Hoy recuerda la Liturgia a uno de los santos benedictinos, que trataron de reformar el orden monástico durante la alta Edad Media. San Juan Gualberto vivió entre los años 985 al 1073. Su conversión se produjo al perdonar la vida al asesino de su propio hermano. Ingresó en el monasterio de san Miniato, pero tras una visita al eremo de la Camaldula, en el que san Romualdo acababa de dejar el atrayente testimonio de su vida, decidió iniciar una fundación en el lugar llamado Valumbrosa.
Se trata de una reforma monástica que acentúa los caracteres eremíticos y el apartamiento del mundo. De hecho procuró que los monjes no tuvieran otra actividad que la contemplación y la oración, dejando cualquier otro trabajo a los hermanos. San Juan Gualberto tuvo una gran notoriedad, por promover la reforma de la Iglesia, luchando contra la simonía, es decir, la venta de oficios eclesiásticos a cambio de dinero. De san Juan Gualberto hemos conservado algunos textos, fundamentalmente cartas. A continuación, podemos leer una carta sobre la caridad.
El abad Juan a todos los hermanos unidos a él en el amor fraterno: salud y bendición.
Aquejado hace ya bastante tiempo de una grave enfermedad, espero de día en día que Dios acoja mi alma y que la tierra de mi cuerpo vuelva al polvo de donde fue sacada. Lo cual nada tiene de extraño, porque la misma edad, aun sin el peso de una tan grave enfermedad, me recuerda a diario que debo vivir en esta espera. Yo pensaba salir calladamente de esta vida; pero habida cuenta del nombre y el puesto que, aunque indigno, he ocupado en esta tierra corruptible, me ha parecido de alguna utilidad deciros unas palabras sobre el vínculo del amor. En cuyo tema no diré nada nuevo ni de mi propia cosecha, sino que me limitaré a repetir brevemente y como de pasada lo que oís a diario. La caridad es indudablemente la virtud que impulsó al Creador de todas las cosas a hacerse criatura. Es la virtud que él mismo recomendó a los apóstoles como síntesis de todos sus mandamientos: Esto os mando: que os améis unos a otros.
De ella habla el apóstol Santiago, diciendo: Quien observa entera la ley, pero falta en un solo punto, tiene que responder de la totalidad. Esta es de la que el apóstol san Pedro afirma: la caridad cubre la multitud de los pecados.
De todo lo cual podemos concluir que, si poseemos la caridad, podemos cubrir todos los pecados, y que a quienes creen haber adquirido las demás virtudes, si no tienen caridad, de nada les sirven. Si un soberbio o desobediente cualquiera escuchare lo que acabo de decir, en seguida pensará que el está realmente en posesión de la caridad, basado en la mera comprobación de que perdura físicamente en la comunión fraterna. Mas he aquí que san Gregorio le desengaña de esta, digamos, falsa opinión, al indicar los límites de la verdadera caridad, diciendo: «Ama perfectamente a Dios quien no se reserva nada de sí mismo».
No sé en concreto qué decir de la caridad, pues no ignoro que todos los mandamientos brotan de esta raíz. Porque si es verdad que son muchas las ramas de las bue= nas obras, una sola es la raíz: la caridad. Los réprobos no pueden aguantar por mucho tiempo su ardor, como expresamente afirma nuestro Salvador: Se enfriará el amor de la mayoría. Sobre éstos que se han enfriado en el amor y se han separado de la unidad, llora y gime el apóstol san Juan, diciendo: Salieron de entre nósotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros.
Y si esto es así, o, mejor, porque esto es así, todo fiel debe reflexionar continuamente sobre la manera de adherirse a tan sumo bien, y buscar ansiosamente unirse a sus compañeros de peregrinación hacia Dios. Y así como los réprobos, al abandonar la caridad, son amputados del cuerpo de Cristo, así los elegidos, abrazándola sinceramente, quedan establemente unidos al mismo cuerpo de Cristo. Para conservar inviolablemente la caridad, es en gran manera útil la unidad fraterna, que se agrupa bajo el cuidado de una sola persona. Pues así como se seca el lecho de un río si se le divide en infinidad de arroyuelos, así también la unidad fraterna es menos eficaz en sus realizaciones concretas si se polariza en multitud de iniciativas.
Por lo cual y para que esta caridad permanezca largamente inviolable entre vosotros, es mi voluntad que, después de mi muerte, vuestro cuidado y dirección queden en manos del padre Rodolfo, al menos con las mismas atribuciones que tuve yo mientras vivía. Adiós.
Abadía de Vallumbrosa |
El abad Juan a todos los hermanos unidos a él en el amor fraterno: salud y bendición.
Aquejado hace ya bastante tiempo de una grave enfermedad, espero de día en día que Dios acoja mi alma y que la tierra de mi cuerpo vuelva al polvo de donde fue sacada. Lo cual nada tiene de extraño, porque la misma edad, aun sin el peso de una tan grave enfermedad, me recuerda a diario que debo vivir en esta espera. Yo pensaba salir calladamente de esta vida; pero habida cuenta del nombre y el puesto que, aunque indigno, he ocupado en esta tierra corruptible, me ha parecido de alguna utilidad deciros unas palabras sobre el vínculo del amor. En cuyo tema no diré nada nuevo ni de mi propia cosecha, sino que me limitaré a repetir brevemente y como de pasada lo que oís a diario. La caridad es indudablemente la virtud que impulsó al Creador de todas las cosas a hacerse criatura. Es la virtud que él mismo recomendó a los apóstoles como síntesis de todos sus mandamientos: Esto os mando: que os améis unos a otros.
De ella habla el apóstol Santiago, diciendo: Quien observa entera la ley, pero falta en un solo punto, tiene que responder de la totalidad. Esta es de la que el apóstol san Pedro afirma: la caridad cubre la multitud de los pecados.
De todo lo cual podemos concluir que, si poseemos la caridad, podemos cubrir todos los pecados, y que a quienes creen haber adquirido las demás virtudes, si no tienen caridad, de nada les sirven. Si un soberbio o desobediente cualquiera escuchare lo que acabo de decir, en seguida pensará que el está realmente en posesión de la caridad, basado en la mera comprobación de que perdura físicamente en la comunión fraterna. Mas he aquí que san Gregorio le desengaña de esta, digamos, falsa opinión, al indicar los límites de la verdadera caridad, diciendo: «Ama perfectamente a Dios quien no se reserva nada de sí mismo».
No sé en concreto qué decir de la caridad, pues no ignoro que todos los mandamientos brotan de esta raíz. Porque si es verdad que son muchas las ramas de las bue= nas obras, una sola es la raíz: la caridad. Los réprobos no pueden aguantar por mucho tiempo su ardor, como expresamente afirma nuestro Salvador: Se enfriará el amor de la mayoría. Sobre éstos que se han enfriado en el amor y se han separado de la unidad, llora y gime el apóstol san Juan, diciendo: Salieron de entre nósotros, pero no eran de los nuestros. Si hubiesen sido de los nuestros, habrían permanecido con nosotros.
Y si esto es así, o, mejor, porque esto es así, todo fiel debe reflexionar continuamente sobre la manera de adherirse a tan sumo bien, y buscar ansiosamente unirse a sus compañeros de peregrinación hacia Dios. Y así como los réprobos, al abandonar la caridad, son amputados del cuerpo de Cristo, así los elegidos, abrazándola sinceramente, quedan establemente unidos al mismo cuerpo de Cristo. Para conservar inviolablemente la caridad, es en gran manera útil la unidad fraterna, que se agrupa bajo el cuidado de una sola persona. Pues así como se seca el lecho de un río si se le divide en infinidad de arroyuelos, así también la unidad fraterna es menos eficaz en sus realizaciones concretas si se polariza en multitud de iniciativas.
Por lo cual y para que esta caridad permanezca largamente inviolable entre vosotros, es mi voluntad que, después de mi muerte, vuestro cuidado y dirección queden en manos del padre Rodolfo, al menos con las mismas atribuciones que tuve yo mientras vivía. Adiós.
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