El monacato benedictino y el Concilio Vaticano II.- Como tantas otras instituciones de la Iglesia Católica, el monacato benedictino llego al Concilio con una apariencia muy brillante, pero con amenazantes sombras en su interior. Sin embargo, la tradición benedictina aportaba importantes logros, que habrían de jugar un notable papel en el desarrollo conciliar. Desde el siglo XIX se había desarrollado en diversos monasterios un vigoroso movimiento litúrgico, que había profundizado en las fuentes y en la teología, con la finalidad de devolverla la centralidad que le había correspondido en la vida espiritual de la Iglesia.
Los monjes de Solesmes, con la traducción de los textos del Oficio y de la Misa, o con el magnífico comentario de Dom Prospero Geranger (1805-1875) al Año Litúrgico; o los de Beuron, especialmente en la abadía de Maria Laach con su gran teólogo de los misterios Dom Odo Cassel (1886-1948), habían devuelto a la liturgia no sólo su categoría de ciencia teológica sino que, sobre todo, habían vuelto a hacer de ella el gran tesoro de vida espiritual que siempre había sido. Los monjes de Maredsous se esforzaron en la publicación de las ediciones críticas de los textos de los Padres de la Iglesia y del Monacato, en su célebre colección Fontes Christianorum. Otros muchos monjes, en diversas publicaciones, profundizaron en los enfoques teológicos y espirituales de la Liturgia, que encontraron en el Ateneo de San Anselmo de Roma un centro especializado, que enriqueció a toda la Iglesia. No es de extrañar, por eso, que de todo este vigoroso movimiento teológico y espiritual surgieran figuras como santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), que partieron de este sustrato típicamente benedictino para alcanzar altas cumbres en la espiritualidad y, por fin, en la santidad.
Desde esta rica posición concurren también los monjes benedictinos a la convocatoria conciliar que realizó el beato papa Juan XXIII. Su aportación, desde los últimos decenios, había sido importante en materia de teología y espiritualidad litúrgica. Además, las comunidades se habían renovado profundamente, superando las crisis revolucionarias que habían provocado su casi extinción en Europa y habiéndose renovado con respecto a situación de prepotencia económica y estancamiento espiritual de finales del siglo XVIII.
Cuando se abrió el Concilio, se pusieron muchos temas encima de la mesa, sin que la Iglesia tuviera que defenderse y responder a una crisis dogmática, como había sucedido hasta entonces. Más bien, después de las pasadas convulsiones, y en la percepción de los revolucionarios cambios que se estaban produciendo en la existencia humana, la Iglesia percibió la necesidad de actualizarse y acompasarse a los nuevos tiempos.
Los logros conciliares son innegables; ahí están los textos sobre la Iglesia, sobre la Liturgia, sobre la Divina Revelación, sobre el Ecumenismo, sobre la vida sacerdotal y laical.... Pero fue la Constitución Gaudium et Spes la que abriría líneas de actuación que habrían de prevalecer en el desarrollo postconciliar: una decidida presencia social, la opción preferencial por los pobres y el esfuerzo por potenciar a los países en vías de desarrollo.
Con relación a la vida consagrada, se elaboró el decreto Perfectae Caritatis, que intentó impregnar de criterios evangélicos la renovación de una vida religiosa lastrada por criterios rígidamente jurídico-canónicos. Específicamente en relación con la vida monástica, el número 9 de este decreto pedía el mantenimiento de la institución monástica, al tiempo que urgía renovar sus tradiciones caritativas y adaptarlas a las necesidades actuales de los hombres, de manera que los monasterios fueran como semilleros de edificación del pueblo cristiano.
En materia litúrgica, se impuso el criterio de la participación activa del pueblo de Dios. La Iglesia se definía no ya como una sociedad perfecta, en paralelismo a los estados, sino como el Pueblo de Dios, según los criterios que se desprenden de las Escrituras. Este pueblo de Dios habría de celebrar el misterio pascual de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, como elemento fundamental del culto que debía tributar a Dios. Y habría de hacerlo de forma colectiva, participando activamente en dicha celebración, sin reducir esta función a los sacerdotes ordenados, sino ejerciendo el sacerdocio común de los bautizados.
El balance general del Concilio Vaticano II no puede dejar de calificarse de magnífico, obra del Espíritu Santo, que ayudó a la Iglesia a salir del estancamiento escolástico en el que había permanecido durante siglos, y a distanciarse de las crisis socio-políticas en las que se había visto involucrada como consecuencia de su papel temporal durante los últimos siglos. Para la vida monástica, también los textos, considerados estrictamente en sí mismos, eran muy enriquecedores y esperanzadores.
Desde esta rica posición concurren también los monjes benedictinos a la convocatoria conciliar que realizó el beato papa Juan XXIII. Su aportación, desde los últimos decenios, había sido importante en materia de teología y espiritualidad litúrgica. Además, las comunidades se habían renovado profundamente, superando las crisis revolucionarias que habían provocado su casi extinción en Europa y habiéndose renovado con respecto a situación de prepotencia económica y estancamiento espiritual de finales del siglo XVIII.
Cuando se abrió el Concilio, se pusieron muchos temas encima de la mesa, sin que la Iglesia tuviera que defenderse y responder a una crisis dogmática, como había sucedido hasta entonces. Más bien, después de las pasadas convulsiones, y en la percepción de los revolucionarios cambios que se estaban produciendo en la existencia humana, la Iglesia percibió la necesidad de actualizarse y acompasarse a los nuevos tiempos.
Los logros conciliares son innegables; ahí están los textos sobre la Iglesia, sobre la Liturgia, sobre la Divina Revelación, sobre el Ecumenismo, sobre la vida sacerdotal y laical.... Pero fue la Constitución Gaudium et Spes la que abriría líneas de actuación que habrían de prevalecer en el desarrollo postconciliar: una decidida presencia social, la opción preferencial por los pobres y el esfuerzo por potenciar a los países en vías de desarrollo.
Con relación a la vida consagrada, se elaboró el decreto Perfectae Caritatis, que intentó impregnar de criterios evangélicos la renovación de una vida religiosa lastrada por criterios rígidamente jurídico-canónicos. Específicamente en relación con la vida monástica, el número 9 de este decreto pedía el mantenimiento de la institución monástica, al tiempo que urgía renovar sus tradiciones caritativas y adaptarlas a las necesidades actuales de los hombres, de manera que los monasterios fueran como semilleros de edificación del pueblo cristiano.
En materia litúrgica, se impuso el criterio de la participación activa del pueblo de Dios. La Iglesia se definía no ya como una sociedad perfecta, en paralelismo a los estados, sino como el Pueblo de Dios, según los criterios que se desprenden de las Escrituras. Este pueblo de Dios habría de celebrar el misterio pascual de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, como elemento fundamental del culto que debía tributar a Dios. Y habría de hacerlo de forma colectiva, participando activamente en dicha celebración, sin reducir esta función a los sacerdotes ordenados, sino ejerciendo el sacerdocio común de los bautizados.
El balance general del Concilio Vaticano II no puede dejar de calificarse de magnífico, obra del Espíritu Santo, que ayudó a la Iglesia a salir del estancamiento escolástico en el que había permanecido durante siglos, y a distanciarse de las crisis socio-políticas en las que se había visto involucrada como consecuencia de su papel temporal durante los últimos siglos. Para la vida monástica, también los textos, considerados estrictamente en sí mismos, eran muy enriquecedores y esperanzadores.
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