domingo, 13 de julio de 2014

Escritos del santo Hermano Rafael - 22 -


19 de marzo de 1938 - sábado

Día 19 de marzo, glorioso san José.

Bendito Jesús, ni yo mismo me entiendo. Ya no sé ni lo que quiero, ni lo que deseo, ni si deseo o quiero... Mi alma es un torbellino. A veces creo que ya está mi corazón vacío de todo, y a veces veo que no lo está... ¡En qué quedamos!... No lo sé.

Señor, tengo un deseo inmenso de cumplir tu voluntad y nada más que ella; hundirme en tu voluntad; amarla hasta morir; ahogarme en ella y vivir sólo para cumplirla... Esto es cierto.

Siento al mismo tiempo unos deseos míos de mortificación y penitencia. Siento inmensas ansias de padecer algo por Ti, mi buen Jesús.

Quisiera dejarme morir de hambre si me dejaran... Quisiera no respirar, ni hablar, ni levantar la vista del suelo... Quisiera no dormir, ni acostarme...

Quisiera estar arrodillado ante tu Sagrario día y noche... ¡Ah!, Señor, cuánto me cuesta algunas veces, dejar la iglesia..., y tratar con los hombres.

Quisiera, Señor, morir o vivir, pero haciendo algo por tu amor..., es terrible esta vida inútil que yo llevo.

Tengo mucho miedo en mi actual situación. Estoy demasiado considerado, me van a dar la cogulla, nadie me pisotea, como merezco.

Quisiera vivir en un rincón del monasterio vestido de saco, y comiendo sólo las cortezas del queso que deja la comunidad...

Quisiera, Señor, hacer locuras..., y en lugar de vivir como vivo, vivir olvidado, despreciado e incluso dando asco.

Todo esto es cierto. ¿Se compagina con tu voluntad? No lo sé, por lo menos en este momento. Otras veces creo que no y otras veces creo que lo que no tengo es valor ni resolución para dar el brinco y saltar por todo. Algunas veces creo que Dios me llama por un camino de más penitencia y más oración. Más mortificación y menos o ningún cuidado a mi enfermedad.

Como en la comunidad no me permitirían hacer esa vida, la podría hacer debajo de los puentes y en los pórticos de las iglesias..., con unos zuecos de madera y un saco al hombro..., y a desaparecer de todo el que me conozca tanto padres, como amigos, como frailes..., nadie, sólo Dios y yo. Dicen que San Benito Labre murió de inanición en una iglesia (1).

Todo esto lo he pensado en serio.

En mis confesores, superiores y maestros, lo único que he encontrado es prudencia..., prudencia y prudencia. Me mandan comer, dormir y no trabajar... Soy una especie de flor de estufa que no da ni olor.

Mientras tanto..., esperar a saber lo que debo hacer. ¿Lo sabré con certeza algún día? Espero en Dios y en María que sí.

¡Señor, es tan cómoda esta vida! Tengo mi cuarto; mi cama, algo dura, pero ya me he acostumbrado... Tengo libros; paso algo de hambre, pero no me muero por eso, ni mucho menos, al contrario, me parece que estoy mejor desde que vine. No me dan trabajos pesados... Tengo silencio cuando quiero, pues no tengo más que retirarme a mi habitación... En fin, quitando algunas cosillas, ¡qué más puedo pedir!... Y siento una cosa dentro que me dice: mortificación..., penitencia..., sacrificio..., nada de eso hago.

Ante ese llamamiento opongo dos cosas: 1º Yo mismo. 2º La prudencia. La carne y la obediencia. Mi naturaleza encuentra muy razonable obedecer, ¡es tan cómodo!

- Padre, ¿puedo levantarme al Oficio?
- No hijo, que necesitas descanso.

- Padre, ¿puedo cercenar la comida?

- No hijo, que necesitas alimento.

- Padre, ¿puedo ir al trabajo del campo?

- No hijo, que te cansas.

Bueno, pues a obedecer..., y obedezco a veces con unos deseos inmensos de hacer lo contrario..., saltar la prudencia, y... morir por Jesús y por María.

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