Mientras estaba descansando fatigosamente, y pensando de cómo había luchado por llegar a donde estaba, vi a la distancia a un hombre terrible de contemplar. Estaba cubierto en todas partes por pelos como una bestia salvaje. Su pelo era tan espeso que ocultaba su cuerpo en casi su totalidad. Su única ropa era un taparrabo de hojas e hierbas. La visión de él me llenó de temor, ya sea por el miedo o el asombro, no estaba muy seguro. Nunca antes había puesto mis ojos en tal extraordinaria visión de una forma humana. No supe qué hacer, pero cuando valoré mi vida tomé refugio, y trepé apresuradamente hasta arriba de la cara de un despeñadero cercano. Temblando me escondí bajo algunas plantas frondosas y gruesas, respirando agitadamente. La edad y la abstinencia se habían convertido casi en la muerte para mí. El hombre me vio sobre el despeñadero y me gritó con voz fuerte:
- Baja de la ladera, hombre de Dios. No tengas miedo. Soy sólo un débil hombre mortal como tú.
Tranquilizado por estas palabras recuperé mi inteligencia y bajé, y fui hasta el santo, dubitativamente postrándome a sus pies.
- Levántate, levántate, - dijo- . No debes arrodillarse ante mí. Tú también eres un siervo de Dios y tu nombre es Pafnucio, amado por los Santos.
Me levanté inmediatamente, y aunque estaba muy cansado fue con gran júbilo que me senté frente a él, con un deseo agudo de saber quién era, y qué tipo de vida ha vivido.
- Dios que me ha guiado a través del desierto ha cumplido el deseo de mi corazón, -dije-. Mis miembros y articulaciones, que se estaban desintegrando, casi empiezan ya a sentirse renovadas. Pero mi mente todavía tiene sed de iluminación. Dime señor, de todo corazón te lo ruego, te lo suplico en nombre de aquél por cuyo amor habitas estos desiertos: cuándo viniste, cuál es tu nombre, cuánto tiempo has estado aquí. Te ruego, me lo digas claramente.
Él obviamente podía ver como quise saber del objetivo de su vida, y me dio su respuesta.
- Puedo ver cuán seriamente deseas estar al tanto de las tribulaciones de mi larga vida, hermano amado. No tengas miedo alguno, te diré todo desde el principio. Me llamo Onofre, un pecador indigno, y he estado llevando mi vida laboriosa en este desierto durante casi setenta años. Tengo las bestias salvajes como compañía, mi comida regular es fruta e hierbas, coloco mi cuerpo miserable para dormir en laderas, en cuevas, y en valles. Durante todos estos años no he visto a nadie excepto a ti, y no he recibido comida de ningún ser humano.
Fui criado en el monasterio de Hermopolis en la Tebaida, donde había aproximadamente cien monjes. Su vida era tal, que vivieron equitativamente entre ellos, en la voluntad y en la escritura. Eran de un solo corazón y un solo espíritu, inclinando sus cabezas bajo el yugo y la disciplina de una regla sagrada, despreocupados por los altibajos de la vida en el mundo entero. Lo que complació a uno complacía a todos. Siguieron a Dios con mente sagrada, fe pura, y perfecta caridad. Noche y día, nunca dejaron de servirlo con la mansedumbre y paciencia. Tenían tal afición al silencio, como parte de su abstinencia, que nadie desafiaba decir una palabra, excepto para hacer alguna pregunta necesaria o dar una respuesta apropiada. Allí, también recibí la doctrina sagrada en mi juventud, y aprendí de los hermanos, el modelo de una vida regular. Estaba seguro del amor que tenían por mí, y me enseñaron cómo debo desempeñar los mandamientos de Dios.
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