viernes, 27 de mayo de 2016

La labor evangelizadora de los monjes


La figura de san Agustín de Canterbury nos recuerda hoy una faceta fundamental de la vida monástica a la hora de comprender el desarrollo religioso y cultural del continente europeo, tras el naufragio de la civilización romana a causa de las invasiones bárbaras. A pesar de que los monjes habían nacido del deseo de apartarse del mundo para consagrarse a Dios en la soledad, mediante la meditación de las Sagradas Escrituras y la lucha contra el poder del mal, la vida monástica terminó por constituir un núcleo de evangelización y de progreso cultural. ¿Cómo lo hicieron?

Ante todo, nunca dejaron de ser lo que eran; simplemente, establecieron sus monasterios donde pudieron, y comenzaron a vivir del esfuerzo de sus manos procurando amarse los monjes entre sí y acogiendo con misericordia a cuantos a ellos acudían. Fundaron escuelas, roturaron campos, construyeron vías de comunicación y predicaron el Evangelio. Esta imagen idílica estuvo muchas veces teñida de sangre, pues la inseguridad también hizo estragos entre ellos: vikingos, normandos, y demás pueblos todavía sin civilizar, vieron en los monasterios tan sólo lugares con riquezas susceptibles de ser asaltados sin piedad alguna.

Los monasterios, también hoy, intentan no sólo revivir la tradición monástica cristiana, sino también la tarea evangelizadora de la Iglesia. En medio de una sociedad cada vez más alejada del Cristianismo, se erigen en centros espirituales de primer orden, en los que comunidades de hombres y mujeres procuran seguir al Señor en la tradición monástica, alaban la gloria del Creador, y dejan traslucir mediante su vida de oración el testimonio de Cristo Resucitado, Salvador de los hombres.


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