Recuerda hoy el Martirologio romano a un olvidado santo de la antigüedad monástica hispana: san Martín de Dumio, lugar próximo a Braga, capital que era del reino de los suevos. A él se atribuye la conversión al catolicismo de este pueblo bárbaro, establecido desde comienzos del siglo V en la parte noroeste de la Península, y como apóstol de los suevos es conocido en la historia por antiguos y modernos. Entre los antiguos aduzcamos ya el testimonio dé San Isidoro de Sevilla, su contemporáneo algo posterior. "Habían —dice San Isidoro— permanecido muchos reyes suevos en la herejía arriana, hasta que subió al trono Theudemiro. Este, por celo y esfuerzo de Martín, obispo del monasterio de Dumio, hombre esclarecido por su fe y su ciencia, volvió a los suevos a la fe católica". Al importante hecho se le asigna la fecha de 560.
San Martín recomendaba a sus monjes el desprendimiento de las cosas con este ejemplo: El abad Macario sale un día de su celda. A la vuelta halla a un ladrón que estaba cargando su jumento con los enseres del monje. Macario se hace el extranjero, le ayuda a cargar la bestia y le acompaña diciendo: "Nada trajimos al mundo y nada nos llevaremos de él".
Una sentencia de oro: "Todo trabajo sin humildad es vano ...".
Contra la fácil tentación de soberbia que acecha al monje como elegido y predestinado, san Martín contaba a los suyos: El abad Silvano fue arrebatado en éxtasis en su celda. Vuelto del éxtasis, lloraba. Importunado por su discípulo, dijo finalmente: "He sido arrebatado al juicio, hijo mío, y he visto a muchos con hábito de monjes ir a los suplicios y a muchos laicos subir al cielo". (Sententiae Patrum Aegyptiorum, 48). Y así fuera grato continuar.
Pero no eran sus monjes de Dumio la sola solicitud de San Martín. Para regular la vida del clero, recopiló, tradujo y ordenó una colección de cánones, tomados "de los sínodos de los antiguos Padres orientales", pero también de concilios españoles y africanos. Colección, sin duda, del mayor interés para el conocimiento de la organización y vida de la Iglesia y aun de las costumbres en general de aquellos tiempos. San Isidoro nos dice haber leído él mismo —ego ipse legi— un volumen de cartas en que "el obispo santísimo del monasterio dumiense exhortaba a la enmienda de la vida, al fervor en la oración, a la largueza en la limosna y, sobre todo, al culto de las virtudes y a la piedad". Estas cartas se han perdido y su pérdida es bien de lamentar, pues ellas nos hubieran acaso guardado lo mejor del alma del abad de Dumio.
Al rey Miro, sucesor de Theudemiro, le dirige San Martín el opúsculo Fórmula de la vida honesta, El tratado hubo de ser pedido al Santo por el rey mismo, que siente —dice Martín en el prólogo— sed ardentísima de la sabiduría y quiere ir a saciarla en las fuentes de donde manan los ríos de la ciencia moral. Si esta sed la suscitó, como es de suponer, el apóstol en sus conversos, ello sería gloria suya y de ellos. La Fórmula es un tratado de ética natural de corte e influencia senequista. San Martín Dumiense, de origen no hispano, es nuestro primer senequista. Hasta tal punto se penetra del estilo y pensamiento del cordobés, que la Edad Media nos ha transmitido la Formula vitae honestae bajo el nombre de Séneca. La nueva patria le prestó acaso también algo de su espíritu. A Séneca suena esta sentencia: "¿Qué importa que no estés en tu patria? Tu patria es el lugar donde has encontrado el bienestar, y la causa del bienestar no radica en el lugar, sino dentro ¿el hombre mismo". Lo mismo se diga del tratado De ira, que recuerda otro del mismo título de Séneca.
Objeto, en fin, de la solicitud del abad, obispo de Dumio era el pueblo humilde de los campos, imbuido aún de supersticiones paganas, célticas y germánicas. El tratado De correctione rusticorum, a par de un resumen de las verdades cristianas, da noticias de las supersticiones de las gentes del campo del reino suevo (y hay que suponer que de toda España). Para desacreditar la idolatría, San Martín apela a la teoría demónica. Muchos de los demonios expulsados del cielo presiden en el mar, en los ríos, fuentes y bosques, y los hombres que ignoran a Dios les dan culto como a dioses.
Sólo podemos ya citar por su mero título otras obras del Santo: Pro repellenda iactancia, De superbia y Exhortatio humilitatis, que tienen más sabor evangélico. Los opúsculos sobre la Pascua y De trina mersione responden a cuestiones muy debatidas en su tiempo.En exámetros virgilianos está compuesto por él mismo su epitafio, con que cerramos esta semblanza:
"Nacido en Panonia, atravesando los anchos mares y movido de impulso divino, llegué a esta tierra gallega, que me acogió en su seno. Fui consagrado obispo en esta iglesia tuya, oh glorioso confesor San Martín, restauré la religión y las cosas sagradas y, habiéndome esforzado en seguir tus huellas, yo, tu servidor Martín, que tengo tu nombre, pero no tus méritos, descanso aquí en la paz de Cristo".
Este descanso lo alcanzó el año 580. Cinco años más tarde moría también, bajo las armas victoriosas de Leovigildo, el reino suevo. San Isidoro le puso el epitafio: Regnum autem suevorum deletum in Gothis transfertur, quod mansisse CLXXVII annis scribitur, "Fue borrado el reino suevo que pasó a los godos y se dice haber durado ciento setenta y siete años".
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