El Martirologio romano nos recuerda hoy, junto a la brillante figura de san Antonio, a un humilde monje de Claraval, hermano de san Bernardo. El hermano menor y el favorito de san Bernardo, el joven Gerardo, no formaba parte del grupo de muchachos, parientes y amigos, que acompañaron al primero a Cister y recibieron el hábito junto con él. Por aquel entonces Gerardo estaba demasiado preocupado en ver la mejor manera de realizar sus proyectos de entrar en el ejército, para prestar atención a las exhortaciones de Bernardo. Sin embargo, poco tiempo después, cuando el joven soldado fue gravemente herido durante el sitio a Grancy y luego pasó largo tiempo en la prisión, reflexionó en cosas más serias, reconoció en su fuero interno la vanidad de la gloria de este mundo y, al quedar libre, fue en busca de su santo hermano y se puso a sus órdenes.
Al tomar el hábito, se convirtió en la mano derecha de san Bernardo, a quien acompañó a Claraval. En su cargo de celador, no se limitó a cumplir con eficacia los trabajos domésticos de la abadía, sino que adquirió una extraordinaria habilidad técnica en los diversos oficios y, tanto los albañiles como los herreros, labradores, zapateros y tejedores, recurrían a él para recibir instrucciones y dirección. Semejantes actividades exteriores no intervenían para nada en su vida espiritual; Gerardo era un modelo de obediencia y de fervor religioso. Cierta vez, en 1137, cuando iba camino de Roma con San Bernardo, cayó gravemente enfermo en Viterbo; su estado se hizo crítico y todos pensaban que iba a morir; pero san Bernardo se puso en oración y pidió que su hermano recuperase la salud, por lo menos para ir a morir a casa, y la petición fue concedida. Gerardo quedó sano temporalmente y, al año siguiente, volvió a enfermar. Poco antes de morir, exclamó con voz fuerte y una sonrisa feliz en los labios: «¡Oh, cuan bueno es que Dios sea el Padre de los hombres y cuánta gloria tienen los hombres en ser hijos de Dios!»
En su Sermón 26 sobre el Cantar de los Cantares, nos desvela san Bernardo su dolor ante la muerte de su querido hermano con patéticas expresiones:
Sabéis, hijos míos, qué profundo es mi dolor, qué dolorosa mi herida. Os percatáis claramente qué compañero tan fiel me ha abandonado en el camino por el que avanzaba, qué administrador tan sagaz, tan entregado a su trabajo y tan agradable en el trato. ¿No era él mi amigo más íntimo y yo su predilecto? Era hermano de sangre, pero más aún como monje. Lamentad, por favor, mi suerte, vosotros que sabéis todo esto. En mi debilidad él me llevaba; en mis cobardía, él me animaba; en mi dejadez y negligencia, él me estimulaba; en mis descuidos y olvidos, él me advertía
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