Carísimos hermanos, Dios va pregonando que ha puesto en venta el reino del cielo. Este reino de los cielos es tal, que su beatitud y su gloria no hay ojo mortal que pueda contemplarlas, ni oído que pueda oírlas, ni corazón capaz de imaginarlas. Pero para que de algún modo puedas imaginártelo,, piensa: el que allí merezca reinar encontrará en el cielo y en la tierra todo lo que deseare, y lo que no deseare no lo hallará ni en el cielo ni en la tierra. Y el amor que reinará entre Dios y los que allí estén y de éstos entre sí será tan grande, que todos se amarán mutuamente como a sí mismos, pero todos amarán más a Dios que a sí mismos. Por eso, en el cielo nadie querrá más que lo que Dios quiere; y lo que uno quisiere, eso lo querrán todos; y lo que quiere uno o todos juntos, esto mismo lo querrá Dios. Por lo cual, si uno cualquiera tuviere un deseo, lo verá realizado, tanto si se refiere a sí mismo, a los demás, a cualquier criatura e incluso al mismo Dios. Y así, cada cual por separado será un rey perfecto, pues lo que cada uno quisiere, eso se realizará; y todos juntos con Dios serán un solo rey y como un solo hombre, ya que todos querrán una misma cosa, y lo que quisieren eso se hará. Esta es la recompensa que desde el cielo pregona Dios que está a la venta.
Si alguien pregunta por el precio, se le responderá: No necesita precio terreno el que quiere dar el reino del cielo, ni nadie puede dar a Dios algo que no tenga, pues suyo es cuanto existe. Y sin embargo, Dios no da gratuitamente una cosa de tanto valor, pues no la da a quien no ama. En efecto, nadie da lo que le es caro a aquel para quien no es caro. Pues bien, como Dios no necesita de tus bienes, y como por otra parte no debe dar un bien tan valioso a quien no se preocupa de amarlo, sólo exige amor, sin el cual no debe dar nada. Por tanto, da amor y recibe el reino; ama y toma.
Ahora bien: como reinar en el cielo no es otra cosa que confundirse de tal modo con Dios y con todos los santos, ángeles y hombres, por el amor, en una sola voluntad, que todos juntos no ejercen más que un solo y único poder, ama a Dios más que a ti mismo, y comienzas ya a tener lo que allí deseas perfectamente poseer. Ponte de acuerdo con Dios y con los hombres —con tal que éstos no estén en desacuerdo con Dios—, y ya empiezas a reinar con Dios y con todos los santos. Pues en la medida en que estés ahora de acuerdo con la voluntad de Dios y de los hombres, concordarán entonces Dios y todos los santos con tu voluntad. Si quieres, pues, ser rey en el cielo, ama a Dios y a los hombres como debes, y merecerás ser lo que deseas.
Pero no podrás poseer este amor perfecto si no vacías tu corazón de cualquier otro amor. Por eso, los que tienen el corazón lleno de amor de Dios y del prójimo, no quieren más que lo que quiere Dios o lo que quiere otro hombre, mientras no esté en contra de Dios. Por eso se dedican asiduamente a la oración y a los coloquios y meditaciones sobre las realidades celestiales, porque les es dulce desear a Dios, hablar y oír hablar de él y pensar en aquel a quien tanto aman. Por eso ríen con los que están alegres, lloran con los que lloran, se compadecen de los desgraciados, dan limosna a los pobres: porque aman a los demás hombres como a sí mismos. Por eso desprecian las riquezas, los primeros puestos, los placeres y el ser honra-dos o alabados. Pues el que esto ama, fácilmente hará algo contra Dios y contra el prójimo. Así pues, estos dos mandamientos sostienen la ley entera y los profetas. Por lo tanto, el que desee tener aquel amor perfecto, con el que se compra el reino de los cielos, que ame el desprecio, la pobreza, el trabajo, la sujeción, como hacen los hombres santos.
Carta 112 (Opera omnia, t. 3, 1946, 244-246)
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