domingo, 17 de noviembre de 2013

Crisis en la vida monástica 2

La vida monástica a las puertas del Concilio Vaticano II.- Acababan de comenzar los años sesenta. Toda Europa estaba en pleno proceso de reconstrucción, tras los traumáticos conflictos de los años treinta y cuarenta. Nunca hasta entonces había experimentado la humanidad situaciones bélicas tan destructivas. Millones y millones de personas habían sucumbido, no sólo en los campos de batalla, sino también como consecuencia de tremendas agresiones a la población civil.

Los cristianos habían sufrido persecuciones tan sistemáticas y crueles, como desde la época del Imperio Romano no se recordaban. Católicos de Méjico y España, así como ortodoxos de Rusia habían sido asesinados a miles. Los totalitarismos nazi y fascista de Alemania e Italia habían pretendido reducir el Cristianismo al silencio. En aquellos años posteriores a tal crisis, se produjo un gran florecimiento de las instituciones católicas en toda Europa. Seminarios y monasterios se llenaron de jóvenes, en gran medida movidos por un deseo de paz y de amor, pero también movidos por la necesidad y viendo en la Iglesia una salida para adquirir sustento y formación.

La conciencia occidental fue tan duramente sacudida en aquellos años, que no parecía viable sostener un discurso cristiano moralista, que ignorase además los vertiginosos avances de todo tipo que se habían producido no sólo en el campo de la ciencia, sino también en su aplicación práctica a la vida.


El monacato benedictino llega a este momento con una notable uniformidad en cuanto a las formas. La inmensa mayoría de los monasterios benedictinos mantenían horarios similares, con idéntica liturgia y similar estructuración, al menos en el entorno occidental (a diferencia de los llamados entonces monasterios de misiones). Se rezaba el mismo oficio, se mantenían formas similares, el latín era el idioma no sólo litúrgico sino también en la enseñanza. La formación que se daba a los candidatos al sacerdocio era fundamentalmente escolástica, aunque muchos monasterios se habían adherido al movimiento litúrgico que desde el siglo XIX había comenzado a renovar la vida espiritual y litúrgica del monacato benedictino.

Las comunidades estaban estrictamente divididas en secciones cuya escasa convivencia, conducía a que más bien se debía hablar de varias comunidades compartiendo un edificio. Por una parte estaban los padres, dedicados al estudio y a la oración. Su vida giraba en torno al Oficio Divino. Por otra parte, estaban los hermanos, con una formación muy limitada a algunas nociones espirituales; su trabajo consistía en todas las labores manuales que sustentaban la vida del Monasterio.

El Oficio Divino de los padres era el establecido por san Benito. Rezaban un gran oficio nocturno muy prolongado, y siete horas canónicas diurnas (las que conocemos actualmente, más la prima). A ello tenían que añadir algo que san Benito no contempló, porque en su época no existía: la celebración cotidiana de la misa conventual, a la que se añadió desde la Edad Media la misa privada de cada sacerdote. En la práctica, los monjes sacerdotes empleaban la mayor parte de las jornada en el Oficio Divino, dejando al estudio o algún trabajo leve el resto del día. Otra consecuencia era que, en muchas ocasiones, la excesiva prolijidad de los oficios condujese a una celebración rutinaria y veloz, en detrimento de la belleza de la liturgia.

Los hermanos, por su parte, rezaban un oficio más sencillo, sin tantos salmos, y de un carácter marcadamente devocional. Su carácter más reducido les permitía, además, dedicarse a sus labores manuales. Su participación en la Eucaristía quedaba garantizada por la necesidad de ayudar en las misas privadas.


La estructura de la comunidad también estaba afectada por esta división. Los padres tenían la plenitud de los derechos capitulares, mientras que los hermanos, a lo sumo, podían asistir a los capítulos, en los que se decidían los asuntos comunitarios, pero carecían de derecho de voz y de voto. De hecho, existían dos noviciados distintos: el de los padres, y el de los hermanos.

Lo que sí es cierto es que, con pocas variantes, este esquema se repetía con gran uniformidad en todo el mundo benedictino. Los aspectos formales tenían una gran importancia y se observaban con escrúpulo en todos los monasterios: hábito, tonsura, clausura, horarios, gestos, observancia del silencio, canto gregoriano, etc. Y, ante la abundancia de vocaciones, no había indicios claros de que la vida monástica estuviera al borde de una de las mayores crisis de su historia. Sólo la escasa calidad en la formación, el dudoso discernimiento vocacional y las deficiencias en la vida espiritual podían anunciar una crisis que, en dichos elementos, provocarían la difícil situación de pocas décadas después.

1 comentario:

  1. Son comentarios muy justificados.
    Oremos para que muchos sigan la via de sacrificio y de amor que llevaba aquél monje tonsurado en la primera foto. Sumision, sacrificio personal y amor.
    Los necesitamos, como él, a miles. Ojalà lo permita Nuestro Señor.

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