Ya camino al puerto, la nave de este discurso, y una vez recorrido el mar de nuestras enseñanza, echamos el ancla en la costa para descansar. Pero impulsado por el aliento de tu caridad, vuelvo a hacerme a la vela entre las olas de mis razonamientos. Te ruego, hermana Florentina por la trinidad celestial del Dios único, que pues saliste de tu tierra y de entre tus parientes, como Abrahán, no vuelvas la vista atrás, como la mujer de Lot, no vayas a ser un mal ejemplo y precedente para el bien de otras y no vean en ti el mal de que deben guardarse. Aquella mujer, se convirtió en sal de prudencia para otros y en estatua de necedad para sí; su mala acción le perjudicó a ella y a los demás les fue útil el escarmiento.
No te ha de halagar la idea de volver con el tiempo al país natal, de donde no te hubiera sacado Dios si hubiera querido que allí habitaras; pero porque previó que sería conveniente a tu vida religiosa, con acierto te sacó, como a Abraham de la Caldea y a Lot de Sodoma. Al fin, yo mismo reconozco mi error. ¡Cuántas veces, hablando con nuestra madre y deseando saber si le gustaría volver a la patria, ella que comprendía que había salido de allí por voluntad de Dios para su salvación, exclamaba, poniendo a Dios por testigo, que ni quería verla ni había de ver nunca a aquella tierra! Y con abundantes lágrimas añadía: “Mi destierro me hizo conocer a Dios; desterrada moriré y he de ser sepultada donde recibí el conocimiento de Dios”. Pongo por testigo a Jesús de que esto es lo que recuerdo haber oído de sus deseos y aspiraciones; que aunque viviera largos años, no volvería a ver aquella su tierra.
Por último te ruego, ya que eres mi queridísima hermana de sangre, que me tengas presente en tus oraciones y no te olvides del hermano menor Isidoro, que nos encomendaron nuestros padres a los tres hermanos supervivientes bajo la protección divina cuando, contentos y sin preocupación por su niñez, pasaron al Señor. Y puesto que lo amo como hijo, y prefiero su cariño a todas las cosas temporales y descanso reclinado en su amor, ámalo con tanto más cariño y ruega por él tanto más cuanto más tierno era el amor que le tenían los padres. Seguro estoy de que tu plegaria virginal inclinará hacia nosotros los oídos de Dios.
Y, si guardares la alianza que has pactado con Cristo, se te dará la corona y a mí el perdón de mis pecados. Y, si perseverares hasta el fin, te salvarás. Amén.
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