viernes, 22 de noviembre de 2013

Crisis en la vida monástica 4


Principios conciliares para la reforma de la liturgia monástica.- Los benedictinos aportaron al Concilio Vaticano II grandes logros en materia litúrgica, gestados desde el inicio del movimiento litúrgico en el siglo XIX. Habían logrado devolver a la liturgia su carácter central en la espiritualidad cristiana, y habían logrado, además, elevarla a la categoría de disciplina teológica fundamental, combinando sus avances con una profundización en las fuentes patrísticas y monásticas de la Antigüedad.

Preocupación de los monjes benedictinos antes del Concilio había sido el hacer posible el acceso de los fieles a la riqueza de la liturgia, a través de traducciones de los textos latinos a los idiomas modernos, haciendo ediciones accesibles de los misales, y publicando revistas especializadas en las que se analizaron hasta el detalle los más variados aspectos de la liturgia.

El Concilio Vaticano II elaboró una Constitución dogmática sobre la Liturgia: la Sacrosanctum Concilium. El principio más importante e innovador de dicho texto era el de la participación activa de los fieles. Además, no sólo se ocupaba de la celebración de los Sacramentos, especialmente de la Eucaristía (aspecto que el Concilio de Trento había abordado en profundidad dentro del contexto de la polémica con los protestantes), sino también la importancia de la celebración del Oficio Divino.

Con respecto a la Eucaristía, se acogieron las principales aportaciones del movimiento litúrgico, y se dispuso una renovación de su celebración, pudiendo traducirse a las lenguas vernáculas para hacerla más accesible al pueblo fiel. Desde una perspectiva teológica, se volvió a situar como concepto fundamental de la celebración eucarística el de memorial del misterio pascual de Jesucristo, arrinconado por el concepto de sacrificio, que había sido el motivo de la polémica con los protestantes, y que había ocupado una posición excesivamente unilateral en la teología litúrgica post-tridentina. Al mismo tiempo, se insistió en la importancia de la Liturgia de la Palabra, como elemento esencial constitutivo en la celebración eucarística. Estos principios fueron los que el Concilio dispuso habrían de regir la reforma de los libros litúrgicos, labor que el concilio encomendó a una fase posterior.


En cuanto al Oficio Divino, quiso el Concilio que no sólo fuera una labor de clérigos y religiosos, sino que, tal como había sucedido en la Antigüedad, alimentara la espiritualidad y oración de todo el Pueblo de Dios. Los padres conciliares acogieron, pues, las propuestas del movimiento litúrgico, que consideraba la celebración del Oficio Divino la forma por excelencia de la oración de todos los cristianos, superando la dicotomía entre liturgia y devociones, tan característica de la espiritualidad gestada en la Baja Edad Media, y que se generalizó desde el Concilio de Trento.

Estos principios, contenidos en la Constitución Sacrosanctum Concilium, serán los que se desarrollen en la reforma litúrgica postconciliar, que afectó plenamente, en muchos casos de forma traumática, a la reforma de la liturgia monástica, en una dirección no querida por el movimiento litúrgico.

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