¡Oh Señor Jesús, qué gran suavidad en el amarte, cuánta tranquilidad en la suavidad, y cuánta seguridad en la tranquilidad! No yerra la elección del que te ama, pues nada hay mejor que tú; ni la esperanza falla, pues nada se ama con mayor provecho. No hay miedo a excederse en la medida, pues la medida de amarte es amarte sin medida. No cabe el temor a la muerte debeladora de la mundana amistad, pues la vida no muere. En amarte no hay lugar a la ofensa, que no existe si no se desea más que el amor. No se insinúa suspicacia alguna, pues juzgas según el testimonio de tu propia conciencia. Aquí mora la suavidad, pues se excluye el temor. Aquí reina la tranquilidad, pues se mantiene a raya la ira. Aquí se goza de seguridad, pues se desprecia el mundo.
Al oír esto, alma mía, has de ser como un cacharro inútil, de modo que desconfiando de ti misma y ponientío toda tu confianza en Dios, no sepas vivir para ti misma, sino para el que por ti murió y resucitó. ¡Quién me diera embriagarme con esta copa de salvación, sentir este sopor invadiendo mi alma, adormilarme con este suavísimo letargo, para que amando al Señor mi Dios con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi ser, nunca busque mi interés sino el de Jesucristo! ¡Amando al prójimo como a mí mismo, no busque mi provecho, sino el provecho del otro! ¡Oh Verbo plenificante, devorado por la justicia, Verbo de caridad, Verbo de la perfección consumada, Verbo de la dulzura! ¡Oh Verbo plenificante, al que nada puede faltarle! ¡Oh Verbo, compendio de la ley entera y de los profetas!
Quién sea el feliz poseedor de un tal amor, lo declara abiertamente la Verdad cuando dice: El que sabe mis pensamientos y los guarda, ése me ama. Así pues, quien conserva los mandamientos de Dios en la memoria y los observa en la vida; quien los lleva en la boca y lQs pone por obra; quien los acoge escuchando y los observa operando; o quien los observa operando y los observa perserverando, ése ama a Dios. El amor hay que demostrarlo en las obras, para que el nombre no esté desposeído de contenido.
Conviene saber que el amor de Dios no se valora atendiendo a los sentimientos momentáneos, sino más bien por la calidad estable de la propia voluntad. Pues el hombre debe sintonizar su voluntad con la voluntad de Dios, de suerte que cuanto la voluntad divina ordenare lo acepte de buen grado la voluntad humana. Así no se registrarán ni diversidad ni contraposición de opiniones, no se preguntará por qué esto o aquello, sino que la razón última de actuar es el convencimiento de que así lo quiere Dios. Esto es amar a Dios de verdad. Pues la misma voluntad se ha identificado con el amor. Y lo mismo da decir buenas o malas voluntades que buenos o malos amores.
De aquí que esta voluntad habrá que cualificarla de acuerdo con un doble criterio: la acción y la pasión. Esto es, si soporta pacientemente lo que Dios mandare o permitiere y cumple con fervor cuanto le ordenare. Cualquier voluntad en sintonía con la voluntad de Dios soporta pacientemente lo que Dios mandare y ejecuta fervorosamente lo que le ordenare. De éste se puede afirmar que ama a Dios con todas sus fuerzas.
Pero como quiera, Señor Dios, que nadie por sus propias fuerzas o por sus méritos y sin tu gracia, es capaz de sintonizar con tu voluntad o de amarte, nos vemos precisados a implorar el auxilio de tu gracia con una intensa y continuada insistencia.
San Elredo de Rievaulx
Sermón sobre el amor de Dios (CCL CM 1, 243-244)
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