorida al verse tan sola en la tribulación, riego el pie del madero con las lágrimas de mi penitencia..., y canto y lloro, y... no sé más que pedirle amor..., amor para esperar..., amor para sufrir, amor para gozar..., y hay momentos en que nada del mundo me importa, ni los hombres, ni las bestias, ni las tinieblas, ni el sol...
Hay momentos en los cuales hasta el hambre se me olvida... Quisiera morir abrazado a la Cruz de Jesús, besando sus llagas, ahogándome en su sangre divina, olvidado de todos y de todo.
Feliz, mil veces feliz soy, aunque en mi flaqueza me queje algunas veces.
Nada deseo, nada quiero, sólo cumplir mansamente y humildemente la voluntad de Dios. Morir algún día abrazado a su Cruz y subir hasta Él en brazos de la Santísima Virgen María. Así sea.
Lágrimas de hambre..., ¿quién me lo había de decir? Y, sin embargo, ésa es la realidad. ¡Cuánto sufro, oh Señor! Tú lo sabes... Cuántos días salgo con los ojos húmedos del refectorio, y a los pies de tu Cruz bendita, coloco mi penitencia..., ese hambre que mi enfermedad produce, y que aquí en la Trapa puedo decir que hay muy pocos momentos en que se vea saciada.
Recuerdo la primera Cuaresma que pasé siendo novicio. Qué alegría el verme ayunando en medio de la comunidad. ¿Dónde estaba mi penitencia?... ¿Dónde estaba el pan de lágrimas que es el agradable a Jesús?
Yo no tenía entonces más que una vana satisfacción al ver la pobreza de mi alimento... Quizás algún día me acordara de lo que dejé..., pero no pasé hambre como ahora, en que mi vida es y será una Cuaresma continua..., en medio de mi soledad en la enfermería.
Cuando después de comer me levante de la mesa y como hombre carnal, miserable y material, vaya a llorar los sufrimientos de mi enfermedad a los pies del Sagrario..., ¡ah!, si fuera ángel no lloraría, pero soy hombre..., y hombre como hay pocos, Dios lo sabe.
Señor, ayúdame..., atiéndeme en la tentación; no me dejes, Señor, pues yo solo ¿qué podré hacer?... ¿A dónde iré con mi dolor? ¿Quién atenderá mis quejidos?...
Sufro, Señor, Tú lo sabes... ¿Hasta cuándo prolongarás esta vida mía, inútil para Ti, y para todos, pues aunque en momentos de generosidad deseo sufrir por el mundo entero, y me ofrezco a Ti, para lo que Tú quieras..., son tan pocos los momentos en que pienso así..., es tanta la sensualidad de mi carne, y la flaqueza de mi espíritu, que ya ves, Señor... cuantas veces desfallezco.
Nada soy, y nada valgo... ¿Qué se puede esperar del lodo, del barro miserable..., débil y enfermo?
Señor..., Señor, no tardes... Ayúdame; mira que mis pies vacilan si me veo solo... Mira que no sé hasta dónde llegaré y quisiera, Señor, llegar al fin, pero al ver mis pies ensangrentados, y con tanto dolor... ¿resistiré?... No me dejes, buen Jesús... Ampárame, Virgen María.
¡No sé para qué escribo esto!... No sé para qué! ¿Quién ha de leer mis flaquezas y miserias?... No lo sé, ni me importa, pero es un consuelo para mi, ya que con nadie me comunico, llenar pliegos de papel y escribir como si al mismo Jesús escribiera... Quizás me sirva esto de oración y Él me oiga.
Dulce soledad, que hace arrimarse el alma a Jesús y a sólo El buscar.
Dulce penitencia ignorada de los hombres, y que hace llorar en silencio y sin que nadie más que Jesús se entere.
Feliz, mil veces feliz soy, cuando a los pies de la Cruz de Cristo, a Él y sólo a Él, le cuento mis cuitas, le ofrezco mis alegrías profundas de yerme querido de Él, le entrego otras veces mi alma apenada y dolorida al verse tan sola en la tribulación, riego el pie del madero con las lágrimas de mi penitencia..., y canto y lloro, y... no sé más que pedirle amor..., amor para esperar..., amor para sufrir, amor para gozar..., y hay momentos en que nada del mundo me importa, ni los hombres, ni las bestias, ni las tinieblas, ni el sol...
Hay momentos en los cuales hasta el hambre se me olvida... Quisiera morir abrazado a la Cruz de Jesús, besando sus llagas, ahogándome en su sangre divina, olvidado de todos y de todo.
Feliz, mil veces feliz soy, aunque en mi flaqueza me queje algunas veces.
Nada deseo, nada quiero, sólo cumplir mansamente y humildemente la voluntad de Dios. Morir algún día abrazado a su Cruz y subir hasta Él en brazos de la Santísima Virgen María. Así sea.
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